Considerado uno de los autores más importantes de las letras latinoamericanas, el escritor argentino sigue siendo estudiado y admirado.
Cuando Borges (1899-1986) escribió el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius hizo algo que hasta ese entonces nadie había hecho y fundó así un género que muchos teóricos llaman ficción especulativa y que popularmente se conoce como borgeano. Cabe imaginar la reacción de aquellos primeros lectores desprevenidos que al abrir el número 68 de la revista Sur, en mayo de 1940, se encontraron con aquel cuento. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius aparecería luego en la imprescindible Antología de la literatura fantástica (1940), compilada por Borges junto a Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, más tarde en El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y finalmente en Ficciones (1944). Hasta nuestros días Tlön se sigue leyendo con curiosidad, como un extraño objeto venido del futuro, porque de alguna forma en él están contenidos casi todos los grandes temas de la obra borgeana, así como la forma tan característica de sus mejores ficciones, y todo eso en menos de veinte páginas.
Borges tiene una inmerecida fama de escritor complicado, cuando justamente una de las grandes virtudes de su obra es que aborda la complejidad con una simpleza insólita. Esto se nota a las claras en su obra ensayística, lúcida y didáctica, gracias a la cual el mundo hispanohablante descubrió a fondo las obras de Nathaniel Hawthorne, Robert Louis Stevenson y GK Chesterton. Borges, además, tradujo nada menos que a Franz Kafka y William Faulkner al español.
En el terreno estrictamente ficcional, si analizamos la cantidad de temas que están en juego en algunos de sus mejores cuentos –El Aleph, Las ruinas circulares, El jardín de senderos que se bifurcan, Funes el memorioso, por elaborar una lista incompleta–, descubrimos que son más grandes por dentro que por fuera. Un texto de Borges rara vez excede la veintena de páginas y esto responde a su naturaleza hiperdetallista, precisa y sintética, a una concepción de la literatura concentrada que tiene más que ver con la relojería y el microscopio que con el derroche de palabras.
El Nobel que nunca llegó
Borges nunca recibió el Nobel de Literatura. Le fue concedido el premio Formentor en 1961, pero compartido con el irlandés Samuel Beckett. Lo mismo pasó con el premio Cervantes de 1979, que compartió con el español Gerardo Diego. En octubre de 1976 se hablaba fuertemente de que iban a darle finalmente el Nobel, compartido con el español Vicente Aleixandre, pero el premio, en aquella oportunidad, terminaría en manos de Saul Bellow.
Era como si a Borges le faltara algo, a los ojos de los académicos, como para merecer un gran premio en solitario, y tuvieran que acompañarlo siempre de otro escritor. Borges, por suerte, se lo tomaba con humor. Es célebre su reacción cuando le informaron que le tocaba compartir el Formentor con Beckett: “¿Quién es Beckett?”, dijo. Mejor aun fue lo que hizo al recibir el Cervantes junto a Gerardo Diego: “¿Usted es Gerardo o Diego?”, le preguntó a su colega en el momento de la ceremonia.
Una respuesta posible a la recurrente cuestión de por qué a Borges nunca le dieron el Nobel de Literatura es precisamente el carácter extraño y aparentemente –solo aparentemente– breve de su obra, el hecho de que Borges nunca haya publicado una novela, de que no fuera un novelista, de que no persiguiera esa ambición de la gran novela. Borges no buscaba una gran obra, un libro definitivo, sino que construía una obra satelital, compuesta por numerosos fragmentos orbitando, relacionándose unos con otros, siempre en torno a un puñado de temas –el infinito, el tiempo, la historia, la muerte, la sincronía, los universos, las ficciones, los sueños– ordenados en diversas formas. Es una obra enorme en páginas pero prácticamente infinita en posibilidad de lecturas.
En este sentido Borges es un escritor típicamente rioplatense: autor de ficciones raras de corte fantástico –como Quiroga y Cortázar– generalmente breves, una combinación muy común en esta región del mundo. Con la mitad de lo que contiene Tlön… muchos otros escritores se hubiesen embarcado ciegamente en la escritura de una novela; hubiesen necesitado al menos trescientas páginas para dar cuenta de todo eso que a Borges le lleva menos de veinte pero que trabaja en la cabeza del lector como un cuento infinito que es posible leer muchas veces encontrando siempre algo nuevo.
Un fenómeno global
China es un buen ejemplo de hasta qué punto la obra de Borges excede ya el mundo occidental: actualmente la editorial Shanghai Translation Publishing House se encuentra traduciendo al chino mandarín su obra completa, que pronto alcanzará los 40 volúmenes. Borges es rioplatense y universal, “al mismo tiempo cosmopolita y nacional”, como lo define Beatriz Sarlo en Borges, un escritor en las orillas (1993), pero su obra continúa ocupando, sin embargo, una categoría aparte en la literatura: la de un autor interesado no en cómo funciona la realidad en su ficción sino, por el contrario, en cómo impacta su ficción en la realidad. Ese giro, esa inversión, funda lo borgeano: no es lo real en la ficción sino la ficción en lo real. Borges solía escribir sobre cosas ficticias como si escribiera sobre cosas reales, al filo del ensayo apócrifo; en Tlön…, por seguir con el mismo ejemplo, encontramos una realidad ficcional –en la que, paradójicamente, los personajes llevan los nombres de Borges y Bioy Casares– invadida por un texto que refiere a algo de otro mundo que, sin embargo, parece existir en este.
El asunto de una literatura fantástica enfrentada a una literatura realista fue abordado por el propio Borges en una conferencia ofrecida en Montevideo el 2 de setiembre de 1949, reseñada por Emir Rodríguez Monegal en Borges. Una biografía literaria (1982) y por Oscar Brando en Fantasmas latinoamericanos(2004). Aquella vez, Borges cerró con una pregunta: “¿Nuestra vida pertenece al género real o al fantástico?”.
Otra característica distintiva de la obra de Borges –desarrollada por Ricardo Piglia en su clase sobre Borges dictada en la Televisión Pública Argentina, en 2013– es la coexistencia de dos corrientes a priori contrapuestas: por un lado, la tradición intelectual de su familia paterna y, por el otro, la familia materna de estancieros. “De un lado está el cuerpo, la barbarie, el deseo –dice Piglia– y del otro lado está la inteligencia, la biblioteca”. Si al grupo de la biblioteca corresponden muchos de los cuentos anteriormente citados, en la barbarie se inscriben La otra muerte, El hombre de la esquina rosada o El fin, entre otras crónicas de los bajos fondos, narraciones de gauchos y cuchilleros, donde corre el alcohol y la historia es épica.
Seguramente su literatura más cerebral y enciclopédica sea la que mejor ha resistido al tiempo, o al menos la que más relecturas ha suscitado, además de generar una descendencia notable. En el campo de la literatura son innumerables los grandes escritores que no existirían –o no serían los mismos– sin Borges, desde César Aira hasta Paul Auster, pasando por Philip K. Dick.
Hasta Thomas Pynchon, un escritor enciclopédico como Borges pero de producción opuesta, con novelas que suelen rondar las mil páginas, lo cita en El arcoíris de la gravedad (1973) y le atribuye un poema apócrifo.
En el cine pueden encontrarse referencias más o menos directas a lo borgeano: la cita final que pronuncia la máquina en Alpaville (1965), de Jean-Luc Godard, corresponde a Nueva refutación del tiempo; el argumento de La estrategia de la araña (1970), de Bernardo Bertolucci, está basado parcialmente en Tema del traidor y del héroe; y también es borgeana buena parte de la filmografía de uno de los directores de cine más interesantes de la industria actual, como Christopher Nolan, especialmente El origen (2010).