A 75 años de su muerte, la figura del autor de "El gran Gatsby" se reivindica gracias a una poderosa calidad literaria.
Considerado un consumado retratista de la frivolidad, muchas veces se olvida que también fue -por eso mismo- un certero profeta. Francis Scott Fitzgerald, el inquietante escritor estadounidense, autor de joyas como "Suave es la noche" y el reconocido "El gran Gatsby", conoció en sus cortos 44 años el carrusel de la existencia.
Entusiasta cronista de los años locos de Estados Unidos, esa gozadora etapa en la que los ricos se dedicaron con pasión a disfrutar de lo suyo, el escritor tuvo el privilegio de nacer en medio de todo eso, por lo que documentó esos días con el sabor del que estuvo ahí.
Sin embargo, por lo que el lugar común llama "las vueltas de la vida", después debió morder el polvo de la derrota y las necesidades. Tuvo que sobrevivir a duras penas a una poderosa riqueza que se fue.
De que disfrutó sus quince minutos, los disfrutó. Bebió buenos licores, vivió en medio de la holgura, llevó consigo a su señora, pero luego vino una caída estrepitosa. La hermosa música de la vida licensiosa un día, simplemente, dejó de sonar. Y cuando lo hizo, fue con ritmo de tragedia.
Fitzgerald no conocía ese mundo. Y buscó refugio en la escritura. Intentó hacerlo de la mejor manera, aunque la mayor de las veces sólo alcanzó a hacer lo que pudo. Sobre todo para alimentar el ritmo de vida que él mismo se había autoimpuesto.
Sobrevivió escribiendo, pero frente a sí mismo nunca construyó una imagen querible. Cuando en "El gran Gatsby" se lee "eran gente descuidada. Tom y Daisy destrozaban cosas y criaturas y después se refugiaban en su dinero o en su amplio descuido...y dejaban que los demás repararan el daño", no es más que un retrato de él y su esposa, la artista Zelda.
Ella, talentosa y llamada a ocupar un lugar destacado en las artes, optó por vivir a la sombra de su esposo y eso mismo marcó su escaso lucimiento. Si Francis Scott cayó fulminado por un ataque al corazón, en medio de un cuerpo dominado por el alcoholismo, ella murió encerrada en una clínica psiquiátrica pocos años después.
Sin embargo, la literatura -como el camino al cielo- está llena de buenas intenciones. Y una de las principales paradojas de quienes escriben es que, probablemente, no lo hagan en el momento correcto.
Su gran proyecto novelístico (el citado "Gatsby"), por ejemplo, mientras estuvo vivo no le significó ninguna ventaja económica. Fitzgerald debió seguir desarrollando relatos casi al por mayor para revistas y publicaciones periódicas, además de guiones para Hollywood. La dinámica fue, claramente, desgastante.
Muy amigo de Ernest Hemingway, el escritor de barba blanca sentía un genuino respeto por Fitzgerald, aunque la mayor parte de sus colegas lo miraban como el niño rico que ahora es pobre. "Siempre estaba tratando de trabajar. Día a día trataba y fracasaba", comentó alguna vez el autor de "El viejo y el mar".
Fitzgerald, en tanto, con absoluto sentido de la realidad, anotaba en su diario: "Si Ernest habla con la fuerza del éxito, yo hablo con la autoridad que da el fracaso".
Pero el presente se convirtió en éxito para Francis Scott. Hace algunos meses, por ejemplo, se descubrió un poderoso relato inédito del autor, que lo reivindica y lo vuelve a poner en el lugar destacado que se merece, recordando los 75 años de su muerte.
La sabrosa paradoja Fitzgerald es que -a la vuelta del camino- está cumpliendo la promesa de su brillante carrera. Con la autoridad que da ese delicado sonido del fracaso.