La publicación sobre el jefe de las Farc es autoría del escritor Jorge Rojas y está disponible al público desde este 1 de mayo, en la Feria del Libro de Bogotá. A continuación, el primer capítulo, titulado “Guerra y paz”.
Rodrigo Londoño nunca perdió su acento paisa pero ahora tiene una forma de hablar pausada y sencilla en la que repite las palabras para hacer énfasis en las ideas.
Piensa cada palabra antes de pronunciarla y revela una gran habilidad para la interlocución, detrás de la cual se nota la malicia guerrillera, la desconfianza propia de tantos años de guardar secretos, de compartimentar información, de vivir en la clandestinidad. Deja ver que es un hombre de ideas y convicciones, que ha recorrido su vida de manera consciente, con una sola línea trazada desde el comienzo: ser revolucionario.
Su aspecto es el de un abuelo joven, de mediana estatura, con una barba que hace parte de su personalidad, siempre con una ligera sonrisa en su rostro, que esgrime como un escudo para enfrentar su timidez. Lleva consigo el sobrepeso que le dejan los años del proceso de negociación.
Despliega inteligencia en asuntos de táctica y estrategia militar, destreza en el análisis político, no siempre recuerda fechas y nombres, pero tiene una suerte de memoria histórica para identificar hitos, situaciones, contextos, lugares y anécdotas que dejan un poco más de 40 años de militancia en la guerrilla de las FARC. Le cuesta mucho hablar en primera persona y, mucho más, hablar de sus asuntos personales.
En Timochenko todo gira alrededor de lo colectivo, el individuo está en función del otro en el sentido más simple, de los demás en el sentido más político. Primero la organización, el proyecto político, la tropa, la guerrillerada, las masas, el pueblo. Lo colectivo es toda una concepción del ser en la guerrilla de las FARC, el alma de las FARC, según explica Pastor Alape, otro de sus comandantes. Timoleón Jiménez no es urbano ni rural, es guerrillero.
Su origen es profundamente paisa, se remonta al eje cafetero, epicentro de la colonización antioqueña que se abrió paso desde mediados del siglo XIX en condiciones difíciles que “templan el espíritu y la resistencia”. De esa colonización surgieron pequeños caseríos que combinaban la arquitectura republicana con las casas de bahareque, guadua, esterilla y tejas de barro. Por las empinadas trochas de Caldas, Risaralda y Quindío llegaron los viejos jeeps trayendo familias y enseres y regresando repletos de café y plátano. A la orilla de los caminos, que llevaban a las veredas, se instalaron cantinas, fondas y “cafés” con músicas de antaño. Así surgieron municipios como La Tebaida y Quimbaya, enclavados en la cordillera central.
Por esos municipios cafeteros de la colonización antioqueña, transcurrieron los días de infancia de Timochenko, días de rebeldía, de continuas fugas de la casa paterna para desafiar la violencia y la autoridad que su papá ejercía a punta de rejo. Días de una muy temprana militancia en las juventudes comunistas. Días de lectura, de debates políticos, de tomar decisiones que habrían de ser para toda la vida. La entrevista intentó sin éxito una metodología que permitiera diferenciar en las líneas de tiempo al ser humano, al guerrillero y al político.
Al final todo confluye, el hombre, el guerrillero y el político en un ser revolucionario, así se define, así quiere que lo recuerden. No por la guerra, ni siquiera por la paz, mucho menos por haber sido el último comandante de una guerrilla que parecía infinita. Cree que su mando es un asunto circunstancial, una tarea más que le tocó asumir después de la muerte de Alfonso Cano.
Timochenko recuerda con respeto, gratitud y admiración a Marulanda, cita con frecuencia las enseñanzas de Jacobo Arenas, reconoce el liderazgo político de Cano, subraya que fue Pablo Catatumbo la persona que le enseñó la clave para ser guerrillero y no morir en el intento. Jamás fue detenido, nunca resultó herido en combate y prefiere no hablar de su participación en acciones armadas, ni en las tácticas para romper cercos y eludir bombardeos.
Prefiere hablar de la política, de la “acción de masas”, del estudio como fundamento del debate de las ideas. Los combates son una parte ínfima de la vida guerrillera, dice y subraya que cuando hay que ir al combate hay que hacerlo con responsabilidad, entendiendo que el éxito de toda acción militar no es el número de bajas, ni los resultados operativos, sino los efectos políticos.
Reconoce errores de las FARC en la conducción de la guerra, atropellos y arbitrariedades propias de una confrontación tan prolongada y sostiene que el perdón que pide como comandante de la guerrilla a las víctimas es un acto sincero que busca la reconciliación desde el respeto y la solemnidad.
Narra hechos desconocidos de su militancia guerrillera y advierte que nunca en una entrevista había revelado algunas de esas historias. Cuenta su experiencia como practicante de enfermería en hospitales y clínicas de Bogotá, en el marco de su formación clandestina como enfermero de guerra, revela cómo le salvó la vida a Jorge Briceño (Mono Jojoy) cuando parecía que iba a morir de un paludismo crónico.
Guarda en su memoria la reunión que sostuvo con el expresidente Carlos Lleras Restrepo, cuando el Secretariado de las FARC le encomendó la tarea de ir a Bogotá a presentar una propuesta de paz para el gobierno del entonces presidente Julio César Turbay Ayala (“fue la única vez en mi vida que me puse una corbata”).
Timochenko accede a contestar preguntas sobre temas difíciles como el machismo y la población LGBTI dentro de las FARC, la disidencia de Gentil Duarte y demás guerrilleros que no aceptaron el Acuerdo, la prisión en Estados Unidos de Simón Trinidad.
Timochenko cuenta cómo vivió el momento en que las FARC decidían si iban o no hacia una negociación con el Gobierno después de la muerte de Cano y el recuerdo en la noche previa de esa decisión, de la frase que le repitió muchas veces Marulanda: “Entre más se prolongue la confrontación, las heridas van a ser más profundas y más difíciles de sanar”. Habla de Santos como un hombre frío, que provoca desconfianza, pero reconoce que tuvo el valor de abrir la puerta del diálogo y el camino del acuerdo. Revive el día que lo conoció en La Habana y sostiene que no es un traidor de su clase, que, por el contrario, le ayudó a su clase a resolver un problema que otros líderes no fueron capaces de solucionar durante muchos años.
Revela que la muerte de Cano coincidió con un momento en el que, sospechosamente, el gobierno ponía todos los obstáculos para que la delegación de plenipotenciarios de las FARC, encabezada por Mauricio Jaramillo, pudiera salir del Guaviare rumbo a La Habana al primer diálogo exploratorio. “Era como si estuvieran esperando propinar ese golpe para iniciar el diálogo” sugiere Timochenko. Recuerda que le dijo en Cartagena al presidente Santos que “la muerte de Cano nunca debió haberse dado” y se declara a la expectativa de una conversación entre los dos que le prometió el presidente Santos “para decirse unas verdades”.
¿Y qué sentido tiene escudriñar los orígenes del hombre que condujo a las FARC a firmar un acuerdo de paz con el gobierno? ¿Acaso no basta con saber que los guerrilleros son “asesinos, terroristas y narcotraficantes” y que esa verdad de la guerra ya está instalada en la memoria de un país que ha padecido un conflicto armado por más de cincuenta años? ¿Se necesita saber más alrededor de una historia que fue contada cada día, una y otra vez, por los grandes medios de comunicación como la verdad verdadera de la guerra? ¿Podemos preguntar qué saben las FARC del país y que conoce el país de las FARC, sin la polarización del conflicto y desmontando un lenguaje que, de lado y lado contribuyó a esa guerra?
Yo creo que sí, que es necesario volver a los orígenes de esta guerrilla que se desarma, revivir su historia, escudriñar su identidad, preguntarle a su jefe máximo por qué se fueron los guerrilleros para el monte, por qué lucharon, por qué murieron, por qué mataron, qué país quieren, qué opinan, qué proponen.
Claro, sobre el jefe de las FARC hay 16 condenas por homicidio, secuestro, toma de rehenes, desplazamiento forzoso y reclutamiento de niños, enfrenta 182 procesos judiciales, tiene 141 órdenes de captura y 53 medidas de aseguramiento. Es una realidad judicial de años de permanencia en una guerrilla que enfrentó al Estado, que se levantó en armas contra sus instituciones y leyes y que, en muchas ocasiones, infringió gravemente las normas del derecho internacional humanitario.
En esas y otras conductas delictivas están inmersos los líderes de la guerrilla y por esas conductas deben responder en el marco de la Jurisdicción Especial para la Paz, como nunca antes se hizo en procesos de paz en Colombia. Y a esa justicia deben someterse los guerrilleros que cometieron crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad. A esa justicia también deben comparecer los militares, policías, civiles que participaron en hechos de barbarie contra la población civil y que violaron gravemente los derechos humanos con ocasión del conflicto armado. De eso se trata la justicia transicional, de garantizar un camino para lograr la paz. Una paz sin impunidad, claro. Pero también una paz con verdad para la sociedad, reparación para las víctimas y, sobre todo, garantías para que nunca más se repita la tragedia.
Durante medio siglo Colombia estuvo inmersa en una especie de remolino, girando alrededor de una guerra que no se ganaba militarmente pero que tampoco se resolvía por la vía de la negociación. Y por primera vez en cincuenta años se rompió ese círculo vicioso, por primera vez se logró un acuerdo con las FARC en un país, tan escéptico como incrédulo.
El cese al fuego y de hostilidades es definitivo y ha logrado reducir considerablemente el número de víctimas. El país observó grandes columnas de combatientes en marcha hacia las zonas veredales de transición y normalización, avanzar hacia la dejación de armas y desmontar toda una máquina de guerra.
Esa guerrilla en tránsito hacia un partido político sin armas ya es una realidad en Colombia. Timochenko es su principal líder y sobre él y los demás integrantes de las FARC hay una gran responsabilidad en este esfuerzo por superar, de una vez por todas, un conflicto armado tan prolongado como anacrónico.
¿Podemos escuchar las otras voces, conocer la palabra de quienes tomaron la decisión de abandonar la guerra? ¿Podemos conocernos y reconocernos en el otro y en la otra en estos tiempos de construcción de paz?
Para mí no es fácil. En la investigación para este libro descubrí que Marulanda tuvo que ver con el atentado que casi acaba con la vida de mi padre y que mi padre estuvo inmerso en acciones armadas contra la guerrilla liberal, por allá a mediados del siglo pasado.
Aún hay muchos odios acumulados y muchas prevenciones. Pero, como ocurre siempre que se acaba una guerra, brotan los relatos, las historias desconocidas, emergen los seres humanos que están detrás del silencio de tantos años. Entonces se confirma en Colombia la sentencia tantas veces dicha, tantas veces ignorada, según la cual “la primera víctima de una guerra es la verdad”.
En la sociedad hay muchas diferencias con quienes empuñaron las armas, es cierto. Eso no es obstáculo para conocer a sus protagonistas, de ambos bandos (y los demás), para saber qué pasó y cómo fue. Será otra forma de conocernos como colombianos que hemos sido, como colombianos que queremos ser. Es muy probable que las narrativas de la guerra sacudan el periodismo y la literatura en tiempos de verdad y paz.
Ojalá que se acabe esta guerra, a ver si me puedo morir en paz”, atinó a decirme un hombre viejo que había padecido todas las tragedias con su familia, por allá en Ituango, en Antioquia. Estaba sentado en una butaca, en el corredor de su casa, frente a una montaña por la que “he visto bajar muchos muertos”. “Ojalá dejemos de sufrir tanto” me dijo mirando la montaña. “Ojalá que Timochenko sea el último guerrillero”, me dijo mirándome...