La idea de que el cuerpo se puede curar a sí mismo atrae a muchos y el libro "Comer para sanar" explica el método a los interesados.
Estamos en un momento decisivo en la lucha contra las enfermedades. Todos tenemos una oportunidad inmensa de tomar el control de nuestra vida y aprovechar los alimentos para transformar nuestra salud. Puedes tomar decisiones sobre qué comer y qué beber basadas en evidencia científica recabada a partir del análisis de alimentos con los mismos sistemas y métodos utilizados para descubrir y desarrollar medicamentos. Los datos que generamos cuando estudiamos los alimentos como si fueran medicinas muestran claramente que los primeros pueden influir en nuestra salud de manera específica y beneficiosa.
Empezaré con un poco sobre mí. Soy médico, especialista en medicina interna y también investigador científico. En la universidad estudié bioquímica (ahora llamada biología molecular y celular) y pasé la primera parte de mi carrera inmerso en el mundo de la biotecnología. Durante los últimos 20 años he sido director de la Fundación de Angiogénesis, organización sin fines de lucro que cofundé en 1994 con una única misión: mejorar la salud global al enfocarme en un “común denominador” que comparten muchas enfermedades: la angiogénesis, el proceso que sigue nuestro cuerpo para generar nuevos vasos sanguíneos.
Como científico, encontrar denominadores comunes en las enfermedades ha sido durante mucho tiempo mi interés y mi pasión. La mayoría de las investigaciones médicas se dedican a explorar la individualidad de la enfermedad, aquello que distingue una enfermedad de otra, como vía para encontrar su cura. Mi enfoque es totalmente el opuesto. Al buscar los elementos en común de muchas enfermedades y preguntarme si en conjunto, podrían llevar a nuevos tratamientos, descubrí que es posible ver avances no sólo en una enfermedad, sino en muchas al mismo tiempo.
Al inicio de mi carrera elegí estudiar la angiogénesis. Los vasos sanguíneos son esenciales para la salud porque llevan oxígeno y nutrientes a cada célula de tu cuerpo. Mi mentor, Judah Folkman, brillante cirujano y científico de Harvard, fue quien consideró por vez primera que atacar los vasos sanguíneos anormales que estimulan el cáncer podría ser una nueva forma de tratar la enfermedad. La angiogénesis fallida no es sólo un problema en el cáncer, sino un común denominador en más de 70 enfermedades diferentes, incluidos los principales asesinos del mundo: cardiopatía, infarto, diabetes, enfermedad de Alzheimer, obesidad y más. En 1993 tuve una intuición: ¿y si controlar el desarrollo de los vasos sanguíneos pudiera ser un modo singular de tratar todas esas enfermedades graves?
Durante los últimos 25 años, junto con una lista impresionante de colegas y colaboradores, la Fundación de Angiogénesis ha hecho precisamente esa labor. Hemos coordinado investigaciones y defendido nuevos tratamientos que adoptan ese planteamiento de común denominador. Hemos trabajado con más de 300 de los mejores científicos y médicos clínicos de Norteamérica, Europa, Asia, Australia y Latinoamérica; más de 100 empresas innovadoras en biotecnología, equipo médico, imagenología y tecnologías de diagnóstico, así como líderes visionarios de los institutos nacionales de Salud, la Administración de Alimentos y Medicamentos y asociaciones médicas importantes de todo el mundo.
Hemos tenido mucho éxito. Al coordinar los esfuerzos conjuntos se creó un nuevo campo de la medicina llamado terapia de angiogénesis. Algunos tratamientos innovadores evitan que los vasos sanguíneos crezcan en tejidos enfermos, como en el caso del cáncer o enfermedades que provocan ceguera, como la degeneración macular neovascular relacionada con la edad y la retinopatía diabética. Otros tratamientos que han cambiado la práctica médica estimulan la creación de nuevos vasos sanguíneos para sanar los tejidos vitales, como en las úlceras diabéticas y venosas en las piernas. Hoy en día, hay más de 32 medicamentos aprobados por la FDA, equipo médico y productos de tejidos basados en la angiogénesis.
Tales tratamientos, que alguna vez fueron meras ideas, se han convertido en los nuevos estándares del cuidado oncológico, la oftalmología y el cuidado de las heridas, ayudando a pacientes a vivir más y mejor. Incluso hemos trabajado con veterinarios y desarrollado nuevos tratamientos que ayudan a salvar la vida de mascotas, delfines, corales, reptiles, un rinoceronte y un oso polar. Estoy orgulloso de ser parte de estos avances, y, dado que hay más de 1 500 estudios clínicos sobre angiogénesis, seguramente vendrán muchos más.
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No obstante, a pesar de todo el éxito, el hecho funesto es que los índices de nuevas enfermedades están por los cielos. Las principales amenazas para la salud de la población mundial son las enfermedades no transmisibles, entre las cuales se encuentran el cáncer, la cardiopatía, el infarto, la diabetes, la obesidad y las enfermedades neurodegenerativas. Todos conocemos a alguien que ha sufrido o sucumbido ante alguna de ellas. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (oms), la enfermedad cardiovascular mató a 17.7 millones de personas en 2015, el cáncer a 8.8 millones y la diabetes a 1.8 millones.
Aun con tratamientos vanguardistas impresionantes y estímulos de la fda, el tratamiento de las enfermedades por sí solo no es una solución sustentable para enfermedades no transmisibles, en parte por el costo estratosférico de los nuevos medicamentos. Puede costar más de 2 mil millones de dólares desarrollar un solo medicamento de biotecnología. El costo de utilizar algunos de los últimos medicamentos después de que reciban la aprobación de la fda es agobiante; en algunos casos, varía entre 200 mil y más de 900 mil dólares al año. Dado que muy poca gente puede costear esos precios, los tratamientos más avanzados no llegan a quienes los necesitan, mientras que la población adulta y anciana sigue enfermándose.
Los tratamientos con medicinas no pueden mantenernos sanos por sí solos. La pregunta, entonces, es cómo podemos hacer una mejor labor preventiva antes de tener que curar una enfermedad. La respuesta moderna: la alimentación. Todos los médicos saben que una mala alimentación se vincula con enfermedades que pudieron prevenirse, y la dieta se ha vuelto un tema de cada vez mayor relevancia dentro de la comunidad médica. Algunas escuelas de medicina vanguardistas han añadido clases de cocina a su temario. La comida es de fácil acceso y las intervenciones alimentarias no se enfocan en tratamientos farmacológicos caros.
No muchos médicos saben cómo hablar con sus pacientes de lo que es una dieta saludable. No es su culpa, sino un efecto secundario de la escasa educación nutricional que reciben. De acuerdo con David Eisenberg, profesor de la Escuela de Salud Pública T. H. Chan en Harvard, en Estados Unidos, tan sólo una de cada cinco escuelas de medicina tiene para sus estudiantes un curso de nutrición obligatorio. En promedio, las escuelas de medicina ofrecen sólo 19 horas de estudio sobre nutrición, y para los médicos ya practicantes hay pocas clases sobre el tema en educación continua de posgrado.
El complemento de este problema es que las distintas ramas de la ciencia que estudian la alimentación y la salud trabajan de forma independiente por tradición, es decir, como campos aislados. Los técnicos en alimentación estudian las propiedades químicas y físicas de las sustancias comestibles; los investigadores de la ciencia de la vida, los organismos vivos, incluidos los humanos; los epidemiólogos, poblaciones reales. Cada campo aporta ideas y perspectivas importantes, pero rara vez convergen para responder preguntas prácticas sobre qué alimentos y bebidas podrían ser beneficiosas para la salud en el cuerpo humano y en qué cantidades, y qué contiene un alimento específico que provoque este efecto.
Lo que esto implica para ti es que tu médico, a pesar de tener grandes habilidades y un conocimiento invaluable sobre medicina, tal vez no sea muy elocuente al momento de aconsejarte qué comer para que tu salud venza a la enfermedad.
En mi práctica médica experimenté de primera mano las ramificaciones de esto. Cuando cuidaba pacientes mayores en un hospital para veteranos, muchas veces me preguntaba qué les había ocurrido a sus cuerpos. Estos pacientes, en su mayoría hombres, habían sido especímenes de perfecta salud, guerreros que entrenaban para pelear por su país; sin embargo, para cuando yo los veía, décadas más tarde, solían tener sobrepeso, si es que no eran obesos, diabéticos, asolados por enfermedades cardiacas y pulmonares terribles, o a veces cáncer.
Como su médico, les daba la noticia de un diagnóstico terrible. Me preguntaban: “¿Qué tan malo es?” “¿Cuál es el tratamiento?” “¿Cuánto me queda de vida?” Yo les daba mi mejor cálculo. Luego, al salir de mi consultorio, casi invariablemente me preguntaban: “Doctor, ¿hay algo que pueda comer y que me ayude?”
No tenía una respuesta a esa pregunta porque no tenía la educación ni el entrenamiento necesarios para responder. Me pareció mal, así que empecé mi viaje hacia esas respuestas, las cuales me llevaron a escribir este libro.