aunque muchas marcas se han abanderado con causas como el feminismo y la sustentabilidad, detrás de los escaparates las cosas no son tan claras.
Las grandes marcas parecen haber entendido –y no precisamente para bien– que no es suficiente con vendernos un producto. Tampoco es suficiente con prometer que ese producto nos va a hacer más felices, más exitosos, más bellos, más ricos. Hoy, la publicidad quiere que creamos también que, además de “darnos” todo lo anterior, consumir nos hace pertenecer a una causa.
Piense en esto: usted entra a un H&M, se encuentra con la línea Conscious–la colección hecha con materiales reciclados y orgánicos, con la que la marca sueca quiere demostrar su compromiso con el planeta– y compra una camiseta a un precio cómodo. Luego, sube una foto a Instagram, con la prenda puesta y, posiblemente, con alguna etiqueta como #ModaSostenible.
Luego, usted comparte en sus redes sociales uno de los emotivos videos en los que Nike suele reunir a las mejores atletas del mundo –entre ellas el símbolo del feminismo, la tenista Serena Williams– haciendo lo que mejor saben hacer, para decirle al género femenino “Atrévete a soñar con locura”, “¡Just Do it!”. Usted considera que es un bello mensaje de empoderamiento que todas deberíamos ver. ¿Qué hay de malo en eso? Se preguntará. ¿Qué hay de malo en que todos sepan que está a favor de estas causas? Usar una camiseta o compartir un post no le hace daño a nadie. El mensaje no es malo, desde luego. El problema es quién está detrás de la publicidad que intenta maquillar, con buenas causas, la verdad que sostiene el negocio de la moda.
¿Quién hace la ropa?
La fabricación de prendas se ha convertido en un negocio mundial de más de 3 billones de dólares que produce más de 80 mil millones de prendas al año, según Greenpeace. Su crecimiento en las últimas décadas se debe principalmente a cambios estructurales en las cadenas de valor con un enfoque claro: la reducción de costos para poder vender a precios excesivamente bajos. El resultado: hoy compramos un 400% más de ropa que hace 20 años; las marcas producen y venden más, mientras nosotros llenamos nuestros armarios con ropa “a la moda” que podemos pagar.
Si nos ponemos a pensar en cuando éramos niños, solíamos estrenar solo en ocasiones especiales: Navidad, Año Nuevo, el cumpleaños. Ahora, cada fin de semana estamos dispuestos a comprar una camisa solo para irnos de fiesta. Y es probable que no la volvamos a usar.
Una de las estrategias que utilizaron estas compañías –entre las que se encuentran las reinas del fast fashion: H&M, Primark, Forever 21 e Inditex– para mantener los costos bajos fue desplazar su producción a países con una mano de obra barata. La clave aquí es el outsourcing, es decir, la subcontratación. De esta manera, las marcas no firman contratos directos con los empleados sino con proveedores, y, por lo tanto, no se hacen responsables por sus condiciones de trabajo.
Las fábricas de confección que proliferan en países como China, Bangladesh, Indonesia, Sri Lanka, Vietnam, Camboya y Corea son a menudo llamados “Talleres de explotación”. En estos lugares, el salario mínimo no es suficiente para llevar una vida digna –menos de dos dólares al día–, las jornadas de trabajo superan las 12 horas, existe toda clase de violaciones a los derechos humanos y no hay garantías que protejan la vida de los trabajadores, que, en su mayoría –más de un 80%– son mujeres entre los 18 y los 35 años.
El planeta paga un precio alto
La industria de la moda se ha convertido en la más contaminante del planeta, superada solo por el petróleo. De los 400 billones de metros cuadrados de textiles que se producen al año, 60 billones acaban siendo desperdicio. Cada segundo, un camión de basura lleno de esa ropa desechada es quemado, según la Fundación Ellen MacArthur.
Si retrocedemos la mirada un poco más, nos encontramos con que, al ser el algodón la fibra natural más utilizada en la industria textil, las cantidades de agua requeridas son exorbitantes. Para hacer una sola camisa de este material, WWF estima que se necesitan alrededor de 2.700 litros de agua, lo que podría llegar a beber una persona en un periodo de tres años.
Sin contar con que el 17% de la contaminación del agua –según señaló The Guardian en el 2012– proviene del teñido y tratamiento de textiles. Unos 8.000 productos químicos sintéticos se utilizan para convertir la materia prima en productos finalizados, que terminan afectando el medio ambiente y la salud humana.
¿Podría usar unas zapatillas Nike y sentirse feminista, cuando seguramente fueron confeccionadas por una mujer en un país de extrema pobreza, que está siendo explotada laboralmente? ¿O un vestido hecho con textil reciclado de H&M, cuando solo el 1% del total de su producción proviene de fibras recicladas?
“Hay una necesidad muy grande de las marcas de decirle a sus consumidores ‘lo estamos haciendo bien, más ecológico, más justo’, pero, ¿realmente lo están haciendo? O es una estrategia para acaparar un mercado que empieza a exigir políticas transparentes. El tema de la moda sostenible y responsable se está convirtiendo en un negocio en sí mismo. La realidad es que son marcas de consumo masivo y difícilmente van a lograr ser sostenibles”, afirma Ana López, creadora de Waliruu, un colectivo colombiano de moda consciente y marcas con sello ecológico.
No sirve la publicidad cuando la realidad es otra. Aun así, es posible que, igual, compremos las zapatillas y el vestido, y eso nos hace parte del problema.
“Es casi una utopía decir que estas compañías van a llegar a ser completamente sostenibles. Sin embargo, hay que aplaudir cualquier esfuerzo que hagan, porque son estas las que tienen la tecnología para desarrollar cambios en los procesos y las que tienen el dinero para hacer investigación y desarrollo. Lo que es peligroso es que, por este tipo de campañas, las personas se convenzan de que está bien comprar ciertas marcas y de forma desmesurada. Hay una responsabilidad de parte y parte. Las personas deben aprender a consumir con mejor criterio”, explica Angélica Salazar, coordinadora de Fashion Revolution Colombia.
¿Por qué nos ha seducido el fast fashion?
Recolecto toda la información que necesito para este artículo y una urgencia se me instala en la cabeza. Voy directo al armario y comienzo a buscar las etiquetas de mi ropa. Algunas, ya desgastadas por los lavados, son ilegibles; otras, comienzan a arrojarme los datos que tanto temo: made in Bangladesh, made in China, made in Camboya. Leo Zara, Forever 21, H&M en todas ellas. Se me atraviesa en la búsqueda un vestido que encontré en un mercado de segunda y unos pantalones que compré hace poco de Seven and Seven–marca colombiana–. De resto, más y más H&M.
Me siento mal, porque hace unos seis años, cuando viajé a Inglaterra a aprender inglés, me enloquecí con H&M. Cada mes, separaba lo justo para pagar el arriendo, la comida y un par de salidas, y lo demás lo destinada a comprar allí. Y en Primark. No es que lo necesitara, no es que estuviera antojada de algo en particular, yo solo iba a la tienda a pasear. Tomaba todo lo que mis brazos pudieran cargar y me metía por horas a los probadores a medirme prendas y sumar precios para saber cuántas podía llevar. Por lo general, eran bastantes. Y no es que tuviera mucho dinero. Ahí estaba la magia.
El valor de estrenar y lucir diferente a través de la ropa que usamos es algo que está muy arraigado en nuestra cultura. Con su lema de “democratizar la moda” el fast fashion permitió que las clases medias y bajas accedieran a las últimas tendencias de la moda, un lujo históricamente reservado para quienes tuvieran el dinero para pagarlas. “El fast fashion nos ha puesto a todos en un mismo plano. No necesariamente con las mismas marcas ni con los mismos precios, pero ahora es posible que estéticamente podamos lucir igual”, señala López.
La pregunta que me hago en este punto es si esas prendas que compré en H&M, casi por deporte, sí me dieron una satisfacción lo suficientemente duradera para justificar la historia que se esconde tras su fabricación. La respuesta, claramente, es no.
El problema es que, definitivamente, me gusta la ropa, y no quisiera que esos pantalones que adquirí hace unos días sean la última compra que haga en la vida. La buena noticia es que no tiene porqué serlo. Pero si quiero contribuir con algo, debo cambiar mis hábitos de consumo. Todos debemos hacerlo.
Consumir ropa de manera responsable
Antes de comprar, lo primero que debemos preguntarnos es si realmente lo necesitamos. ¿Cuántas veces nos encontramos con una blusa abandonada en un rincón del armario que ni siquiera recordábamos que teníamos? “Con la ropa debemos pasar de ser consumidores a propietarios” afirma, Salazar. Este ejercicio implica ser buenos administradores: abrir el clóset, identificar cuánta ropa tengo, de qué marcas, de qué materiales, para qué ocasiones. “Afianzar la relación con las prendas que ya tenemos nos dará criterios a la hora de decidir qué es lo que realmente necesitamos”.
Adquirir una nueva prenda debe ser visto como una inversión. “Piense en dónde quiere que termine su dinero –resalta Salazar–. Desde Fashion Revolution siempre instamos a las personas a preguntarse ‘¿quién hizo mi ropa?’. Hay que mirar la etiqueta, la procedencia, indagar sobre las marcas en Internet, hacer preguntas a los dueños, si es necesario, y aprovechar las redes sociales para interactuar con ellos. Comprar es darle un voto a la compañía”.
La forma alternativa de consumir en este momento es la segunda mano. El mercado de ropa usada está creciendo un 15% cada año, según un informe de ThredUP. “Cuando tú desechas estás generando una huella ambiental. Alargar la vida de la ropa es lo que va a contribuir sustancialmente a solucionar el problema que nos ha traído hasta aquí”, señala Ana Jiménez, country manager de GoTrendier, una de las aplicaciones de compraventa de moda de segunda que más éxito ha tenido en América Latina. Con más de dos millones de usuarios, en sus dos años de funcionamiento en Colombia, ha evitado 1.500 toneladas de emisiones de CO2.
Y es que la propuesta es atractiva. Tengo la posibilidad de comprar ropa a precios económicos y, a la vez, puedo vender la que ya no uso. Compro barato, vendo y recupero una parte de la inversión y, además, reduzco la huella ambiental.
“La última decisión que las personas deberían considerar sobre una prenda es tirarla a la basura. Hay muchas formas de reúso. Están las plataformas como la nuestra, pero también hay otras opciones como intercambiar ropa con las amigas, donar, regalar y hasta poner en marcha nuestra imaginación para repararla y darle otro aspecto”, concluye Jiménez.
Finalmente, debemos prestar atención a la moda nacional. Propuestas como Waliruu, dedicadas a rastrear lo que la industria está haciendo en materia de moda sostenible son muy útiles. “En Colombia apenas estamos gateando en el tema. Pero ya existen marcas que han ido más allá para conocer y responsabilizarse por toda la cadena de suministros que hay detrás; empiezan a romper con los estereotipos del sistema moda tradicional”, termina López.