El descubrimiento de que el cerebro, a través del nervio vago, regula la inflamación de distintos órganos del cuerpo, interactuando con el sistema inmunitario, podría ser la respuesta contra la artritis.
Por eleconomista.com.mx. Cuando Maria Vrind, una ex gimnasta, vio que sólo si se acostaba con los pies en alto podía ponerse los calcetines por la mañana, tuvo que aceptar que había llegado a un punto crítico. “Mi cuerpo se había agarrotado tanto que no podía tenerme en pie”, dice. “Fue un shock, porque yo siempre he sido una persona muy activa”.
Era 1993, Vrind tenía 44 años y trabajaba como entrenadora de atletismo y cuidadora de personas discapacitadas, pero su estado físico empezó a condicionarle la vida. “Tuve que dejar mis trabajos y buscar otro a medida que crecía mi propia incapacidad”. Siete años después, cuando por fin le dieron un diagnóstico, sufría enormes dolores y ya no podía caminar. Le ardían, entre inflamaciones, las rodillas, los tobillos, las muñecas, los codos y las articulaciones de los hombros.
Se trataba de artritis reumatoide, un trastorno autoinmune común, pero incurable, mediante el cual el cuerpo ataca a sus propias células, en este caso al revestimiento de las articulaciones, causando inflamación crónica y la deformidad de los huesos.
Las salas de espera de los centros donde se trata la artritis reumatoide solían llenarse de gente en silla de ruedas. Hoy son menos habituales gracias a la ayuda de los medicamentos biofarmacéuticos, como las proteínas de ingeniería genética, que actúan sólo en zonas localizadas. No todo el mundo se siente mejor, sin embargo. Incluso en aquellos países con una sanidad más avanzada, al menos 50% de los pacientes sigue presentando síntomas.
Como a tantos otros pacientes, a Vrind le han administrado distintos fármacos, incluyendo analgésicos, metotexato -un producto usado para el cáncer- y medicamentos biofarmacéuticos que bloquean la producción de proteínas inflamatorias específicas. Estos fármacos hicieron bastante bien su trabajo, al menos hasta el 2011, cuando un día dejaron de ser eficaces.
Mientras ella se resignaba a la minusvalía y a la quimioterapia mensual, se estaba gestando un nuevo tratamiento que vendría a desafiar nuestra percepción sobre cómo el cerebro y el cuerpo interactúan para controlar el sistema nervioso. Se trataba de un nuevo enfoque en el tratamiento de la artritis reumatoide y otras enfermedades autoinmunes que utilizaba el sistema.
Como tantas grandes ideas, surgió donde menos se esperaba.
El cazador de nervios
Kevin Tracey, neurocirujano afincado en Nueva York, relató sus motivaciones para convertirse en cirujano cerebral.
“Mi madre murió de un tumor cerebral cuando yo tenía cinco años. Fue algo repentino, inesperado”, dice. Más tarde, durante sus prácticas en el hospital, se ocupó de una paciente con quemaduras graves que de repente sufrió una inflamación severa. “Era una niña de 11 meses, Janice. Murió en mis brazos”, recuerda.
Estas experiencias traumáticas hicieron de él un neurocirujano intrigado por la inflamación.
A finales de los 90, Tracey hacía diferentes experimentos con el cerebro de una rata.
“Habíamos inyectado un fármaco antiinflamatorio en el cerebro, porque estudiábamos los beneficios de bloquear la inflamación durante un derrame (...) Nos sorprendió comprobar que cuando el fármaco estaba en el cerebro, también bloqueaba la inflamación en el bazo y otros órganos del cuerpo”.
Después de meses de desconcierto, dio por fin con la idea de que el cerebro podría estar usando el sistema nervioso -en concreto el nervio vago- para decirle al bazo que apagara la inflamación en todas partes.
Era una idea increíble. Si Tracey estaba en lo cierto, el cerebro regulaba directamente la inflamación en los tejidos del cuerpo. Siempre se había considerado imposible la comunicación entre las células especializadas del sistema inmunitario en nuestros órganos y nuestra corriente sanguínea y las conexiones eléctricas del sistema nervioso.
Tracey parecía estar descubriendo que los dos sistemas estaban íntimamente relacionados.
Lo primero para probar esta apasionante hipótesis era cortar el nervio vago. Cuando Tracey y su equipo lo hicieron, la inyección de fármaco antiinflamatorio en el cerebro dejó de tener efectos en el resto del cuerpo. La segunda prueba consistía en estimular el nervio sin ningún fármaco en el sistema. “Es lo que hicimos y ése fue el gran descubrimiento”.
El nervio errante
El nervio vago comienza en el bulbo raquídeo, justo detrás de las orejas, y baja por el pecho hasta el abdomen. Vagus en latín significa errante, y no hay duda de que este manojo de fibras nerviosas vaga por el cuerpo, conectando el cerebro con el estómago y el tracto digestivo, los pulmones, el bazo, los intestinos, el hígado y los riñones, por no hablar de tantos otros nervios involucrados en el habla, el contacto visual, las expresiones faciales e incluso nuestra capacidad para sintonizar con la voz de los otros.
Pero no todos los nervios vagos son iguales: hay personas que tienen una actividad vagal mayor, lo que hace que sus cuerpos tarden menos en relajarse tras una situación de estrés.
Los estudios demuestran que un tono vagal alto ayuda a nuestro cuerpo a regular mejor los niveles de glucosa en la sangre, reduciendo el riesgo de diabetes, derrames y enfermedades cardiovasculares. Un tono vagal bajo se asocia a inflamaciones crónicas.
La inflamación, que es parte del sistema inmunitario, ayuda a que el cuerpo sane después de una lesión, por ejemplo, pero puede dañar órganos y vasos sanguíneos si dura más de lo necesario.
Una de las funciones del nervio vago es reajustar el sistema inmunitario e interrumpir la producción de proteínas que alimentan la inflamación. Un tono vagal bajo implica una regulación menos eficaz y una inflamación que puede ser excesiva, como en el caso de Maria Vrind, o como el síndrome que mató a la pequeña Janice.
El hackeo en forma
Ser capaces de mejorar el tono vagal de una manera sencilla y económica, aliviando así importantes problemas de salud como las enfermedades cardiovasculares y la diabetes, tendría enormes implicaciones y el potencial para cambiar de arriba a abajo nuestra percepción de las enfermedades. Si nuestro médico de cabecera pudiera medir nuestro tono vagal con la misma facilidad con que mide nuestra presión sanguínea, por ejemplo, sería muy sencillo prescribir un tratamiento para mejorarlo. Quizá pronto usemos dispositivos para tratar enfermedades que hoy se controlan con fármacos.