El desafío decisivo para las grandes potencias, dice el historiador John Lewis Gaddis, es perfeccionar la “alineación de aspiraciones potencialmente infinitas con capacidades necesariamente limitadas.” Todos los gobiernos del mundo enfrentan complejos desafíos en materia de seguridad. Lamentablemente, en México ni siquiera estamos en la fase de “alinear aspiraciones con capacidades” como sugiere Gaddis. En México la seguridad no es una prioridad ni ha existido la menor intención de construir un sistema de justicia idóneo y compatible con las circunstancias y necesidades del país.
El meollo de películas y series televisivas como Presunto culpable y, más recientemente, El caso Cassez-Vallarta, constituye una verdadera y documentada inculpación de todo el aparato de seguridad y justicia del país. Lo que ahí se describe es un sistema de procuración de justicia politizado y sin estructuras idóneas para su (supuesta) misión: se acusa pero no se investiga; se violan los derechos de la víctimas y de los victimarios; se usan métodos ilegales e incivilizados, como la tortura, para extraer confesiones; y los jueces tienden a seguir la orientación de los ministerios públicos (que no investigan). A nadie le importan las víctimas, en tanto que los inculpados, sean culpables o no, pueden pasar décadas sin ser sentenciados o puestos en libertad. En una palabra, la justicia es absolutamente inexistente.
Lo mismo ocurre en materia de seguridad: las policías, con mínimas excepciones, no son profesionales ni han sido formadas para velar por la seguridad de la población. Mucho más importante, la visión que ha imperado es heredera directa del viejo sistema político autoritario del siglo XX y que nunca se reformó. En lugar de reformar (o, realmente, crear) un sistema de seguridad, se recurrió al único activo en manos del Estado mexicano, el ejército, para tapar el sol con un dedo, eso desde hace más de medio siglo.
El punto es muy simple: el sistema político se fue institucionalizando a lo largo del siglo XX, pero nunca desarrolló pesos y contrapesos o instituciones calificadas para hacer posible una gobernanza eficaz. No se hizo por dos razones: la más obvia, porque el verdadero objetivo era el control centralizado del poder desde la presidencia. En el asunto de seguridad y justicia, lo que mantenía al país en relativa calma era el enorme poder del gobierno federal y sus tentáculos a través del PRI y de fuerzas de control como la Dirección Federal de Seguridad, cuyo objetivo era mantener el control, no el desarrollo de una sociedad estable, segura y próspera.
El país fue creciendo, la sociedad se fue diversificando, la economía se liberalizaba y el sistema político se democratizaba, pero la seguridad y la justicia quedaron rezagadas, junto con (casi) todo el aparato del Estado. A partir de los noventa, hubo algunos proyectos de reforma del aparato de seguridad, pero nunca llegaron a cuajar, en parte porque no eran prioridad y, quizá más al punto, porque la competencia política y, eventualmente, la alternancia de partidos en la presidencia, impidió que los círculos políticos comprendieran el contexto cambiante en que evolucionaba la problemática de seguridad. Aunque se multiplicaban los secuestros y crecía la criminalidad, la prioridad de la sociedad mexicana -y, ciertamente, de sus gobernantes- estaba en otro lado.
Por su parte, el crimen organizado experimentaba una profunda mutación luego de que el gobierno colombiano tomara creciente control de su territorio y de sus mafias, lo que mexicanizó al negocio de las drogas, incrementando su capacidad delictiva y de violencia dentro del país. El otrora todopoderoso gobierno federal súbitamente se encontró con un poder creciente sin contar con los medios y la capacidad (o disposición) para contrarrestarlo.
En lugar de construir capacidad policiaca y judicial tanto a nivel federal como local, la política mexicana viró hacia escenarios idílicos de competencia democrática, descentralización del poder y del presupuesto, abriéndole la puerta a las organizaciones criminales sin un plan para confrontarlas. Vista en retrospectiva, la respuesta del presidente Calderón fue inadecuada, pero no por eso falta de mérito por el hecho mismo de reconocer la existencia de una amenaza existencial para el Estado mexicano. Eso fue en 2006 y nada se ha hecho desde entonces.
Las películas antes mencionadas muestran todos los vicios de nuestra realidad judicial y de seguridad. La naturaleza de las policías y ministerios públicos garantizan que los criminales queden libres, como pudo ocurrir con el caso Cassez, porque se violan todos los procedimientos establecidos en la ley, pero que nadie respeta. El llamado debido proceso, la esencia de la legalidad y del Estado de derecho, es crucial en cualquier país, pero en México es la principal arma en manos de quienes delinquen. Las víctimas de la extorsión, secuestros y homicidios tienen razón: a nadie le importan. Como dice una de las entrevistadas en el video, en México hasta la injusticia es pareja.
El presidente López Obrador tenía todo para modificar esta realidad, pero nunca tuvo esa inclinación. Ahora es imperativo que la sociedad le exija a quien pretenda gobernar en 2024 que proponga una estrategia seria y responsable al respecto.