Al momento de escribir estas líneas Rusia intentaba cercar Kiev, lo que podría ser el preámbulo de un intento por capturar la capital ucraniana. Quienes subestimamos la posibilidad de un asalto sobre Kiev no lo hicimos porque creyésemos que Rusia no contaba con los medios militares para ocupar la ciudad, sino porque creíamos que el costo militar y político de hacerlo sería demasiado alto.
Si lee habitualmente esta columna, recordará que pronosticamos que una eventual invasión de Ucrania comenzaría entre fines de febrero y mediados de marzo. La ventana de oportunidad comenzaría a cerrarse hacia mediados de marzo porque es cuando comienza el deshielo primaveral, el cual haría más lento el avance de los blindados rusos porque tendrían ante sí un terreno fangoso. Y, en efecto, el avance se aletargó tanto por el lodo como por la logística: hacia la segunda semana de la invasión, las tropas rusas en el frente no parecían tener suficientes alimentos, combustible o repuestos para cubrir sus necesidades. Y esa combinación de problemas climáticos y logísticos sugiere que el alto mando ruso esperaba que, a estas alturas, Kiev ya hubiese caído o, cuando menos, estuviese completamente cercada.
Si ha estado escuchando a analistas militares en estos días, habrá notado que repiten como un mantra ciertas proporciones: para garantizar la victoria ante un enemigo en terreno abierto se necesita una ratio de fuerzas de tres a uno. Pero para derrotarlo en combate urbano, se requiere que esa ratio sea, cuando menos, de seis a uno. Por lo demás, el combate urbano suele producir grandes bajas tanto entre la fuerza atacante como entre la población civil, amén de producir un gran daño material. Es decir, un asalto sobre Kiev sería el tipo de escenario que incrementaría la oposición a la guerra dentro de Rusia y habría de unir a sus rivales de la OTAN como nada más pudo hacerlo desde el fin de la Guerra Fría. Por ejemplo, antes de la invasión, Alemania se negaba tanto a posponer la entrada en funcionamiento del gasoducto Nord Stream 2 (que la conecta directamente con Rusia), como a vender armas a Ucrania o permitir que importadores de armamento alemán lo entreguen a ese país. Tampoco hacía mayores esfuerzos por alcanzar la meta del gasto en defensa acordada por la OTAN (de un 2% del PBI): todo eso cambió a una semana de iniciada la invasión. Ahora una OTAN unificada aplica (a través de sus Estados miembros) sanciones de una magnitud que el gobierno ruso no previó: de haberlo hecho, habría puesto a buen recaudo la parte de sus reservas internacionales (cerca de la mitad del total), que estaba depositada en entidades financieras de países que se sumaron a las sanciones.
Por último, capturar ciudades en ruinas y ocupar por tiempo indefinido el país harían que las fuerzas rusas enfrenten una insurgencia que las sometería a una guerra de desgaste, como le ocurrió a la Unión Soviética en Afganistán. Es cierto que, a diferencia de Afganistán, el terreno plano de Ucrania no es propicio para una insurgencia. Pero en Ucrania existen decenas de miles de personas con adiestramiento militar premunidas de grandes arsenales de armamento relativamente sofisticado, que además seguirían recibiendo ayuda de los países integrantes de la OTAN.
Parafraseando a Joseph Fouché, aunque materialmente posible, la captura de Kiev por parte de Rusia, además de un crimen, sería un error. No sería el primer error que comete Putin en esta campaña, pero presumo que, a estas alturas, debería quedarle claro que sería el mayor de todos. Por eso, aunque no descartaría un asalto sobre Kiev, creo más probable que Rusia prefiera conseguir sus objetivos fundamentales (la neutralidad de Ucrania y la limitación de su armamento), a través de un acuerdo con el gobierno ucraniano antes que a través de la captura de ciudades en escombros.