Algunos participantes han abandonado la competición, como la hidroxicloroquina y el lopinavir/ritonavir. Unos pocos van a la cabeza en evidencias, como la dexametasona y el remdesivir, aunque no exentos de polémica. Repasamos cómo va esta maratón por lograr un tratamiento frente a los efectos del SARS-CoV-2.
En la carrera de fondo por encontrar un fármaco contra el SARS-CoV-2 todo cambia en cuestión de días. Desde enero, hemos visto entrar a nuevos participantes en la pista, mientras otros la abandonaban por la puerta de atrás como en el caso de la ya famosa hidroxicloroquina. Mientras la lista de tratamientos prometedores contra la COVID-19 parece aumentar cada semana, los investigadores tienen claro que la solución no vendrá de un único producto milagroso.
“Se necesitará más de un tratamiento, según el estado del paciente y de cuándo se quiera aplicar”, explica a SINC la investigadora del Centro Nacional de Biotecnología (CNB) Sonia Zúñiga. Que no exista un bálsamo de Fierabrás coronavírico no es algo nuevo ni sorprendente: “[En general] no hay un único antiviral, sino varios que se combinan para cada caso. Nunca hay una solución que sea ‘el’ medicamento”.
En el caso de la COVID-19 la combinación ganadora “probablemente apunta a una mezcla de antivirales y antiinflamatorios”, apunta Zúñiga.
Pero antes, todo compuesto prometedor debe superar un examen en forma de ensayo controlado aleatorizado, el tipo de experimento que se considera más fiable a la hora de evaluar la eficacia de un tratamiento. Es lo que buscan megaestudios como SOLIDARITY, impulsado por la OMS, y RECOVERY, de la Universidad de Oxford (Reino Unido).
El investigador del CNB Pablo Gastaminza considera importante “diferenciar muy claramente” el virus de la enfermedad en lo que respecta a su tratamiento. “A veces se mezcla una cosa con la otra, pero no es lo mismo detener al virus con un antiviral que frenar los síntomas con fármacos como la dexametasona”. Asegura que esto es importante, por ejemplo, a la hora de evaluar si el paciente puede seguir siendo contagioso o no.
Remdesivir: funciona, pero moderadamente
El remdesivir es un antiviral desarrollado por la farmacéutica Gilead como tratamiento contra el ébola, aunque más tarde se sugirió su eficacia contra otros virus. El fármaco inhibe la enzima que necesita el microorganismo para multiplicarse y, por ello, mostró actividad in vitro contra el SARS-CoV-2.
Esto catapultó al remdesivir a la categoría de joven promesa durante las primeras etapas de la pandemia e hizo que se estudiara su eficacia en varios ensayos clínicos. El primero, publicado en abril en The Lancet a partir de datos de 237 pacientes chinos, no mostró una reducción en la carga viral ni resultados estadísticamente significativos de mejoría.
Ya en mayo, otro estudio publicado en NEJM con más de mil pacientes sí sugirió un efecto, aunque limitado. Los pacientes tratados con remdesivir tardaban unos 11 días de media en lograr la “mejoría clínica”, frente a los 15 de los del grupo control tratado con placebo. Además, la supervivencia fue algo superior (7,1% frente a 11,9% de mortalidad), sobre todo en pacientes con insuficiencia respiratoria pero que no necesitaban ventilación mecánica.
“Los que investigamos coronavirus tuvimos al principio bastante fe [en el remdesivir] porque muchos estudios de laboratorio en varios modelos animales contra muchos coronavirus sí mostraron cierta eficacia”, dice Zuñiga. Por desgracia, una vez se prueba en pacientes humanos “no siempre es lo mismo”.
El estudio más reciente, publicado este mes en Nature y llevado a cabo con macacos, sugiere que el fármaco sí puede tener algún efecto sobre la población de coronavirus en los pulmones. Al ser resultados preclínicos, no corroborados con seres humanos, la investigadora pide cautela. Gastaminza, además, advierte que los monos “mostraron bastante carga viral a pesar del tratamiento y de mejorar clínicamente”, lo que podría indicar que todavía eran contagiosos.
Zuñiga añade que un antiviral como el remdesivir “podría tener algún efecto” si se usa “relativamente temprano”, cuando el paciente “está infectado pero todavía no ha desarrollado una patología muy grave”. Por este motivo, la FDA emitió una autorización para su uso urgente. En junio su homólogo europeo, la EMA, recomendaba su autorización condicional.
Aun así, será necesario investigar con más detalles sus posibles efectos secundarios y si estos compensan sus moderados beneficios. “Entre las preocupaciones a tener en cuenta en los pacientes tratados con remdesivir se encuentran la función renal y hepática, que deben ser monitorizadas antes y durante el tratamiento”, explica el investigador de la Universidad Camilo José Cela Francisco López-Muñoz en un artículo publicado en The Conversation.
A esto hay que sumar la doble polémica que ha acompañado al fármaco de Gilead. Por un lado, se ha anunciado que su precio superará los 2 mil euros por paciente. Por otro, el Gobierno de EE UU ha comprado el 90% de las reservas para los próximos tres meses. En este contexto, la eficacia o no del remdesivir podría ser irrelevante para muchos pacientes y países.
Dexametasona: solo para pacientes graves
El segundo fármaco en la lista de promesas es la dexametasona. Este glucocorticoide ya se utilizaba contra el síndrome de dificultad respiratoria aguda (SDRA). De hecho, un estudio llevado a cabo por investigadores españoles y publicado en The Lancet en febrero adelantó la utilidad del compuesto contra este problema pulmonar.
Puesto que el SARS-CoV-2 provoca SDRA en los enfermos más graves, algunos médicos recurrieron a los glucocorticoides durante la pandemia. Esto, a pesar de la polémica que rodeó su uso: “Con MERS y SARS los pacientes parecían empeorar, no mejorar”, dice Zúñiga, debido a que la capacidad inmunosupresora del medicamento puede facilitar la infección. Aun así, considera que “una vez hay inmunopatología severa los antiinflamatorios podrían tener un papel en según qué pacientes y cuándo”, explica Zuñiga.
El bombazo saltó a finales de junio, cuando la Universidad de Oxford compartió una prepublicación, pendiente de revisión por pares y adelantada días antes por una nota de prensa, que anunciaba que la dexametasona reducía en un tercio la mortalidad de los pacientes más graves.
Los resultados mostraron que la mortalidad de los pacientes tratados con el fármaco era un 3% menor al cabo de 28 días (un 3,5% inferior en el caso de los enfermos que requerían oxígeno). Sin embargo, las conclusiones eran más optimistas al analizar al subgrupo que necesitaba respiración mecánica: en este caso, la mortalidad disminuía un 11%.
El investigador de la Universidad de Utah (EE UU) Samuel Brown advierte de que los resultados de la prepublicación son preliminares y pide cautela. Teme que exista demasiada diferencia entre la reducción de la mortalidad global (3 %) y la de los pacientes con oxígeno (3,5%) respecto a la de los que requieren respiradores (11%), y que esta última sea un artefacto estadístico.
“Ahondar en subgrupos en un ensayo es una forma típica de cometer el error de pensar que algo que sucede por casualidad en realidad lo hace porque el fármaco es efectivo”, opina Brown. “Cada pregunta similar que hagas con la misma información aumenta el riesgo de encontrar algo que en realidad no existe”.
Brown considera que el siguiente paso será ver qué dicen otros estudios sobre la dexametasona en marcha. “Si muestran resultados similares será tranquilizador. Si no, habría que hacer un ensayo controlado [centrado en los pacientes con ventilación]”. También cree que sería útil ver los resultados de supervivencia a los 90 días.
A pesar de esto, la prepublicación ha recibido, en general, el visto bueno de la comunidad científica. Aun así, la dexametasona no está exenta de riesgo debido a su carácter inmunosupresor, como muestra el hecho de que empeorara un 3,8% la supervivencia de aquellos pacientes que no necesitaban oxígeno ni ventilación.
“Puede tener efectos secundarios graves y no se puede dar a cualquier paciente”, asegura Zuñiga. Uno de los grupos de riesgo contraindicados son las personas con diabetes, para las que habría que buscar alternativas. En cualquier caso, la investigadora insiste en que es un fármaco “para esa segunda etapa de la enfermedad en la que hay que bajar la inflamación”.
Interferón beta, lopinavir y ritonavir: abandonados
Otra combinación inicialmente prometedora fueron los antivirales lopinavir y ritonavir, que inhiben la proteasa que permite que el virus entre en la célula y se emplean contra el VIH. Sin embargo, la semana pasada el ensayo RECOVERY abandonaba esta rama del ensayo clínico al no encontrar beneficio alguno. Días después, la OMS hacía lo propio con su SOLIDARITY.
“Se probó porque hay que en una situación como esta hay que probarlo todo, pero el interferón beta [a menudo usado en combinación con el lopinavir y ritonavir] puede tener muchos efectos secundarios y agravar la patología según cuando se suministre”, explica Zuñiga. “En cuanto a los antivirales, son muy específicos de otros virus y no se ha visto mejora alguna”.
Por todo ello la investigadora no cree que vayan a funcionar. “Los coronavirus tienen un sistema de corregir errores, por lo que los tratamientos que buscan que la replicasa los cometa durante la multiplicación probablemente sean poco eficientes”. El motivo es que “se necesitarían dosis tan altas para evitar el sistema de corrección que serían tóxicas para el paciente”.
El investigador de la Universidad de Oxford Jeffrey Aronson coincide en esta evaluación. “El resultado [del ensayo RECOVERY] no es sorprendente porque el lopinavir y el ritonavir son inhibidores de proteasas diseñados para tratar el VIH, que es diferente en su estructura del SARS-CoV-2 aunque ambos sean virus de ARN”. Esto no quiere decir que otros inhibidores de proteasas no puedan funcionar, aunque no se han probado todavía en ensayos preclínicos ni clínicos con coronavirus.
Tocilizumab y sarilumab: faltan datos
La interleucina-6 es una proteína relacionada con el sistema inmune y los procesos inflamatorios. También con la tormenta de citoquinas que sufren los pacientes de COVID-19 más graves. Es por eso que los anticuerpos monoclonales capaces de inihibir esta proteína, como el tocilizumab y el sarilumab, aparecieron pronto en las quinielas. De hecho, una de las ramas del ensayo RECOVERY estudia estos fármacos.
“Creo que son prometedores, pero porque se han usado en combinación con otros fármacos como antiinflamatorios e inmunosupresores”, asegura la jefa de servicio de Inmunología del Hospital Ramón y Cajal Luisa María Villar. Aun así, la médica advierte de que no hay datos de que los anticuerpos monoclonales funcionen contra el SARS-CoV-2.
“Tenemos sensaciones, pero son solo eso: estudios observacionales”, dice. “Hemos visto que la interleucina 6 tiene un efecto negativo en los pacientes porque provoca una inflamación grave y creemos que los anticuerpos que la contrarresta mejoran a los pacientes, pero no tenemos datos científicos relevantes”.
“Pueden funcionar, pero igual no están tan al alcance de todo el mundo porque no se fabrican a tan gran escala”, teme Zuñiga. Por eso considera que podrían servir de ayuda en los casos más graves o para bajar la inflamación si el paciente no puede usar corticoides como la dexametasona.
Plasma de pacientes: poco prometedor
El plasma es la parte de la sangre que queda tras eliminar las células de su interior. Este líquido contiene anticuerpos de las infecciones que ha superado su donante, por lo que se ha usado con éxito para prevenir enfermedades, desde tétanos a difteria, durante más de un siglo. También se ha usado con pacientes de COVID-19, pero ¿funciona?
“Los anticuerpos neutralizantes son los que primero impiden la infección, pero el plasma de convalecientes tiene una cantidad limitada”. Por eso, Zúñiga cree que la clave es identificar los anticuerpos y fabricarlos a gran escala. “Esto está en fase de desarrollo: en casos muy graves el plasma de pacientes puede ayudar, pero en el futuro las inmunoterapias dirigidas lo sustituirán”.
De momento, el único ensayo controlado con este tratamiento no mostró grandes diferencias. Sin embargo, contó con bastantes limitaciones al ser realizado con apenas 100 pacientes y finalizar prematuramente. Otro con 86 pacientes fue abandonado la semana pasada tras no observar diferencias en los niveles de anticuerpos neutralizantes de los donantes y receptores. Además, el tratamiento tampoco afectó a la mortalidad ni a la estancia hospitalaria.
Colchicina, baricitinib, mesilato de camostat, inmunoglobulina... La lista de ensayos clínicos contra la COVID-19 no deja de crecer. Cada día aparece una prepublicación con una nueva molécula milagrosa o una farmacéutica inicia un ensayo con uno de sus productos ya desarrollados. La mayoría, por desgracia, no llegarán a buen puerto.
“Hay medicamentos con efectos tan inespecíficos que habrá que comparar su eficacia con los efectos secundarios”, explica Zúñiga. La investigadora asegura que muchos de estos compuestos no llegan a los ensayos clínicos “porque en la práctica no se pueden utilizar”.
“Muchos laboratorios se han puesto a buscar soluciones y si tienen un producto con otra finalidad miran a ver si funciona con el coronavirus”, añade.
Ordenadores a la busca y captura de fármacos
El desarrollo de nuevos fármacos requiere tiempo, de ahí que los ensayos en marcha contra el SARS-CoV-2 aprovechen medicamentos ya existentes e incluso aprobados para otras enfermedades. Es como buscar una aguja en un pajar, una tarea en la que los ordenadores siempre pueden echar un cable.
Es lo que hace el proyecto europeo Exscalate4cov, un consorcio de supercomputación que se dedica a ‘rebuscar’ entre miles de fármacos aprobados a la caza de uno que pueda resultar útil contra la pandemia. Semanas atrás anunciaron su primer candidato: el raloxifeno, un tratamiento contra la osteoporosis.
Zuñiga explica que esta aproximación “predictiva” permite “ahorrar tiempo y esfuerzo”, pero no evita que “haya que probar los candidatos”. El equipo de Gastaminza apuesta por una estrategia intermedia, en la que el rastreo de compuestos va acompañado de pruebas en cultivos celulares para ver si las moléculas de verdad interfieren con el SARS-CoV-2.
“Si el virus no se propaga y las células sobreviven significa que hay ‘algo’ que frena la propagación del coronavirus”, explica Gastaminza. Es una primera pista que permite dirigir la atención a los compuestos más prometedores. “Los fármacos de reposicionamiento son aquellos ya aprobados para uso clínico que probamos para ver si son antivirales”.
El investigador asegura que ya han encontrado candidatos interesantes, algunos de los cuales también han detectado otros grupos o incluso se encuentran en ensayo clínico. Sin embargo, prefiere no revelarlos ante el temor de que se produzca una sobreexpectación similar a la vista con la hidroxicloroquina, un “desastre” que causó un terremoto político y científico en balde.
El investigador aclara que estos medicamentos nunca serán “antivirales perfectos porque esos se diseñan específicamente”, pero pueden servir de “primera línea de contención” porque ya se encuentran en las farmacias y se pueden administrar inmediatamente. “Una vez encontramos un compuesto potente que no es tóxico para la célula lo comunicamos a las autoridades competentes, que decidirán si lo llevan a clínica o no”.
“Un ordenador puede decirte: en vez de probar los 12 mil compuestos aprobados por la FDA, ¿por qué no pruebas estos 100 primero?”. Asegura que el sistema “no es perfecto, pero genera hipótesis interesantes” aunque los experimentos con células son más complicados. La biología es tan compleja que a veces los algoritmos “fracasan estrepitosamente”.