Mientras los opioides son de fácil acceso en las grandes ciudades del país, las regiones apartadas tienen muchas barreras para recibirlos.
A principios de febrero, mi tía, la penúltima de seis hijos entre una colombiana y un libanés que llegó a mediados del siglo XX al país, falleció tras pelear por varios meses con una enfermedad compleja. Un cáncer, que nunca supimos con claridad dónde estuvo ubicado, la obligó a internarse por más de sesenta días en una clínica en el norte de Bogotá. Pese a los intentos médicos, su organismo se deterioró a un ritmo frenético. Sus riñones dejaron de responder y, al cabo de unas semanas, los mecanismos de diálisis que ayudaban a limpiar su sangre tuvieron que ser suspendidos. Murió con un serio daño renal. Con frecuencia también tuvo náuseas, vómito y dolor en su espalda.
El azar y la herencia genética habían obligado a mi tía a transitar por un camino difícil, que mi familia materna ya conocía. 17 años atrás le habían diagnosticado un linfoma no hodking en su garganta, que sesiones de quimioterapia cada 22 días lograron suprimir. Su mamá (es decir, mi abuela) también había luchado contra un cáncer medular de tiroides, cuando yo apenas aprendía a caminar. Los tumores tuvieron una agresividad desconcertante.
Solo quienes han caminado por los laberintos de estas enfermedades entienden su complejidad. Por fortuna, el dolor crónico no fue el común denominador en mis familiares oncológicos. La historia, sin embargo, es distinta para muchos pacientes. Hace cerca de un mes conversé por breves minutos con una mujer de un poco más de treinta años, en una clínica al sur de Bogotá, que intentaba explicar los síntomas de un cáncer de seno que se había diseminado por su columna. Su diagnóstico indicaba que las salidas de supervivencia ya se habían agotado, pero ante la incertidumbre de dejar a dos hijos, algo más inquietaba: su dolor. Los médicos le habían formulado morfina, pero un sistema de largas filas y extensos trámites parecía indicarle que en sus últimos meses (o semanas) tendría que pelear para aliviarlo.
Como ella, muchos pacientes deben recorrer un camino difícil para tratar el dolor, porque el acceso a las medicinas para calmarlo es restringido. El mundo, por muchas razones, se ha encargado de crear barreras para acceder a esos fármacos que en el argot médico son conocidos como opioides. Si quisiéramos resumirlo en una cifra, esos obstáculos hicieron que en el 2015 más de 61 millones de personas tuvieran un grave sufrimiento por una condición de salud. Eso, dice la International Association for Hospice and Palliative Care (IAHPC), fue equivalente a 6 billones de días de sufrimiento.
Es difícil saber cuál ha sido la contribución de Colombia en esos registros, pero en las últimas décadas este asunto ha empezado a inquietar a varios epidemiólogos, abogados y especialistas en dolor. A sus ojos, algo no anda bien el país. Mientras en otras latitudes el consumo de opioides para medicina ha crecido a medida que las poblaciones son cada vez más longevas, aquí su consumo sigue siendo bajo. Y más que bajo, como lo acabó de revelar el informe Disponibilidad y accesibilidad a medicamentos opioides en Colombia, es muy inequitativo. (Lea: Con ponqué “celebran” 3 años de la batalla por bajar los precios de fármacos para la hepatitis C)
La conclusión de ese documento, que unió a especialistas de varias entidades, entre las que se encuentran el Fondo Nacional de Estupefacientes (FNE) y las universidades del Bosque y La Sabana, es breve: “Pese a la amplia oferta disponible en el país de medicamentos opioides para el control del dolor crónico, el consumo de estos medicamentos (…) presenta una distribución inequitativa a lo largo del territorio nacional”.
¿Por qué mientras algunas personas pueden aliviar su dolor otras deben luchar, incluso hasta sus últimos días, para calmarlo? ¿Por qué mientras en unos países el consumo de opioides se ha convertido en una prioridad de los sistemas de salud, otros continúan presentando resistencia? ¿Quién quiere vivir con dolor? ¿Combatirlo no debería ser una de las prioridades de la medicina?
Responder estos interrogantes no es fácil. Las posibles respuestas están atravesadas por complejas explicaciones históricas. También por creencias, miedos y prejuicios. Se trata de un asunto con varias caras. Las dos más extremas son igual de inquietantes: la imposibilidad de paliar el dolor y la adicción.
Una epidemia mal tratada
Un par de décadas antes de que Felicia Marie Knau se convirtiera en una de las académicas más reconocidas en el campo de la economía de la salud, estuvo trabajando en Colombia. A principios de la década de los noventa había llegado para culminar su tesis de doctorado y, por una serie de coincidencias, terminó trabajando en el Departamento Nacional de Planeación, junto al exministro de Salud, Alejandro Gaviria. Mientras llevaba a cabo su PhD en Economía en la U. Harvard, intentaba entender un sistema de salud en proceso de reforma. Ahora la ve con buenos ojos: “Fue una de las reformas más elegantes que hemos visto”.
Tras ser paciente oncológica, Knau se convirtió en una de las caras más visibles de la lucha contra el cáncer de seno. Publicó varios libros y orientó varios de sus estudios a entender las complejidades que tenían que enfrentar quienes habían vivido realidades similares a las suyas. El más popular lo presentó en el 2017, en la prestigiosa revista The Lancet, bajo un título difícil de memorizar: “Aliviar el abismo de acceso a los cuidados paliativos y el alivio del dolor: un imperativo de la cobertura de salud universal”.
Se trataba del resultado de una ambiciosa iniciativa que había empezado a liderar años atrás y que involucró a especialistas de más de 25 países. The Lancet Comission fue el nombre con el que se popularizó en el mundo médico. En él, Knau y sus colegas advertían sobre una verdadera crisis global: la falta de acceso a los medicamentos para aliviar el dolor. ¿La razón? “Tras décadas de trabajar en salud pública, nunca antes habíamos visto una distribución tan inequitativa, como es el acceso a medicamentos para el control del dolor”, responde ahora.
A lo que se refiere es que muchos países tienen un acceso extremadamente limitado a los opioides, mientras otros tienen muchas facilidades. Para explicarlo mejor, Knau muestra un mapa que suele llevar a sus conferencias. En él, los tamaños de los países son equivalentes al consumo de esos fármacos. América Latina y África se ven flacos. Las dimensiones de Canadá y Estados Unidos, por el contrario, se multiplicaron (ver mapa). En números, eso quiere decir que, mientras en el 2015 estos dos últimos países consumían 68,19 y 55,7 miligramos de morfina per cápita, Bolivia, Honduras, Perú o Paraguay ni siquiera se aproximaban a los 5 miligramos. Colombia hoy se acerca a los 17 mg, un porcentaje aún muy lejano del promedio global (62,4 mg).
Esos porcentajes se han convertido, como explica Martha León, jefe del Departamento de Dolor y Cuidados Paliativos de la U. de la Sabana, y una de las personas que más ha divulgado la importancia de estas medicinas, “en uno de los indicadores de calidad de alivio del dolor en un país”. Por eso que sean bajos sigue siendo inquietante.
Pero esa inequidad tiene otra cara que alertó a los sistemas de salud de Norteamérica. Como lo empezaron a registrar muchos medios a mediados del 2017, el consumo de opiáceos se había convertido en una epidemia. De ser unos de los más poderosos analgésicos, pasaron a la lista de las principales adicciones de los estadounidenses. En el 2016, el excesivo consumo de estas sustancias mató a 42 mil personas, 21 % más que en el 2015.
Las autoridades sanitarias de EE.UU. no fueron las únicas que se alarmaron con los fallecimientos por sobredosis. Ese fenómeno, contado con titulares alarmantes en los medios de comunicación, llegó a oídos de muchos pacientes. También de médicos y políticos que empezaron a restringir estos medicamentos. Knau tiene una buena metáfora para explicar lo que está sucediendo: “Lo que pasó en EE. UU. fue una enorme llama de fuego que alimentó las equivocadas posturas frente a los opiáceos. Aún no entienden que todos, en algún momento de la vida, necesitaremos tratamientos para el dolor”.
Explicar en pocos párrafos los motivos detrás de esa epidemia es difícil, pero Liliana de Lima, directora de la International Association for Hospice & Palliative Care, con sede en Houston (EE. UU.), insiste en que lo que sucedió hay verlo con pinzas. Colombiana y una de las personas más respetadas en estas discusiones, le preocupa que, tras las publicaciones en medios, hayan empezado a estigmatizar a opioides como la morfina o parches de fentanilo, esenciales para los pacientes. ¿El motivo? Las causas de las sobredosis estuvieron relacionadas con la heroína, de origen ilegal, y el fentanilo, una sustancia muy potente usada como anestésico, que comenzó a llegar en sobres desde China. Los oficiales de migración no tenían manera de detectarla. “En todo caso, es una realidad muy distinta a la de los otros países”, dice.
Entre miedo y prejuicios
El mundo farmacéutico tiene una buena palabra para definir el miedo a los opiáceos: la opiofobia, que tiene muchas raíces difíciles de transformar. En la Orinoquía colombiana, por ejemplo, algunas comunidades prefieren hacer rituales de sanación cuando hay un paciente con un dolor crónico, que autorizar el uso de opioides. Para ellos, como lo registró el informe que presentó el Fondo Nacional de Estupefacientes (FNE) junto a las universidades del Bosque y La Sabana, estos medicamentos son el desenlace de la muerte.
Miguel Sánchez, director de Observatorio Colombiano de Cuidados Paliativos (OCCP), de la U. del Bosque, tiene en su memoria anécdotas similares. En el fondo, cuenta, hay unos complejos arraigos culturales difíciles de transformar. Algunos asocian la morfina a los últimos días de vida. Otros creen que se trata de un camino más rápido para llegar a la muerte. Unos más, asumen el dolor como un mal necesario o impiden el suministro de opiáceos por causas religiosas. Las razones son muchas, pero Sánchez cree que es hora de cambiar la noción de dolor que hemos tenido por muchas décadas. "¿Por qué, si hay mecanismos para evitarlo, la gente tiene que sentir dolor?, se pregunta. “No deberíamos hacer que nadie sufra".
Los motivos culturales no son las únicas barreras que los médicos han identificado en Colombia, a la hora de suministrar opiáceos. Hay también un complejo esquema que impide que muchas personas que puedan acceder a ellos. La cadena es larga, pero puede resumirse un par de párrafos: el Fondo Nacional de Estupefacientes (FNE), una dependencia del Minsalud, tiene el monopolio de varios de estos medicamentos (otros son ofrecidos por la industria farmacéutica) entre los que está la morfina, la hidromorfona, la metadona y la meperidina. Por lo general, dice Andrés López, su director, se importa la materia prima y se contrata algún laboratorio para que fabrique las presentaciones que son almacenadas, en Bogotá, en la calle 1 sur con Av. Caracas. La materia prima de la morfina, por ejemplo, es importada desde Italia. La de la hidromorfona, de Escocia.
Aunque hay suficiente disponibilidad, para que una región apartada como Guaviare pueda tener opiáceos para su población, debe saltar muchos obstáculos (ver mapa). La Secretaría de Salud debe comprárselos al FNE para que, posteriormente, las EPS o los hospitales se los compren a esas secretarías. La primera dificultad está en que muchas veces los políticos de turno no destinan los recursos suficientes para hacerlo. En otras ocasiones, las gobernaciones tienen condiciones contractuales especiales que espantan a los laboratorios.
Además de los múltiples peros que puede haber en las EPS, hay un punto crucial que le preocupa a Marta León: la falta de educación de los médicos a la hora de formular opiáceos. Es una inquietud que ya han planteado investigadoras como Isabel Pereira y Lucía Ramírez, de Dejusticia, que han estudiado con intensidad las barreas de acceso y os caminos para superarlas. En varios documentos han insistido en que la educación es la mejor herramienta para acabar con la opiofobia. Claudia Buitrago, de la Asociación colombiana de cuidados paliativos, comparte esa postura. “Pese a que cualquier médico puede formular morfina en cualquier pueblo, hay muchos sin entrenamiento. No saben cómo hacerlo”, dice.
También suelen, como los pacientes, tener miedo y dejarse llevar por los mitos. Como siempre hay riesgos de adicción, temen recetarlos. El camino para resolver este vacío de conocimiento lo ha venido pensando desde hace más de una década un grupo de especialistas en tratamiento del dolor y de cuidado paliativo, entre los que están los doctores León, Buitrago y Sánchez.
La solución parece simple pero no es fácil: obligar a todas las facultades relacionadas con salud que incluyan una asignatura que enseñe cómo manejar estos pacientes en el pregrado. Hasta el momento solo la U. de La Sabana la tiene. Pero cambiar el currículo y someterse a la burocracia del Ministerio de Educación es algo que no todos los decanos están dispuestos a asumir. Por el momento los médicos deben conformarse con siete especializaciones que ofrecen universidades en Bogotá y Medellín.
El paradigma de la muerte
La última paciente que visitamos para escribir este texto se llama Lidia López. Su foto acompaña al artículo. Tiene 81 años y un cáncer que ha hecho metástasis en tres lugares de su cuerpo. A diferencia de muchas familias, sus hijos han optado por ver este camino con otros ojos.
Nelly, su hija, es psicóloga y siente un profundo agradecimiento por los opiáceos. Desde hace dos meses empezaron a suministrárselos a su mamá y su calidad de vida mejoró notablemente. Le alegra que el tránsito hacia la muerte no esté marcado por el dolor. Quiere que esté lleno de alegría. “Lo que hemos hecho estas últimas semanas es hacerle un homenaje a su vida porque fue un ser maravilloso. Ya le hicimos una despedida simbólica y queremos que esté feliz y tranquila hasta el último día. No tiene por qué sufrir”.
La postura de Lidia y su familia muestran uno de los puntos cruciales de esta discusión de acceso a medicamentos y los llamados cuidados paliativos. La doctora Liliana de Lima lo resume en un par de frases: “Siempre hemos tenido una actitud particular frente a la muerte. Solemos evitarla y tratamos de preservar la vida. Los médicos también están educados para alargarla y suelen negar la muerte como el proceso natural de la evolución de una enfermedad. Entonces, parte del trabajo es cambiar ese paradigma: a veces no se trata de cantidad sino de calidad de vida. ¿Podremos cambiarlo? Confío en que sí”.