Por Liliana Martínez Lomelí para El Economista.
Los resultados de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición de México (Ensanut) 2016 ya salieron a la luz. Sirve para evaluar algunos puntos relacionados con la nutrición y salud de la población de acuerdo con las principales preocupaciones en la agenda política, además de evaluar las estrategias emprendidas por el gobierno en relación con enfermedades crónico-degenerativas, el sobrepeso y la obesidad.
¿Cómo andamos? En resumen, sin novedad en el frente. La prevalencia combinada de sobrepeso y obesidad se ha mantenido. Sólo hubo una disminución significativa en niños con sobrepeso, mas no en los obesos.
No quiero aburrirlo con números. Al analizar el documento y el tipo de preguntas de la encuesta, entendemos por qué estamos tan norteados en el combate a la obesidad. Literalmente, porque nos dedicamos a adaptar y copiar estrategias reduccionistas de la alimentación de nuestro vecino del norte.
Le pongo varios ejemplos: evalúan el “comportamiento alimentario” con un apartado de preguntas sobre los principales obstáculos para mantener una alimentación saludable, y para evaluar las estrategias de gobierno en relación con estos temas. Uno lee joyas del tipo: “El 81,6% de la población adulta gusta del sabor de las bebidas azucaradas; sin embargo, la mayoría (92,3%) no las considera saludables”. ¿De verdad necesitamos en una encuesta que nos digan sobre la predisposición humana al gusto por lo dulce como una cuestión evolutiva de millones de años? Una gran mayoría responderá que prefiere este tipo de gusto. Otro ejemplo: “A nivel nacional, 40,6% de la población lee el etiquetado nutrimental de los alimentos empacados y bebidas embotelladas”. Imagínese que le preguntan: ¿lee usted el etiquetado nutrimental de los alimentos empacados y bebidas? Por un proceso de acomodación social, obviamente usted dirá que sí (no quiere pasar por ignorante, pues), así como lee los ingredientes del champú cuando se le olvida llevar el celular al baño. Prosigue: “El 76,3% de la población no sabe cuántas calorías debería consumir al día”. Como si el saber las calorías que me tengo que comer despertara en mi conducta un deseo imperioso de ir contando todo lo que me como. Como si desde el taxista hasta el político estuvieran obligados a cuantificar las calorías que necesitan. Supongamos que las conocen, y ¿luego? ¿Ya con eso la gente empieza a contar y a transformar su dieta? Este tipo de absurdez nos ilustra de la pobreza de perspectiva respecto a la estrategia a seguir: contar calorías y hacer ejercicio.
En relación con las campañas de gobierno, dicen que “75% considera que este tipo de campañas contribuyen en la prevención de sobrepeso y obesidad”. Una cosa es que a alguien sin experiencia —ni obligación en tenerla— en estrategia de salud le parezca efectivo y otra que lo sea. ¿Cómo voy a saber si previenen o no, si yo no soy encuesta? Digo, para eso están estos instrumentos de medición, ¿no? Es como una incepción: una encuesta subjetiva dentro de la encuesta objetiva.
Por si todavía los datos no eran suficientes sobre el yerro de la estrategia: descubren que su famoso “Chécate, mídete y muévete” no se entiende como ellos creían. Mientras que el “mídete” se concibió como algo relacionado con el consumo de grasas, azúcares y sal, descubrieron que la población relaciona el “mídete” con las dimensiones corporales.
Por último, nos ofrecen una perla: entre las conclusiones finales, nos dicen que se mejoraron las condiciones de vivienda y hay más niños bilingües, entre lengua indígena y lengua española. ¿Pues qué no era la encuesta nacional de salud y nutrición? ¿O ya le andamos haciendo a la colaboración intersectorial cuando nos conviene?