Reconocer que la lectura es tanto un acto propio como social implica, por parte del docente, un esfuerzo por ir recabando información de cómo va el proceso de aproximación a lo literario.
Cuando reflexionamos sobre el papel de la literatura en la academia y sobre la evaluación de lo literario, nos encontramos con algunas tensiones y desafíos que se traducen en prácticas que conviven al mismo tiempo en nuestro contexto: unas que igualan el acercamiento al texto estético con la comprensión lectora y el dominio lingüístico, y otras que propenden más por la formación de lectores que gusten de la literatura y quieran su lengua.
El caso es que el tema suele suscitar polarizaciones. Los autores de las obras literarias casi siempre coinciden en que la literatura debería ser solo divertimento y no evaluarse. Algunos investigadores argumentan que su papel es importante, aunque debe repensarse, y otros, incluso, que la literatura es tan compleja que sobrepasa la obligación curricular.
En medio de esta discusión es posible la implementación de acciones que no solo evalúen estos saberes sino que, además, animen a los estudiantes a convertirse en lectores capaces de instaurar su relación con los libros en la valoración del uso estético del lenguaje, como una actividad libre y placentera, cómplice de sus búsquedas personales y de aquellas que tienen como sujetos sociales que son (Lerner, 2001).
Lo anterior supone un esfuerzo por ubicar las necesidades de cada estudiante o grupo de estudiantes, evitando aplicar a todos el mismo instrumento, en idéntico momento, y en lugar de ello, buscar alternativas que respeten las maneras de aprendizaje de cada quien. La evaluación formativa, vista específicamente desde el campo de la lengua materna, reconoce que los alumnos pueden tener diferentes capitales simbólicos, disímiles formas de relacionarse con el mundo de la lengua escrita y, en general, distintas oportunidades de acceso a la cultura (Condemarín, 2000). En efecto, la experiencia lectora o escritural no es, ni mucho menos, homogénea. Cada persona desde su universo, desde sus motivaciones, plantea una negociación única de sentido textual.
Reconocer que la lectura es tanto un acto propio como social implica, por parte del docente, un esfuerzo por ir recabando información de cómo va el proceso de aproximación a lo literario para poder ofrecer alternativas de incursión al texto que le permitan al estudiante tomar el derrotero acertado para encontrar el gusto por lo que lee y ejercer su derecho de dejarse “tocar” por el lenguaje, por la manera única como las palabras se entrelazan en las obras para deleite del lector.
Si el docente organiza los hallazgos que sus rutinas de evaluación formativa le van ofreciendo, el estudiante tendrá asegurada no solo la comprensión del mensaje del autor, sino que testificará un aprendizaje que debería tomarse como fundamental en la escuela y garantizarse como factor de equidad social, y es el que, en términos del Barthes (Barthes, 1986), se llama “el placer del texto”.
La invitación es a construir un sendero que armonice aquellas demandas sociales de la cultura escrita con aquellas que le exige la academia, reconociendo que existen las acciones de control, pero que estas no deben prevalecer ante las asociadas con todo aquello que implica la formación de un lector, no para aprobar un curso o un examen, sino para la vida.
Para el efecto, es deseable proponer actividades de evaluación atractivas para el alumno, que ejerzan en él un reto agradable, que su innovación gane de partida la motivación para llevarlas a cabo. De ser posible, intentar romper la soledad de la prueba escrita fomentando escenarios para la socialización de lo leído y de las anécdotas que cada uno tuvo durante el acto lector. Y ante todo, evitar el mensaje de que hay un listado de libros que se deben leer obligatoriamente para aprobar los créditos de una materia.
Recordemos que Borges decía que decir lectura obligatoria era lo mismo que pensar en felicidad obligatoria, así como la bien conocida anécdota de García Márquez con respecto a los buenos maestros, los cuales recordaba como aquellos hombres modestos y prudentes que llevan a sus estudiantes por el laberinto de los buenos libros sin pretensiones rebuscadas.
Son estas últimas maneras de pensar la literatura las que Delia Lerner incluye en el centro de lo “deseable” en la academia, junto con el poder verla como forma de utilizar el lenguaje para formar nuevos sentidos, manera de conocer y comprender un aspecto del mundo que en ese momento por necesidad del sujeto quiere develar, fuente de argumentos para sustentar puntos de vista y, en síntesis, como el derecho a poder incorporarse a una comunidad de lectores para poder llegar a ser “ciudadanos de la cultura escrita” (Lerner, 2001, 27). De lograrlo, el sistema educativo conseguirá uno de sus objetivos principales, pues “llega un momento en que el placer de la lectura en sí mismo parece insuficiente y hay que plantearse la lectura como una fuente de conocimiento, que a su vez, es una nueva fuente de placer” (Descolt, 2002).
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