Cuando el mal lo padece el de la acera del frente, la cultura del miedo lo estigmatiza.
El barbijo se convertirá en la corbata del siglo XXI, aunque la moda no la hayan impuesto los diseñadores de Milán o París, sino nuestro miedo. El cual podemos explicar en una combinación de los miedos primarios que son innatos, condicionados. Por ejemplo, un bebé que siente miedo por la fotografía de una serpiente es porque en su memoria genética está el asegurar nuestra sobrevivencia, el saber cuándo debemos pelear o huir. Y los miedos secundarios, que tienen una raíz cultural. Los sentimos sin ver al enemigo, porque hay un imaginario que está vinculado con la autoridad política o religiosa. Esos líderes asientan su poder en la cultura del miedo para poder controlarnos. Según el sociólogo Barry Glassner, se trata de la percepción común, intencionalmente elaborada, de angustia y ansiedad. La transmiten los medios de comunicación, no la Iglesia.
Junto con el nuevo coronavirus (COVID-19) se ha difundido una cultura del miedo, con el objetivo claro de dañar la imagen del Gobierno chino. Se la sintió mucho más cuando se conoció la muerte de Liu Zhiming, el médico que denunció el secretismo usado por su Gobierno para esconder información sobre la infección.
Probablemente lo que hicieron esos gobernantes no es diferente a lo que hubieran hecho los estadounidenses, dosificar la información hasta saber qué tenían en manos. A veces, la verdad puede ser fuente de desesperación y caos debido al miedo humano hacia lo desconocido. Cuando el mal lo padece el de la acera del frente, la cultura del miedo lo estigmatiza.
Las fronteras de la geopolítica del virus se han ensanchando como si estuviese programada para afectar a unos cuantos. No es que crea en la teoría del complot o tenga un antiimperialismo de cafetín, pero es curioso que los primeros países afectados fueran China e Irán, dos enemigos de EEUU. Y mucho más si en ese momento se desataba una feroz guerra comercial. Las coincidencias van más lejos al ver que el coronavirus COVID-19 solo llega a suelo estadounidense cuando ya hay indicios de medicinas que demuestran su efectividad. A su vez los chinos, debido a su sociedad autoritaria y disciplinada, pudieron sacar pecho diciendo ahora vamos a enseñar al mundo cómo nosotros manejamos la situación.
Las consecuencias de esta pandemia las sufriremos los ciudadanos no solo con las víctimas mortales: la existencia del enemigo invisible se convierte en el mayor ataque a nuestro libre albedrío, el bajar los brazos en nuestra autodeterminación como individuos y aceptar fácilmente que los gobiernos decidan por nosotros.
Toleramos que la libertad individual o de grupo nos sea arrebatada para disciplinarnos.
Sin la cultura de miedo que impusieron los medios de comunicación, quizás hoy veríamos al nuevo coronavirus como una forma severa de resfriado. Y actuaríamos como con las otras enfermedades. Si nunca nos ha asustado los muertos por la gripe común, tampoco los millones que mueren con malaria, o por la enfermedad más prevenible que es el hambre. Si estamos llenos de indolencia con lo que ocurre a nuestro alrededor que solo nos importa cuando nos sentimos afectados, la cultura del miedo ya nos domina y nos obligará a seguir al pie de la letra las medidas sanitarias, aun sabiendo que son un desastre para nuestra salud. El alcohol en gel también mata los organismos buenos que habitan en nuestras manos. Mandaremos al carajo la maravilla creada por siglos de evolución: nuestro sistema de inmunidad, al que lo volvemos más susceptible a enfermedades. Olvidaremos que el instinto de sobrevivencia nos hizo transitar del sufrimiento hacia la fortaleza, porque estaremos contentos con que el bienestar nos lleve del goce a la debilidad.