Por Manuel Aguilera, director general del Servicio de Estudios de Mapfre.
A primera vista, la expresión “envejecimiento poblacional” pareciera estar asociada a las regiones económicamente más avanzadas del mundo. Esto es cierto en la medida en que se trata de las áreas en donde el envejecimiento se manifestó primero y en las que este fenómeno demográfico ha entrado en una fase más aguda. No obstante, esta ya no es la historia completa. Otras regiones del planeta han avanzado también de forma acelerada en ese proceso. Una de ellas es América Latina. Baste señalar que, hoy día, la pirámide poblacional latinoamericana se halla más próxima a la que caracteriza a las economías avanzadas que a las regiones emergentes. Así, igual que en el mundo desarrollado, el envejecimiento y su impacto en los diversos ámbitos de la vida económica y social es ya uno de los grandes problemas latinoamericanos.
Las previsiones elaboradas por las Naciones Unidas señalan que en las próximas tres décadas se duplicará la población mundial mayor de 65 años. En Europa, esa evolución implicará pasar del 18,5% actual al 28,2% en 2050, con un crecimiento significativamente más atenuado que el resto de regiones (ya que en Europa se anticipó la reducción de las tasas de fertilidad que ahora enfrentan otras áreas del mundo). Sin embargo, para Latinoamérica, donde la población mayor de 65 años se sitúa en 8,1%, este fenómeno supondrá superar el 20% en el año 2050. Esto quiere decir que una de cada cinco personas en esa región será mayor de 65 años; la mayor parte será población jubilada o a punto de abandonar el mercado laboral.
Buena parte de la literatura económica considera que existe un efecto inverso entre el envejecimiento poblacional y el ritmo de crecimiento económico, originado por la disminución de la fuerza de trabajo, los mayores gastos en salud y pensiones, el aumento del gasto y déficit públicos, y la reducción del consumo, el ahorro y la formación de capital. No obstante, algunos autores han comenzado a sugerir una segunda derivada en la que este fenómeno demográfico podría generar un estímulo al crecimiento económico a través de la ampliación del período de vida laboral y, con este, el aumento en la inversión en capital humano, cambios positivos en los patrones de consumo e inversión, y una mayor transferencia de la experiencia en el trabajo. En síntesis, la potenciación de la capacidad productiva de la sociedad mediante la implementación de medidas de política pública que, a la vez que atiendan los problemas económicos producidos por el envejecimiento poblacional, generen una vejez activa en la que una mayor esperanza de vida propicie un aporte positivo no solo para las personas sino también para las sociedades en donde se desenvuelven (“ageingnomics”, según el término acuñado en los análisis realizados por MAPFRE y Deusto Business School).
Una de las claves en este planteamiento radica en sostener la capacidad adquisitiva de la población a medida que envejece. Ello implica replantear a fondo (y con una visión de largo plazo) los sistemas de pensiones, de forma que el proceso de ingreso-consumo de las personas en la edad de jubilación no dependa exclusivamente de su pensión pública.
En la mayor parte de los países, la pensión pública tiende a ser cada vez menos suficiente como sustitutivo del último salario. El ahorro vinculado al empleo (generado a lo largo de toda la vida laboral) y el individual gestionado a través de entidades especializadas, parece ser la mejor combinación para dar estabilidad y sostenibilidad de largo plazo a los sistemas de pensiones y, en esa medida, para conseguir que grandes capas de población puedan constituir una pensión complementaria que sostenga sus niveles de ingreso y consumo futuros.
El envejecimiento poblacional impactará en múltiples ámbitos de la actividad económica y de la organización social. Se trata de una realidad global que tiene que gestionarse de manera integral y en una perspectiva de largo plazo, mediante una aproximación económica que permita que las oportunidades que se generen tengan más peso que los efectos negativos. Por ello, junto a los problemas urgentes que enfrenta América Latina, es necesario empezar a enfrentar desde hoy el reto de las sociedades envejecidas, teniendo claro que la dimensión de largo plazo del problema no implica que su atención no sea apremiante. Evitemos que la inacción en materia de políticas públicas nos lleve a revivir en pocos años la parábola de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.