El Museo de la Anestesia en Buenos Aires provee un paseo pesadillesco con final feliz.
Xinhua/Cluster Salud. Si la anestesia es olvido del dolor, por tanto una de las pocas amnesias felices, tiene un toque de humor, mechado con espanto, el que exista un Museo de la Anestesia. Tal institución no puede sino recordarnos que los 300 mil años de existencia del ser humano moderno, también han sido 3 mil siglos de sentirse miserables y adoloridos. Es cierto, la acupuntura china y, probablemente, una que otra hierba chamánica habrán sido más eficientes de lo que sospechamos. Aún así, su uso ha sido local y minoritario. Para la inmensa mayoría de la humanidad la opción frente a una carie o una cirugía fue un botellazo en la cabeza…, después tomarse todo el contenido de la botella.
Así se descubre en el Museo de la Anestesia y la Biblioteca Histórica, en Buenos Aires, Argentina, lugar en el cual nos enteramos un dato que se hace simpático, pero –si se lo piensa bien– saca uno que otro escalofrío, en 1810 lo último en “anestesia” llegó a Buenos Aires procedente de España: un vino denominado "Carlón" (que luego se hizo famoso por un tango) el cual, además de ser barato, permitía emborrachar a los pacientes para intervenirlos.
En manos de la Asociación de Anestesia, Analgesia y Reanimación de Buenos Aires (AAARBA), el museo ubicado en el barrio Caballito, centro geográfico de la capital argentina, es uno de los ocho más importantes del mundo sobre el tema, según la Sociedad Australiana de Anestesia.
Su director, Adolfo Venturini, insiste en que hasta “ayer” nomás, “a los pacientes en Argentina, en Reino Unido, en Estados Unidos, en todo el mundo, se los emborrachaba con la bebida local, que podía ser ron o whisky". A los más afortunados, con opio. "En 1840 la historia cambia, se descubre el éter, el cloroformo. Aquí, un dentista norteamericano que vivía en la actual calle Perú operó a un paciente de estrabismo con éter".
En una de las salas de la institución puede verse, justamente, el "aparato de Ombredanne", llamado así en honor de Louis Ombredanne (1871-1956), cirujano francés que introdujo el inhalador de éter en 1908.
Cuando se recorre el lugar puede observarse las máscaras, frascos y goteros donde se colocaba éter/cloroformo, envases franceses que llegaron al país sudamericano para las primeras anestesias.
El museo, nada concurrido, es la muestra de aquella actitud que caracteriza a lo humano: ir de fracaso en fracaso con gran entusiasmo. Y la evidencia es material, las más de 3.000 piezas y la biblioteca que supera los 400 volúmenes. Todas señales de victorias cada vez menos irrisorias hasta llegar al presente en que los estudiantes de medicina y anestesiólogos pueden bajarse una aplicación en su Smartphone y aprender las sutilezas de la experiencia de las miles de operaciones diarias e indoloras que tienen lugar en el planeta cada día. Como ironiza el pensador inglés Terry Eagleton, un tiempo en que ni aún los pensadores posmodernos más pesimistas, que dudan de la existencia de todo progreso, aceptaría sonriente una cirugía sin anestesia.