Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay fue escogido como el primer destino para el programa del Musée Picasso de París que llevará la colección alrededor del mundo.
El 25 de marzo a las 21.40, después de varias horas, días, noches, semanas, meses de trabajo, Enrique Aguerre se dio un gusto. Subió una foto a su cuenta de Facebook y después escribió: “Comenzaron los trabajos de montaje de la exposición Picasso en Uruguay, la primera obra instalada en Sala 5 es Buste(étude pour Les Demoiselles d’Avignon)”. Y frente a la catarata de comentarios que aparecieron debajo del post puso: “Cuando abrimos esta caja fuimos varios los que nos emocionamos. Aún estando curtidos...”.
Dos días más tarde, dice lo siguiente a El Observador: “A mí me gusta compartir lo que me pasa porque si no da la impresión de que no tenemos alma, que no tenemos corazón”.
Para Aguerre –54 años, casi una década al frente de la dirección del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV)– son días de tensión contenida, de excesos escandalosos de café y mate, de una vida familiar totalmente relegada, de alegrías inimaginables, de situaciones de alta exigencia, de un gran manejo de las ansiedades propias y colectivas, de dos celulares que suenan uno detrás del otro como si fueran una sinfonía encadenada y, también, de alguna que otra certeza.
La más clara: si el Musée Picasso de París elige como primer destino para su programa Picasso Mundo (cuyo objetivo llevar la obra del artista a países donde nunca antes había estado expuesta) a Uruguay es porque el proyecto del MNAV es lo suficientemente valioso y sólido. Y la segunda: más allá de exposiciones exitosísimas como la de Rafael Barradas, Carlos Federico Sáez e Ignacio Iturria, la era Aguerre va a ser recordada siempre por la muestra Picasso en Uruguay.
No son días cualquiera entonces. Ni en la vida de Aguerre, ni en la de las paredes del Museo Nacional de Artes Visuales, ni del equipo que allí trabaja, ni en la vida cultural del país. La última vez que Uruguay recibió una exhibición de estas características fue en julio de 1998 cuando llegaron 101 obras del Vaticano para la exposición La fe y el arte.
Picasso en Uruguay es, además, única; las 45 piezas vienen directo a Montevideo. Esto no es una gira. Uruguay, entonces, no forma parte de un recorrido que incluye antes a Buenos Aires, San Pablo, Santiago de Chile. “Normalmente nosotros estamos encadenados a la ruta. Pero esta vez no”, dice Aguerre.
La calma, la tormenta, la calma
Es lunes de mañana y el museo está cerrado. Afuera, sobre la puerta de la calle Tomás Giribaldi, hay un patrullero con dos policías. El protocolo de seguridad que exigen las 45 obras valuadas en 280 millones de euros todavía está en marcha. Adentro, en las salas de la planta baja, todo es silencio. Las Nostalgias africanas de Pedro Figari reposan mansas sobre varios muros pintados de verde. Más adelante un María Freire se roba toda una pared de la muestra Irreverentes dedicada a las mujeres del acervo del MNAV. He aquí las dos exposiciones que recibirán al visitante que llegue con un único objetivo: ver a Pablo Picasso.
En el primer piso el escenario cambia. En la sala 5 la temperatura baja considerablemente, se escuchan murmullos en inglés, francés, español. En el piso, apoyadas contra la pared, una al lado de la otra, varias piezas de uno de los artistas más geniales e influyentes del último siglo aguardan su turno para ser colocadas en el lugar que les corresponde. Pero antes un grupo de restauradores y conservadores del museo parisino y del montevideano miran con detenimiento que todo, absolutamente todo, esté en el lugar que debe estar. Cada una de las 26 pinturas, siete esculturas, cuatro cerámicas, tres dibujos, una acuarela y un grabado deben llegar e irse sin ningún tipo de alteración. Por eso el montaje tiene una cadencia lenta y cuidadosa. El lunes Picasso en Uruguay recién está calentando los motores y solo un puñado de obras salieron de las cajas que atravesaron en Atlántico en distintos aviones para llegar a la capital más austral del continente.
Detrás de la curaduría de la exposición está Emmanuel Guigon, director del Museu Picasso Barcelona. Él es, según lo explica Aguerre, el responsable de la musicalidad tan particular. “Él hizo este enganche entre Uruguay, Jaime Sabartés (el poeta íntimo amigo de Picasso que vivió a principios de siglo XX en Montevideo), Joaquín Torres García, las vanguardias catalanas y las vanguardias parisinas”. La división con la que se encontrará el visitante es, entonces, la siguiente: Barcelona modernista (en este caso hay una mezcla con piezas de Torres García), El cubismo en escena, Metamorfosis de entreguerras, El triunfo del erotismo, Cerámicas y El último Picasso.
Guigon es franco suizo, especialista en historia del arte y museólogo, está instalado en Montevideo desde hace unos días y su exigencia gala se nota a la segunda palabra que dice. Camina apurado entre las paredes que por ahora se mantienen desnudas y, al final, se sienta. Habla del valor de Torres García, de Barradas, de Figari, de los poetas franco uruguayos – Laforgue, Lautréamont y Supervielle–. “Uruguay tiene una identidad artística, poética y literaria enorme. Es sí un pequeño país pero tiene una gran tradición en las vanguardias artísticas. Por eso tiene mucho sentido empezar un programa como Picasso Mundo en Uruguay”, cuenta.
La idea de una exposición de Picasso en Uruguay nació hace casi un siglo, allá por los años 20 cuando Sabartés –instalado en Montevideo trabajó como periodista en el diario El Día– propuso traer las obras del artista al sur. La intención se quedó solo en la palabra. Casi 100 años después, gracias a la insistencia y el esfuerzo del coleccionista Jorge Helft –muy cercano a Laurent Le Bon, director del Museo Picasso de París–, la exhibición es un hecho. Su fecha de inauguración, el viernes 29 de marzo está marcada en el calendario de los grandes acontecimientos culturales del país y la región.
El miércoles, con el montaje casi que terminado, Aguerre recorre las distintas salas, se detiene varias veces, acerca la mirada, repite varias veces la palabra maravilloso. Dice que recién va a poder disfrutar de la muestra dos o tres días después de la inauguración. Es probable que se vuelva a dar otro lujo: recorrer las 45 piezas junto a Ignacio Iturria.
“Algunas de las obras están en las paredes del museo de París y vinieron para acá. Y hay otras que son figuritas difíciles, que son pequeñas y cuando las ves de cerca te das cuenta de que son una maravilla. Por eso es tan importante lo presencial frente a la obra. No hay que valorar una pintura porque sea chica, hay que tener cuidado con lo que pasa cuando te acercás porque podés descubrir que tiene el mismo poder que una obra de dos metros”, explica Aguerre.
Sobre esta selección Guigon dice lo siguiente: “Hay muchas obras de peso, de gran porte, claro que no se puede traer el Guernica que no se mueve de Madrid ni Les Demoiselle d’Avignon que no se mueve del MoMa pero hay obras muy potentes. Cada obra conocida o desconocida puesta en un sitio determinado cobra un valor diferente. Es igual que el lenguaje humano, con las mismas palabras se pueden decir cosas distintas. Nunca se van a ver los cuadros de la misma manera porque las obras dialogan entre ellas y eso es lo que buscamos transmitir. Que se sienta una emoción, un placer”.
Al fin y al cabo, ahí está el punto esencial. Y, como dice Aguerre, frente a la obra, por más que cueste, hay que desactivar la información que uno trae. “Hay algo de budismo zen de aprehender la realidad tal cual es y profundizarla y luego olvidarla para volver a descubrirla con esa emoción y esa alegría”, concluye.