Por Juan José Güemes, director del Centro Internacional de emprendimiento del IE Business School.
Hace algunas semanas recibí el siguiente mensaje de un buen amigo: “Juanjo, estoy muy preocupado por la situación de España … cómo veis las cosas por IE Business School … hay algún indicador que nos permita ser optimistas o simplemente dejo de leer los periódicos”. La preocupación que se desprende de la pregunta de Rubén es indicativa de la incertidumbre –e incluso la desconfianza en el futuro- que parece haber apresado a la sociedad española y que –al menos en parte- quizá sea fruto del contraste entre la actual situación de crisis y la historia de rotundo éxito político, económico y social que España ha protagonizado en las últimas tres décadas.
La cuestión es, ¿realmente en España ningún tiempo pasado fue peor?; y sobre todo, ¿dónde reside la esperanza de retomar la senda de la prosperidad?. Para responder a la primera pregunta, no hace falta viajar muy lejos en el tiempo: la situación de la economía española a mediados de los 90 era, en muchos aspectos, parecida a la actual. El déficit público se situaba entonces por encima del 7 % del PIB; y, como consecuencia del mantenimiento de un abultado desequilibrio de las cuentas públicas durante varios años, el peso de la deuda pública superaba el 70% del PIB.
Como ha ocurrido en la actual crisis, el recurso a una política presupuestaria expansiva no solo no sirvió para detener la destrucción de empleo y el aumento del paro, sino que contribuyó a empeorar la situación: uno de cada cuatro activos estaba en situación de desempleo y la situación era notablemente peor entre las mujeres y los más jóvenes. Y como hoy, la desconfianza en la sostenibilidad de aquella situación, tenía su reflejo en el diferencial de tipos de interés de la deuda emitida por el Reino de España en relación a la de Alemania (la “prima de riesgo”).
El desenlace es conocido: la peseta fue expulsada del Sistema Monetario Europeo después de varias devaluaciones; y fue preciso un intenso ajuste presupuestario para enderezar el curso de los acontecimientos y situar a España en condiciones de cumplir los requisitos establecidos en el Tratado de Maastricht para poder ser fundador del euro.
Pero aquí se acaban las similitudes entre la crisis de la década de los 90 y la actual. En (casi) todo lo demás, España es hoy un país mucho mejor al de entonces. El número de ocupados, después de haberse destruido más de tres millones de empleo desde 2007, es casi un 50 % mayor que el promedio registrado entre los años 1977 y 1996; y eso releva una sociedad más fuerte, máxime si tenemos en cuenta que detrás de esas cifras está el ascendente protagonismo de la mujer en el mundo profesional y la contribución de millones de personas procedentes de otros países –particularmente de Latinoamérica.
Los viejos monopolios estatales que hace tres lustros lastraban las cuentas públicas con sus abultadas pérdidas, así como el desempeño del sector privado, al que impedían disfrutar de los beneficios de la competencia, son hoy empresas multinacionales que contribuyen a la creación de riqueza y de empleo en los cinco continentes. El ejemplo de internacionalización de Telefónica o de Repsol ha sido seguido por otras muchas empresas españolas de todos los sectores y tamaños: tan es así, que hoy el stock de inversión en el exterior de las empresas españolas representa un 50 % del PIB (15 veces más que en 1996).
Sin ese extraordinario proceso de internalización –donde nuevamente América ocupa un papel central- difícilmente podría entenderse la resistencia de las empresas españolas en un contexto de caída de la demanda interna tan prolongada. Y, en fin, el esfuerzo de modernización de las infraestructuras de España en los últimos años ha sido tal que podría no invertirse un solo euro en infraestructuras nuevas durante la próxima década sin mermar su potencial de crecimiento.
Pero sin duda el cambio más relevante es del talento. Basten dos cifras para ilustrarlo: en quince años la proporción de españoles con estudios universitarios se ha duplicado (hasta alcanzar el 31%); y el número de patentes registradas por cada millón de habitantes se ha multiplicado por más de tres. Así pues, España, ante una situación económica similar en muchos aspectos a la vivida a mediados de los 90, tiene hoy mucho mejores fundamentos para afrontar con éxito el desafío de recuperar el crecimiento y la creación de empleo.
¿Cómo poner en valor todas esas fortalezas?. La respuesta está en los emprendedores. Son los emprendedores quienes protagonizan la creación de nuevos empleos; y el empleo falla no tanto cuando se cierran empresas, como por la escasez de nuevas iniciativas empresariales. Además, precisamente en la época de intensos cambios que vivimos –y que a diferencia de la crisis han venido para quedarse- los emprendedores juegan un papel esencial como motor de la innovación. Buena prueba del reconocimiento de este papel son las iniciativas como Wayra, con las que gigantes como Telefónica integran el ecosistema emprendedor en sus procesos de innovación abierta.
La constatación del protagonismo de los emprendedores ha llevado al país más emprendedor del mundo a lanzar StartUp America y a cambiar el foco de la política económica desde los tradicionales incentivos a las PMEs, a estimular la creación de nuevas empresas y a dar respuesta a las empresas de reciente creación desde el reconocimiento de su particular fragilidad en los primeros años de vida.
Es en los emprendedores donde residen las oportunidades del futuro y las posibilidades de lograr un crecimiento económico vigoroso y creador de oportunidades de empleo. Y esto es cierto no solo para España y toda la Unión Europea: es también la gran oportunidad de Latinoamérica.