Por Yuriria Sierra, para Excélsior.
Encerradas entre cuatro paredes. Llorando cada noche por la libertad que tal vez nunca recuperarán. Pasando los días en añoranza de una vida que pudo ser, que querían que fuera, pero que se truncó porque una decisión que era solamente suya, que tomaron por encima de los costos emocionales y físicos que factura, que pensaron —que siguen pensando— era lo mejor. Ahí están, ellas, tantas, en la cárcel. ¿Por qué? Porque, por causas que a ellas y sólo ellas incumbe, no quisieron ser madres. Encerradas porque alguien decidió que la suya no era una decisión personal, sino un delito.
Hay otras mujeres, también encerradas, pero ellas bajo tierra, en un cajón en el que caben todos los sueños, todas las ilusiones. Con el camino cortado porque, antes que ser acusadas, prefirieron la oscuridad. Todo salió mal. Sin cuidados, sin precaución. Esquivando el ojo público, el escarnio, la injustificada, pero inevitable vergüenza. Esas mujeres que perdieron su vida porque, en el intento de darle personalísimo sentido, se toparon con los peligros de la clandestinidad.
¿Quién decide cuándo una mujer debe convertirse en madre? ¿Los mismos que aseguran que una mujer no debe salir sola a las calles? ¿Los que afirman que es nuestra manera de vestir lo que provoca a los agresores? ¿Los que reiteran cada que pueden que no deberíamos ocupar un lugar que no fuera la cocina?
Argentina vive bajo una ley que entonces fue vanguardia y que legalizó el aborto en casos de violación y cuando la salud de la madre corriera peligro. Ha pasado casi un siglo y quiso dar el siguiente paso. No lo logró. Los senadores consideraron que no, que la mujer no puede decidir cuándo ser madre. Los legisladores argentinos han condenado, al menos por los próximos doce meses, cuando este tema pueda ser tema de agenda otra vez, a que más mujeres pongan en riesgo su vida, a que sean condenadas a prisión por razones en las que ellas y sólo ellas deberían ser parte.
Es un debate global. El aborto es una práctica constante que tomó relevancia por la gravedad de las cifras de mujeres que mueren por recurrir a métodos caseros —y peligrosos— o que se atienden en clínicas clandestinas. También por casos en los que ni la ciencia médica, a pesar de sus alcances, logró encontrar salida. No es una cuestión religiosa; finalmente, quien no quiera hacerlo no lo hará, pero quienes sí consideran esta práctica como una opción deberían contar con las herramientas y el Estado debería proporcionárselas. Lo hemos discutido ampliamente en este espacio y en varias ocasiones.
Argentina se convierte en un antecedente para el debate que se avecina en nuestro país, según lo declaró Olga Sánchez Cordero. El aborto, el derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro propio cuerpo, será tema de agenda nacional. No sólo la Ciudad de México debe ser territorio de libertades, éstas deberían extenderse a todo el país. La ley que permite el aborto tendría que homologarse en nombre de todas aquellas mujeres que perdieron la vida al ocultarse; y para hacer justicia a aquellas otras que hoy están encerradas por la misma razón.
¿Qué ha cambiado en la vida de los “provida” en la Ciudad de México desde la legalización del aborto? No tendríamos que comenzar por ahí, pero al parecer ésa es la pregunta que quisieran dé pauta al debate. Aunque la respuesta la sabemos: nada. La pregunta correcta es: ¿qué ha cambiado en la vida de las mujeres que tomaron la decisión de interrumpir su embarazo?,
o ¿cuántas vidas se han salvado gracias a la adecuada atención médica?
En once años, en la Ciudad de México se han salvado las vidas o se ha procurado la libertad de 198 mil 906 mujeres. ¿Cuántas vidas o libertades más podríamos salvar si la interrupción legal del embarazo fuera una realidad nacional?