Por Marcelo Pinto, entrenador de Human Performance Institute (HPI) y psicólogo organizacional.
A casi un año de la puesta en marcha de la Ley de Inclusión Laboral, sigue siendo preocupante la adherencia al cumplimiento de esta normativa que exige que las empresas u organizaciones que cuenten con más de 100 trabajadores incorporen entre sus colaboradores a personas que se encuentren con registro de discapacidad. Si bien a la fecha solo es obligatoria para entidades con más de 200 empleados (en abril comienza a regir para instituciones que cuenten con 100 a 199), del total de 3.000 entidades que debían haberse adscrito a la nueva normativa, a inicios de diciembre de 2018, solo alrededor de 40% había cumplido, revirtiéndose la tendencia solo a fines del mismo año cuando la fiscalización se hacía inminente.
Este estilo punitivo, propio de nuestra legislación, hace que el espíritu de la Ley de Inclusión relegue el necesario cambio de mentalidad de las personas a un segundo o incluso tercer plano. En vez, darles un espacio a aquellos con capacidades diferenciadas sólo vendría a restituir un derecho que les fue arrebatado por la deshumanización de las relaciones. Una carencia que ahora, a raíz de la presión que ejercen los países del nuevo mundo, necesitamos “reparar” corrigiendo nuestra avanzada miopía e incorporando como innovación algo que es propio de nuestra condición humana y un derecho incuestionable: el reconocimiento del otro como igual.
Por ello, los desafíos de la ley deben tender a generar un cambio en el significado que tenemos respecto a las personas y su relación con el trabajo. Estos deben favorecer una mirada integrativa en torno a quienes son parte del capital humano en las organizaciones, enfatizando en la importancia y el cuidado de la individualidad en un contexto social donde prime una convivencia sana, justa y respetuosa. En todo esto resulta esencial tener directrices que refuercen conceptos de inclusión en los modelos de aprendizaje desde la infancia, así como políticas públicas que resalten la equidad y el acceso libre a los derechos fundamentales, donde todos y todas seamos valorados por igual.
Desde la perspectiva del desarrollo organizacional, cuando se reconoce talento en un sujeto, las capacidades diferenciadas pasan a ser parte del repertorio que define la adecuación que tendrá la persona a un perfil prestablecido. De esa forma, las entidades se verán beneficiadas y reconocerán el aporte de cada individuo con la necesaria disposición para que estos recursos se potencien. Lo demás es una cuestión de ajustes.
Es fundamental que exista un compromiso empresarial que fomente un ciclo de vida virtuoso desde el inicio hasta el término de la trayectoria de los trabajadores con capacidades diferenciadas, quienes, a su vez, serán los protagonistas del necesario cambio cultural, introduciendo una mirada más inclusiva en las visiones de los organismos. Por su parte, el aparato Ejecutivo y Legislativo debe orientar para que esta relación se perfeccione, impulsando la participación y una perspectiva de inclusión no sólo desde la obligatoriedad, sino desde un discurso público protagonizado por nuestros representantes que fortalezca la unificación de criterios y enfatice el derecho humano en el decir, pero por sobre todo, en el hacer.