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Lisboa, la ciudad de las siete colinas
Viernes, Noviembre 4, 2016 - 13:34

Se dice que las montañas que dan forma a la ciudad son fruto del desamor entre Ulises y una criatura mitológica. Travesía rápida por la capital portuguesa, a la que vale la pena volver.

Durante siglos el océano Atlántico se mantuvo como la frontera insuperable que separaba a los hombres del fin mundo. Ni españoles, ingleses o portugueses, ni los navegantes más hábiles se animaban a explorarlo. Incluso años después, cuando la aviación ya era una ciencia  avanzada, atreverse a cruzar volando los cientos de kilómetros que separan a Europa de América era  una locura. Sin embargo, ahí estaba, poniendo a prueba cuerpo y mente en un vuelo de diez horas como si fuera lo más normal del mundo. Y lo es.
 
Salí de Bogotá una tarde de martes; una escala accidentada en Madrid sin mucho de qué preocuparse y al mediodía del miércoles (hora local) ya llegaba a Lisboa. Desde el aire la capital portuguesa confirma lo que otros viajeros prometen en sus blogs: tejados terracota encaramados sobre colinas que contrastan con el azul verdoso del río Tajo, que bien podría ser otro mar.
 
Lo mejor es buscar hospedaje en el barrio Alto, cerca a las principales atracciones de la ciudad. La cena es bacalao al pil pil, una preparación típica en la que el pescado se cocina con sus propias gelatinas, lo que le da un delicioso sabor sin necesidad de mucho condimento. Caminando se llega en quince minutos a la cima del barrio, donde callejuelas estrechas y empinadas dan la bienvenida a cientos de bares para todos los gustos. Pero antes de bailar hay que parar en el mirador, que ofrece la mejor vista nocturna del castillo de San Jorge, donde nació Lisboa. La experiencia sabe mejor con una Super Bock, la cerveza local.
 
 
Llega la mañana y se hace evidente que junio es el mes ideal para visitar Portugal. Con un clima  agradable, más bien templado, los árboles de jacaranda que cercan las avenidas comienzan a pintar de púrpura toda Lisboa con sus flores, y el cielo, interrumpido solo  por las líneas de vapor que dejan los aviones a su paso, brilla  anunciando  que  es temporada de fiestas. El 10 es el Día Nacional, el 13 el de San Antonio y el 23 el de San Juan, y aunque el tráfico se pone difícil, los trajes típicos y  bailes valen la espera entre los carros.
 
Cuenta una  de las tantas leyendas que fue Ulises, el mismo aventurero de La Odisea, quien fundó la ciudad luego de rechazar el amor de Ofiusa, una terrible criatura mitad mujer mitad serpiente, que al sentirse menospreciada comenzó a golpear su gigantesca cola contra la tierra, dando forma a las siete colinas en las que más tarde se construiría Lisboa. La historia no es muy larga, pero sí lo suficiente como para llegar a la bahía donde el explorador pudo haber atracado, en La Alcántara, y allí, al baluarte de la capital moderna, el Puente 25 de abril.
 
Las colinas, las casas de colores y hasta el tranvía. Lisboa guarda muchas similitudes con San Francisco, sin embargo, el puente es la más notoria por su parecido con el Golden Gate, a pesar de que el último es 500 metros más largo y 30 años más antiguo. Conecta a la capital con el otro lado del Tajo, donde además se encuentra el Santuario de Cristo Rey, que entregó la iglesia en agradecimiento a la ciudad por no participar en la Segunda Guerra Mundial.
 
 
Aunque la estatua es varios metros más baja que el Redentor carioca, los portugueses se enorgullecen porque no tiene rayo que la parta, una pequeña broma que recuerda el incidente en el que el monumento brasilero se quedó sin un dedo. No muy lejos de allí se encuentra Belén, el barrio predilecto de los viajeros. El camino lo señala un avión de una sola hélice, que hace las veces de monumento a Carlos Viegas Gago Coutinho y Artur de Sacadura Freire Cabral, los primeros que se atrevieron a cruzar el Atlántico volando.
 
Su nariz apunta hacia la Torre de Belén, construida sobre el río en 1514 para defender a la ciudad de los  piratas y una de las pocas estructuras que sobrevivió al terremoto que destruyó a Lisboa casi por completo en 1755. De lejos, parece que  estuviera unida por cuerdas, aunque solo se trata de detalles cuidadosamente bruñidos en piedra, una característica de la arquitectura manuelina con la que fue construida.
 
El estilo Manuelino y su simbología marinera también se aprecia  en el Monasterio de los Jerónimos, a dos cuadras de la torre. Esta edificación fue otra sobreviviente del gran terremoto. Además de una fachada nivea, cargada de detalles y  monumentales columnas octagonales, resguarda los restos de Basco Da Gama y Luís de Camões, escritor de Los Lusiadas, una de las más importantes obras de la literatura portuguesa. Junto a la iglesia funcionan los museos de Arqueología, La marina y de Arte moderno, donde obras de Picasso, Dalí y Andy Warhol pueden ser contempladas gratuitamente.
 
 
A estas alturas el hambre se hace sentir. Una cuadra más adelante se encuentra Pasteles de Belén. Allí, por poco más de un euro, se puede degustar uno de los postres más deliciosos y misteriosos de Europa, cuya receta la conocen únicamente  tres miembros de la familia propietaria desde que abrió el local en 1837. Vienen con  azúcar y canela en polvo, y saben muy bien con una taza de café.
 
La correría sigue por la bahía, en el Monumento a los descubrimientos. Tiene la forma de los barcos usados por los portugueses cuando salieron a conquistar al mundo, y sus 55 metros de altura se levantan sobre una rosa de los vientos de 50 metros de diámetro que muestra todos los lugares descubiertos en el siglo XV. Además está LX Factory para quienes quieren un plan menos cultural; solía ser el sector industrial de La Alcántara y ahora resguarda exclusivos restaurantes y bares.
 
Camino a la última parada hay que pasar por la Avenida de la Libertad y el monumento del Marqués de Pombal, una de las figuras políticas más respetadas del país. La estatua, en agradecimiento a quien fuera el gobernador encargado de reconstruir el 70% de la ciudad luego del terremoto, está adornada con leones y las reformas que Sebastião José de Carvalho hizo para convertir a Lisboa en lo que es hoy.
 
 
A pocos metros está el Parque Eduardo VII, un punto verde en medio de Lisboa para observar las jacarandas florecidas en todo su esplendor. Todo termina en la Alfama, el barrio más antiguo de la ciudad, que se destaca por sus casas añejas, amontonadas sobre la única ladera que no se sacudió durante el terremoto, que se estima fue de entre 8,7 y 9,5 en la escala de Richter.
 
Sus callejones angostos hacen que sea difícil moverse en auto pero los restaurantes, ambientados a ritmo de fado, son el mejor punto para contemplar la puesta de sol por encima de los cruceros que se preparan para surcar el océano. En la espalda queda una deuda con el castillo de San Jorge y la promesa de conocer con más tiempo a la ciudad de las siete colinas, que hoy tiene 28. La aventura por el Atlántico europeo apenas comienza.

Autores

Esteban Dávila Náder/ El Espectador