En un lugar con poca agua y lleno de carencias, manejan un hospital donde deben escoger entre transportar un paciente en peligro a otro recinto o mantener con electricidad a los hospitalizados.
Por Juan Toro. Sichili es un pueblo en el país africano Zambia. El lugar cumple a la perfección con la imagen que se tiene de África: está en el medio de la nada. Los caminos son de tierra, al acercarse, las chozas de la gente son similares a las rucas chilenas, con techo de paja. En el centro del pueblo hay algunas casas de concreto para los trabajadores del Estado, un convento, una escuela y el hospital, que es atendido por doctores chilenos. En 2015 y hasta enero del 2016, las doctoras fueron Ignacia Valdés y Gabriela Correa.
Los médicos llegan a través de la ONG Africa Dreams, que puso en funcionamiento en 2013 este hospital, el cual llevaba siete años sin un doctor para atender a los pacientes, pero a donde acuden más de 37 mil de los habitantes de la zona.
Las condiciones del hospital están lejos de ser óptimas. Poco presupuesto, una infraestructura básica y la electricidad. Esta última, aunque existe, depende de generadores que funcionan con combustible, algo siempre escaso. Aún así, el diésel es más fácil de conseguir que el agua: Sichili es la provincia más seca de Zambia y sólo se accede al líquido mediante pozos de agua con bomba manual. Algunos habitantes pueden tener la suerte de tener uno cerca, pero para muchos otros el destino es caminar kilómetros para traerse un poco en baldes. Las mujeres son las que están a cargo de esto.
Ya de regreso en su país, las doctoras ―como se dijo, ambas chilenas, recién egresadas de medicina de la Universidad del Desarrollo (UDD)― recuerdan como se levantaban a las 8 de la mañana, para entrar al hospital que quedaba a solo unos minutos caminando de distancia. Y comenzaban la revisión de los pacientes hospitalizados, recibían nuevos casos en la ambulancia e intentaban comunicarse con los pacientes, un problema que va más allá del idioma. Por suerte podían ser traducidas por los enfermeros. No obstante, había una barrera más compleja que el lenguaje, la cultura local: “Es difícil que sigan los tratamientos. Es difícil explicarles que tienen una enfermedad como la hipertensión y que tienen que tomarse los remedios para el resto de la vida. No entienden porque lo asocian a estar embrujados o piensan que se les va a ir”, explica Valdés, sobre este punto.
El choque cultural es algo permanente. Juan Pablo Ceroni, uno de los médicos que asistieron en el primer viaje de 2013, explicaba la situación así en sus recuentos para Africa Dreams: “Nunca habíamos visto un lugar con tan pocos recursos para trabajar y para peor la gente va al hospital cuando ya nada más le ha resultado, somos la última opción después de que acuden a brujos, chamanes, tratamientos con hierbas, heridas en las partes del cuerpo afectadas y otros, por lo que se imaginarán en las condiciones que llegan al hospital, donde no hemos tenido ni suero para ponerles”.
El presupuesto está a cargo de los médicos que llegan a hacerse cargo del hospital, pero no tienen control en la cantidad de dinero que tienen, que es reducido. Desde el primer viaje, en 2013, hasta hoy, la antigua ala de mujeres del hospital está derrumbada y no está cerca de ser reparada. El presupuesto y su administración es esencial. Ignacia Valdés explica que el dinero era (y es) cosa de vida o muerte: “Es muy frustrante, porque uno nunca pensó que tendría que decidir así sobre la vida de una persona. Es el que está enfermo contra todos los demás. Hay cortes de luz y agua programados, y el diésel que usamos para los generadores es el mismo para el auto. Si hay una emergencia y necesitamos llevar a alguien a Livingston –la ciudad más cercana-, es no tener electricidad para los hospitalizados”.
Las necesidades del lugar son básicas. Ceroni cuenta que quisieron implementar un plan de screening de cáncer de mama y cervicouterino. Esto no se pudo llevar a cabo, porque había aspectos mucho más esenciales de la atención que debían ser cambiados antes, como que el personal aprendiera a reaccionar frente a una emergencia, o que informaran el fallecimiento de un paciente al cambiar su turno. Aunque hoy tienen un plan de gobierno para detectar el cáncer cervicouterino, no es prioritario, y aún no cuentan con equipos para el cáncer de mama.
Este último año, por primera vez, el gobierno envío al hospital un médico local, que pudo trabajar en conjunto a las médicos chilenas.
Gabriela Correa dice que fue complicado que los pacientes confiaran en ellas. Sobre todo en una sociedad donde ser anciano y hombre son motivos de respeto: “Nos damos cuenta que remamos en contra, porque ser mujer es difícil allá y ser viejo te valida, pero tuvimos enfermeros jóvenes que tienen una mentalidad distinta. Sabemos que hay mil cosas que saben mejor que nosotros, porque conocen su gente y sus enfermedades”, explica.
Además, las enfermedades que se encuentran en la zona, son muy diferentes a las que aprendieron en Chile en su formación: malaria, tuberculosis, y 30 veces más sida. Tan distinto es, que una de las emergencias más comunes son las mordidas de serpiente.
Entonces, ¿cuál es la evaluación de todo el proceso que ambas vivieron? Ambas, indican que tienen claro que esta experiencia puede no ser tan aplicable en su regreso a Chile, pero sí las otras habilidades que lograron poner en práctica: el manejo de situaciones complejas, el trabajo en equipo y aprender a tomar decisiones drásticas contra el tiempo. No es poco.