La entronización de la vid y de su fruto, tuvo lugar durante centurias y nos llega hasta hoy, de la mano de las religiones más cercanas a occidente.
Desde tiempos remotos, el vino tuvo un rol sacramental para los humanos y fue considerado por muchas civilizaciones como un elixir sagrado.
Uno de los textos más antiguos conocidos sobre el vino, se encontró en la India y data de unos 1.500 años antes de Cristo. Lo describe como “una bebida hilarante, que ahuyenta el miedo, la fatiga o la pena y en consecuencia, provee energía, satisfacción, imaginación y fuerza”. Esta acumulación de virtudes le daba un carácter muy especial y de ahí, vincularlo con una deidad resultó casi automático.
Los griegos se lo adjudicaron al dios Dioniso, los romanos a Baco y sus respectivas fiestas coincidían con la época de la vendimia. Pero antes y en innumerables murales egipcios, se ilustraron tanto las artes de cultivar la vid y las distintas fases de su elaboración. Los jeroglíficos incluso detallan como se llamaban los diferentes vinos, hasta cómo debían ser guardados, servidos y bebidos.
Como su progenitora, la vid también tuvo su lugar en el imaginario de nuestros ancestros. En el Mediterráneo era venerada junto al olivo y la higuera por el papel vital que sus frutos tenían en la alimentación de sus habitantes. Sabemos por el Antiguo Testamento que durante el Éxodo, la vid no cesa de ser un bien ardientemente deseado por el pueblo hebreo. A sus ojos, ella es el verdadero símbolo de la Tierra Prometida, aún no alcanzada.
Representaba a la madre generosa que a través de sus racimos podía brindarles esa bebida casi milagrosa.Por ello, decenas de textos bíblicos refieren a la gran importancia de este cultivo y sobre todo a su protección. Uno de ellos es bien gráfico y reza así: “Si uno causa daño en una viña, por dejar suelto su ganado de modo que pazca y dañe el viñedo ajeno, deberá restituir al vecino con lo mejor de su propia viña”. (Éxodo:22,4).
Toda esta entronización de la vid y de su precioso fruto, tuvo lugar durante centurias y nos llega hasta hoy, de la mano de las religiones más cercanas a nuestra realidad. Tanto en la cristiana como en la judía, el vino tiene su lugar en sus rituales.
El mensaje de Jesucristo en la última cena, consagrando al pan y al vino, como su cuerpo y su sangre, quedó así instalado en la misa.
La apertura europea que trajo a Colón a las Américas, también trajo la vitis vinífera a nuestro continente de la mano de curas y monjes evangelizadores. Los portugueses de camino a las Indias orientales la llevaron a Sudáfrica. Por su parte y muchos años después, los judíos emigrantes del centro de Europa y del Medio Oriente lo traían junto a sus pertenencias, sus tradiciones y rituales.
En la ceremonia de la boda, el rabino ofrece un sorbo de vino a los novios y al final el varón rompe la copa utilizada. Esta antigua costumbre recuerda la destrucción del templo de Jerusalén, pero también avisa que el matrimonio es frágil. Mantenerlo supone un esfuerzo mutuo y constante.
Este apretado relato nos permite entender el vigente prestigio del vino, que no se compara con el de ninguna de las otras bebidas que frecuentamos.