El fenómeno de la minería ilegal se calcula que se ha expandido a 289 municipios del territorio colombiano y su producción representa el 80% del oro que exporta el país.
Hace cinco años, el presidente Juan Manuel Santos decidió crear una unidad de la Policía de Carabineros que se dedicara exclusivamente a luchar contra la minería ilegal, que en ese entonces era un monstruo que apenas mostraba los colmillos. Sus esfuerzos, sin embargo, no fueron suficientes: el monstruo se ha tragado miles de hectáreas de selva, ha contaminado a los ríos y, además, según el propio fiscal Néstor Humberto Martínez, se ha convertido en el mayor financiador de los grupos armados organizados, incluso por encima del tráfico de drogas.
Por eso, hace un año se creó la Brigada Antiminería del Ejército, para que, en conjunto con la Unidad Nacional Contra la Minería Ilegal de la Policía, ataque el fenómeno, que se calcula se ha expandido a 289 municipios del territorio nacional y su producción representa el 80% del oro que exporta el país. De acuerdo con el comandante de la Brigada, el coronel Federico Mejía, al comenzar el trabajo se dieron cuenta de que “el centro de gravedad de la minería ilegal en Colombia es la corrupción dentro de instituciones y agencias que velan por una minería bien hecha”, dice.
Desde la unidad que dirige le propusieron al Gobierno una nueva estrategia para acabar con la minería ilegal en el país, cuyo piloto se adelantará en Chocó, Antioquia, Nariño, Cauca y sur de Bolívar, los lugares más afectados por este flagelo. El plan, que ya fue aprobado, articula a todos los ministerios e instituciones estatales que tienen que ver con la minería ilegal: desde la DIAN, que regula la entrada de mercurio en el país, pasando por las corporaciones autónomas regionales (CAR), los ministerios de Minas y de Ambiente y entidades como la Fiscalía y la Procuraduría.
El plan propuesto por la brigada plantea que la minería ilegal funciona como una cadena que tiene varios eslabones. “La cadena comprende tres momentos: la producción, el acopio y compra-venta, y finalmente, la comercialización”, explica el coronel Mejía, quien añade que los esfuerzos deben concentrarse en la producción, pues en Colombia, “una vez el oro es extraído, es imposible de rastrear. Nosotros apenas estamos pensando en desarrollar un sistema para lograr la trazabilidad del oro, pero es costoso”.
En la etapa de producción, dice, se ha atacado principalmente a las máquinas. Pero ellas son solo un eslabón de la cadena. “Identificamos varios eslabones: maquinaria, mercurio, acpm —sin el cual no se podrían mover las máquinas—, motores, dragas y cianuro en algunas ocasiones, así como plantas eléctricas para los implementos que necesitan energía, como martillos neumáticos”. Para cada uno de ellos, la Brigada Antiminería designó un analista que durante todo el año pasado se dedicó a estudiar a fondo lo que estaba fallando.
La situación más crítica tiene que ver con la compra de mercurio. Si bien desde 2013 se dispuso que para el 2018 deberá prohibirse el uso de mercurio en todas las actividades mineras, según la DIAN, mientras en los nueve entre los nueve años que transcurrieron entre 2003 y 2012 se importaron en Colombia 902 toneladas de mercurio, entre los años 2013 y 2016 se importaron 441 toneladas.
A eso se le suma otro problema: si bien las regulaciones internacionales establecen que para almacenar este metal tóxico deben tenerse bodegas con condiciones especiales, en Colombia, ni el Ejército ni la Policía cuentan con este espacio. “Si hacemos una incautación grande de este insumo, ¿qué hacemos?, ¿dónde lo guardamos? Así de mal preparados estamos”, comentó Mejía. Además, si bien la Ley 1658 o Ley del Mercurio ordenó crear un “Registro Único Nacional de Importadores y Comercializadores Autorizados”, conseguir mercurio sigue siendo tan fácil como comprar cualquier otro producto.
El segundo de los eslabones que preocuparon al grupo que dirige el coronel Federico Mejía tiene que ver con el Acpm, clave para que la minería siga marchando. Es simple: sin combustible, las máquinas no se mueven. Mejía comentó que los analistas de la Brigada les hicieron seguimiento a los 12.589 galones de diversos combustibles que se incautaron en el país en el pasado mes de enero. “Todos fueron regresados a las personas que lo transportaban, después de haber registrado la incautación”, explicó Mejía, quien añade que “lo ilegal no es el acpm, es la distribución irregular del mismo”, señala el coronel.
De hecho, por la devolución de 3.000 galones de acpm, la Fiscalía le abrió una investigación al inspector de Policía de Caucasia. El funcionario se escudó, señaló la Fiscalía, en que la procedencia del combustible era lícita, desconociendo que, en el momento de la incautación, el acpm estaba surtiendo a frentes de explotación ilícita de oro. “Ellos se hacen los de la vista gorda porque saben que ninguna institución mira cuál es la disposición final del elemento. Se contentan con la foto del resultado pero por el contrario se devuelven los elementos”, le dijo a El Espectador.
Además, existe evidencia de que, presuntamente, las necesidades de quienes hacen minería ilegal podrían alterar la cantidad de combustible que solicitan ciertos municipios cercanos a puntos claves para la minería criminal. Es el caso, presuntamente, de Tadó, en Chocó. En este poblado, con menos 20.000 habitantes, cinco de las ocho estaciones de Policía han solicitado 27.278 galones en lo que va del año. ¿Quién usa ese combustible? La respuesta, cree el Ejército, son quienes están detrás de la minería ilegal.
Por último, está el tema de la maquinaria y de las dragas. Uno de los interrogantes más grandes es qué tan efectiva ha sido la estrategia de destruir las máquinas. Mejía cuenta que “con la venta de autopartes están recuperando las máquinas. Metí a un infiltrado en el mercado de autopartes aquí en Bogotá y lo que encontramos fue que ellos pueden vender las partes de las máquinas destruidas. Algunas autopartes entran por la frontera con Brasil. Una máquina nueva les cuesta $400 millones, pero para ellos es más rentable una máquina usada y vieja, que les cuesta entre $200 y $300 millones”.
Además, les sorprendió la “capacidad” que tienen estas enormes máquinas de “ocultarse” en las carreteras del país. De hecho, el año pasado solo se incautaron seis. “¿Qué pasa en las carreteras de Colombia que nadie las ve? Desde 2012, este tipo de maquinaria debe contar con un registro que, al parecer, nadie les pide. Sospechamos que hay un grave problema de corrupción en este aspecto. A eso se suma que en buena parte de los municipios mineros, los alcaldes son quienes están expidiendo las autorizaciones para dejar entrar la maquinaria”, cuestiona Mejía.
Con las dragas ocurre una historia similar. “¿Cómo puede explicarse que el río Quito, en Chocó, haya entre 30 y 40 dragas en todo su curso, cuando hay un puesto marítimo y una inspección fluvial sobre su cauce?”, aduce Mejía. La situación, asegura, se repite en ríos y riachuelos de todo el país. En este punto, el Ministerio de Transporte juega un papel fundamental, pues es esta entidad la que debe autorizar la existencia y el paso de las dragas por vía fluvial.
Lo más grave es que esta falta de controles sobre los insumos de la minería ilegal no solo propicia su expansión, sino que enriquece a los actores armados ilegales de las zonas donde esta se desarrolla. “Las estructuras como el clan del Golfo viven de minería ilegal y cada insumo paga”, dice el comandante de la Brigada Antiminería. Y añade que, por ejemplo, la mensualidad para mantener máquinas operando en una mina —legal o ilegal— sería de $7 millones, y el solo hecho de llevar un nuevo equipo costaría $8 millones. Además, cobrarían $700.000 por cada caneca de acpm que entra a las zonas, así como por el mercurio.
Mientras se ejecuta esta nueva estrategia, la minería ilegal sigue comiéndose las orillas de los ríos y sigue alimentando las arcas de los actores armados ilegales, que según datos de 2011, son dueños de por lo menos la mitad de las minas del país. Asimismo, el informe para el 2016 de la Iniciativa Global contra el Crimen Trasnacional reportó que en el país existen por lo menos 44 redes criminales involucradas en esta actividad. La tarea que se viene por delante resulta clave; si no, el monstruo que hace tan solo cinco años mostraba los dientes, podría engullirse los ríos y selvas del país.