La animación latinoamericana se ha convertido silenciosamente en un polo de producción de esta industria a nivel global. Ahora apuesta por dar el salto con series y largometrajes propios.
Un ruido despierta a Ana. La niña de seis años baja de la cama, sale del cuarto frío y camina a lo largo de un pasillo de paredes blancas. Busca a su perro, pero encuentra a Bruno: un ser pequeño, calvo, de ojos grandes, orejas puntiagudas y piel verde.
Los asistentes al festival de cine de Morelia, México, se deshacen en aplausos. Muchos auguran que la nueva película de Carlos Carrera (ganador de la Palma de Oro, en 1994, por su corto de animación El Héroe) será el primer gran clásico de películas animadas de América Latina.
La región no ha producido un largometraje animado intenso y universal ni series animadas memorables. La buena noticia es que las condiciones para lograrlo rara vez fueron mejores. En Argentina, Brasil, Chile y México cientos de pequeñas empresas se dedican y prosperan gracias a la industria del motion graphics. En tanto que escuelas de cine locales florecen y las señales internacionales de televisión son receptivas frente a nuevos productos latinoamericanos. Pero los obstáculos también son muchos.
Las que vienen. Ana es una apuesta de US$ 10 millones, pero su director critica “el poder absoluto” de los distribuidores. En México, a su juicio, someten a las animaciones a una competencia desleal con las producciones de Hollywood: “El dueño del cine se queda con 50% de las entradas, el distribuidor retiene 30% y el director recibe 20%”, dice Carrera.
La televisión tampoco ayuda. “En Chile no les interesa nada, a menos que seas hijo del dueño”, dice con ironía el chileno Tomás Welss, quien acaba de terminar “Paraíso Terrenal”, un corto de 20 minutos que le llevó dos años, el trabajo de 14 personas y una inversión de US$ 40.000. Para el cineasta, en Latinoamérica se imita todo mucho y el público prefiere el original a la copia.
En busca de un producto distinto, varios proyectos están apostando a la coproducción. Welss está preparando un largometraje en el polo de animación São Paulo-Campinas. Otro ejemplo es Selkirk, una coprodución argentino-chileno-español-uruguaya, con un costo de US$ 1,4 millón. Su creador es el uruguayo Walter Tournier, artista de larga trayectoria en el uso del stop motion, una técnica tradicional y tan alejada de lo que hace Pixar como lo está Montevideo de Silicon Valley. La idea de Tournier es estrenar su película simultáneamente en los tres países del Cono Sur en julio de 2011, y lograr así una masa crítica de espectadores.
La principal apuesta televisiva es la de los argentinos Elías y Jonathan Hofman, presidente de Exim, con oficinas centrales en Miami y sucursales en 15 países de la región, que planea realizar tres series para televisión.
“De los cinco a 11 años, no hay ofertas de nuestro tipo: están Power Rangers y Pokémon, que son otra cosa”, dice Hofman. Guiones de primer nivel y costos inferiores a los cerca de 7 millones de euros que cuesta una serie de ese perfil en Europa son parte del modelo de esta empresa cuya experiencia proviene del licenciamiento, merchandising y eventos para terceros.
Tecnología barata. “Un terabyte de información hace 11 años me costaba US$ 650.000. Hoy tengo un disco de dos teras y me costó US$ 250”, dice el mexicano Fernando de Fuentes, fundador de Ánima Estudios que produce la serie animada El Chavo del 8. Ya casi llega a los 100 capítulos, todo un hito en la región.
La ventaja de costos tiene otro beneficiario omnipresente, desconocido para el público: son todas las animaciones que vemos en publicidad, identidad de canales y hasta créditos de películas. En fin toda gráfica que tenga movimiento. “Se puede hacer con una Mac de las más potentes”, dice Laura Essayag, cabeza de Less +, estudio argentino que trabaja para canales de arte europeos, entre otros clientes. “Es un fenómeno extraño, grandes empresas mundiales escogen trabajar con estudios muy chicos”.
La respuesta la tiene, en Roma, Florencia Picco, vicepresidenta de branding de Fox para Europa del Este, Medio Oriente y África. “Hace siete años ya había más estudios de motion graphic en Argentina que en Italia”.
Muchos canales como MTVLT, HBO y Televisa renuevan sus imágenes año a año. Sólo un paquete estándar de 90 elementos gráficos animados puede costar entre US$ 70.000 a US$ 200.000. Fox tiene 15 proveedores en Argentina. “En este momento tenemos trabajos encargados para cuatro a cinco señales”, dice Picco.
“Hicimos un trabajo para NatGeo en Hong Kong, más bien técnico, toda la conversión de gráfica estándar al formato HD”, dice Essayag. “La diferencia horaria era brutal, pero ellos querían que se hiciera acá”.
Control de calidad. Pero no todo lo que brilla es oro. “La hiperabundancia también hizo que decayera un poco el nivel. Además, todos subieron los precios. Ahora los de Argentina no son tan competitivos”, dice Picco.
En Chile esta industria es pequeña, pero sigue el mismo modelo. “La oferta viene de estudios que creó gente que vino con experiencia de Estados Unidos, y el resto son estudios chicos que hacen cosas muy buenas”, dice el diseñador y animador Cristián Pasciani. Para Hugo Robles Lama, profesor de animación digital en un instituto profesional de Santiago de Chile, el gran problema de la animación en ese país es que se confunde alta productividad con hacer las cosas rápido y barato gracias al acceso fácil a la tecnología.
Para no correr este riesgo, Carlos Carrera contrató como director de arte de Ana a Marec Fritzinger, un veterano de la animación, quien ha trabajado en cintas como “Mi Villano Favorito” y varias películas de Walt Disney. En la casa de Locoloco Film, la productora de la cinta en el DF, Fritzinger orienta visualmente a las cerca de 30 personas provenientes de la industria mexicana de la animación para anuncios comerciales y videos, aunque ninguno ha trabajado jamás en un largometraje.
¿Marcará este film un antes y un después en la industria latinoamericana de la animación? En dos años más lo sabremos.
*Con la participación de David Santa Cruz desde Ciudad de México.