El campo mexicano es parte de los mitos nacionales, y también objeto de un fuerte debate sobre qué hacer con él. ¿Subsidios para los grandes o asistencialismo a los pequeños?
Una gran cantidad de voces aseguran que el campo mexicano se encuentra en el abandono. Lo describen como si las figuras tristes del campesinado nacional, que muestra en el cine Sergéi Eisenstein y son el retrato favorito de Gabriel Figueroa y el Indio Fernández, salieran del celuloide para vagar de nuevo sobre la tierra gris de la república.
A cien años de la Revolución de 1910, el campo mexicano sigue siendo casi el mismo: rodeado de una serie de mitos históricos propagados por los llamados gobiernos revolucionarios. A diferencia de lo que se cree, la Revolución Mexicana de 1910 no fue una lucha agraria; su principal demanda era por la democracia. La frase Tierra y Libertad, constantemente atribuida a Emiliano Zapata, es de origen ruso y fue usada en sus escritos por el anarquista mexicano Ricardo Flores Magón.
En términos históricos, la Ley Agraria de 1915 no dio origen a la repartición de tierras, ya que tan sólo buscaba pacificar a las huestes zapatistas. El reparto agrario se dio con Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1939, y hoy muchos lo deploran a la distancia. “La repartición de la tierra se convirtió en una maldición para quienes la recibieron”, dice el economista Macario Schettino.
Otro de los críticos es el historiador Ricardo Pérez Montfort. En sus escritos señala que la manutención de los ejidos creados durante el cardenismo por parte del recién fundado Banco de Crédito Ejidal (que recibía recursos de la Secretaría de Hacienda) provocó “un proceso inflacionario y un alza de precios en los productos básicos, dando lugar a una serie de protestas populares que se fueron intensificando desde mediados de 1936”.
Por si fuera poco, la producción agrícola de dos de los principales granos básicos no sufrió ningún incremento. Desde 1877 hasta la década de los 40 del siglo pasado, la producción de maíz y trigo fue bastante estable, según arroja una investigación del agrónomo de la Universidad de Chapingo Sergio Márquez Berber.
“La Revolución nos trajo un cambio en la estructura agraria, pero la producción de maíz no se vio afectada por la lucha”, dice Márquez. “Los altibajos se dieron por desastres naturales como sequías. El trigo sí bajó, pero yo lo atribuyo a que los principales productores se encontraban en el bajío, donde se desarrolló buena parte de la lucha. Tampoco hubo variaciones en la producción de trigo y maíz durante la época de la repartición”.
¿FALTA DE VOCACIÓN?
Para los tecnócratas y teóricos neoliberales, el actual campo mexicano no tiene vocación agrícola. Al no contar con grandes planicies es imposible que compita con productores como EE.UU., Argentina o Brasil. Para las ONG y algunos sectores de la izquierda, el campo se ha convertido en un receptor de subsidios mal estructurados e insuficientes para el pequeño productor, pero que reportan ganancias para las agroindustria e incluso para los narcocultivos.
En datos duros, 27% de la población de México vive del campo, y sin embargo genera apenas el 5% del Producto Interno Bruto (PIB). En los últimos 10 años, sólo en 2007 se captaron más de US$ 100 millones de inversión extranjera.
En contraste, el país importa más del 40% del total de los alimentos que se consumen y, de acuerdo con un documento de 2006 de la Auditoría Superior de la Federación, en México, casi el 75% de las tierras cultivables está en proceso de desertificación.
A decir del diputado Gerardo Sánchez García, presidente del comité ejecutivo de la Confederación Nacional Campesina (una de las organizaciones agrarias más grandes del país y uno de los cuatro pilares fundacionales del PRI): “En este renglón ya hay recomendaciones, por ejemplo, de la FAO y el Banco Mundial, para por lo menos producir el 75% internamente e importar el otro 25%. Eso significa un cambio radical en la inercia tortuosa de la política pública”.
Sin embargo, no todos piensan igual. Los liberales más dogmáticos señalan que México debería aprovechar los acuerdos de libre comercio que sostiene con 43 países de todo el mundo e importar, pues le resulta más barato que producir.
En ese punto se encuentra Macario Schettino: “Una de las razones por las cuales el campo en México no mejora es porque seguimos tirando dinero allá”, dice. “Muchísimos mexicanos siguen en el campo debido a que Procampo les entrega un dinero por su hectárea. Si ese dinero no se les entregara, hace mucho que ellos se hubieran ido del campo y estarían convertidos hoy en clase media. Yo no veo en qué les beneficia que les sigan dando una limosna”.
En contraparte, la encargada del capítulo agrícola de la ONG mexicana Fundar, Ana Joaquina Ruiz, considera perniciosa esa visión. La política durante el gobierno de Vicente Fox Quesada, el primero en el México posrevolucionario emanado de un partido de derecha, y que ha continuado con el gobierno de Felipe Calderón, es que sólo los grandes productores pueden afrontar el reto del mercado. “Los subsidios deben centrarse entre quienes pueden ser competitivos, mientras que los pequeños productores reciben ayuda asistencialista”, dice Ruiz.
Lo anterior se ve reflejado en la asignación de recursos por entidad federativa. En su conjunto, cuatro estados del norte, la zona más rica del país, concentran el 31% de los subsidios nacionales para el campo, mientras que nueve de los estados con mayor pobreza reciben el 28,4%.
De acuerdo con diversas notas periodísticas basadas en los padrones gubernamentales, en México 54.397 productores (1% del total) han recibido 25% del dinero destinado a apoyar al agro nacional. Entre ellos se encuentran gobernantes y sus familias, como fue el caso de los hermanos del ex presidente Vicente Fox. Además de familiares de algunos de los principales capos del narcotráfico como lo son Ismael “el Mayo” Zambada la familia Carrillo Fuentes, García Abrego y hasta los hermanos del afamado prófugo y multimillonario de la lista Forbes, Joaquín “el Chapo” Guzmán. Y de algo habrá servido, puesto que México es uno de los principales productores de marihuana, un producto ilegal pero, al fin y al cabo, agrícola.
Así el lema revolucionario atribuido a Emiliano Zapata, y que fuera el grito de batalla de las reformas agrarias en toda América Latina, “la tierra es de quien la trabaja”, pareciera haberse modificado a un más pragmático, “la tierra es de quien tiene para trabajarla”.
A pesar de ello el PIB agropecuario subió de 2% a 3% entre 2006 y 2009. En ese mismo periodo las exportaciones agroalimentarias aumentaron en tasas superiores al 10% anual, según el informe de actividades de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), relativo a la primera mitad de la administración del presidente Felipe Calderón Hinojosa.
A estas cifras habría que sumarle que, de acuerdo con la FAO, México es el principal productor de aguacate, cebolla, limas y limones; el segundo productor de papayas; el tercero de naranjas así como de toronjas y pomelos, entre otros productos.
Aunque en Comala, el pueblo fantasmal creado por Juan Rulfo, imperen la muerte y la desolación, en otras partes del México actual la tierra es pródiga en sabores.