Una tecnología británica promete acortar la carrera por mejores biocombustibles y reducir la carga de CO2 en la atmósfera. Su apuesta es la naranja brasileña, o más bien, sus cáscaras.
Este año Brasil produjo 15 millones de toneladas de naranjas. El 86% aproximadamente se destina a la industria de jugo de naranja fresco. Calcule cuántas cáscaras genera esta actividad y tendrá, lo más seguro, un número de nueve dígitos.
Lo suficiente para llamar la atención del químico británico James Clark, profesor del Centro de Química Verde de la Universidad de York. Clark revolucionó la última Feria Científica Británica al presentar un método que permite convertir cáscaras de naranjas en biocombustibles usando energía de microondas. Se trata de una de las varias investigaciones que se están llevando a cabo en el viejo continente para desarrollar biocombustibles que ayuden a disminuir las emisiones planetarias de CO2. Sin embargo, el camino hacia una industria sustentable de biocombustible está sembrado de obstáculos económicos y riesgos medioambientales.
La tecnología diseñada por Clark forma parte de un proyecto casualmente denominado OPEC (Orange Peel Exploitation Company). Consiste en triturar la cascara de naranja, ponerla en el microondas en la misma forma en que se haría con un horno casero, activando así la celulosa y otros componentes. “La piel de la naranja contiene un interesante químico que es muy fácil convertir en combustible”, dice Clark.
La Unión Europea aportó € 6 millones al proyecto, en el que colaboran también Carbon Trust, la mayor organización británica especializada en la renovación de la energía de carbón, y la Universidad de São Paulo. Ahora Clark y su grupo están trabajando en la unidad de procesamiento de prueba, que les permitirá tratar 30 kg. de cáscara de naranja (y otros cítricos) por hora.
¿Vale la pena? Entre 1970 y 2009 Brasil duplicó su consumo de energía primaria (petróleo, gas natural) y quintuplicó el de energía secundaria (gasolina, gas licuado y alcohol). En términos de emisiones totales de CO2 el incremento en las dos últimas décadas asciende a un 88%.
Aparte de liderar la producción mundial de jugo de naranja, Brasil es también uno de los principales proveedores de etanol para biocombustibles. En 2010 produjo 2.600 millones de litros de etanol, el 30,1% de la producción mundial. El proyecto de Clark propone una convergencia entre ambas industrias. Ahora bien, ¿es posible, viable o siquiera recomendable?
Existe una polémica abierta entre partidarios y detractores de los biocombustibles. Un estudio reciente de la universidad estatal de Oregon concluyó que todos los esquemas de biocombustibles vigentes en EE.UU. reducirían el uso de combustibles fósiles en tan solo un 2,5% y a un costo de US$ 67.000 millones. El mismo ahorro se obtendría con un impuesto de 2,5% por galón de gasolina común, y a un 10% del costo.
“El problema con los biocombustibles de primera generación, en especial en Brasil, es que talan los bosques tropicales para hacer crecer los cultivos, por lo tanto se pierde mucho de la biodiversidad y del hábitat natural”, dice Marvin Marcus, científico y ambientalista de la Escuela de Biología de la Universidad de Nottingham, quien colabora con el Programa LACE (Lignocellulosic Convertion to Ethanol), que se centra en la producción de etanol desde desechos agrícolas.
Estos serian los llamados biocombustibles de segunda generación, y Europa ha puesto su mirada en ellos, particularmente en la producción de etanol desde residuos de paja (waste straw). Marcus descarta que pueda haber una tecnología sin efectos secundarios para el medio ambiente. Sin embargo, los biocombustibles extraídos de residuos de paja provienen de materiales de desecho tomados desde otras industrias, lo que los convierte en un bio-producto.
Un estudio reciente del Imperial College de Londres intentó resolver la controversia entre el uso energético y alimentario de los cultivos. Su principal conclusión es que el reemplazo paulatino de combustibles fósiles por biomasa solo es posible aumentando la productividad del agro y aprovechando eficazmente sus desechos. Si esto se lograra, generar la quinta parte de la demanda energética actual mediante biomasa sería “una ambición razonable”, como señaló el académico Raphael Slade durante la presentación del estudio.
El chileno Claudio Ávila, del Departamento de Química e Ingeniería Ambiental de la Universidad de York, coincide con Marcus respecto de los efectos colaterales de algunos biocombustibles. El uso indiscriminado de los recursos atenta contra la producción de alimentos o genera aéreas de monocultivos para satisfacer las necesidades de materia prima para la producción del combustible. Sin embargo, Ávila sostiene que estos efectos colaterales se irán reduciendo “en la medida en que más evolucione la tecnología empleada, y eso depende de factores económicos y sociales”.
Al juicio del científico, la principal barrera para la producción de biocombustibles en América Latina es el alto costo de la inversión y la baja rentabilidad de largo plazo para inversionistas y capitales. Sin embargo, confía en que los biocombustibles podrían suplir las necesidades energéticas en pequeñas comunidades lejanas a las grandes economías de escala. Por ejemplo, el gas metano generado por la fermentación de basura de un vertedero es muy bajo como para incentivar a una empresa para invertir en él, “pero puede ser una fuente valiosísima para una pequeña comunidad agrícola que desee calefacción para casas o invernaderos”, dice Ávila.
Mientras tanto, Clark defiende su tecnología de microondas precisamente en base a costos. A juicio del científico, con ella no se busca recrear el tamaño de las grandes refinerías de petróleo, sino una tecnología barata y modular. La máquina de microondas es relativamente pequeña y fácil de desplazar hacia donde se encuentran los desechos. “La más grande que conozco, que puede trabajar con 6 toneladas por hora, mide 5 o 6 metros de longitud”, dice Clark.
Para Igor Polikarpov, profesor del Instituto de Física de São Carlos, perteneciente a la Universidad de São Paulo, la utilización de cáscaras de naranja como materia prima para biocombustibles es un desarrollo interesante. “Pero se necesita poner en la ecuación cómo obtener mayor valor agregado con las tecnologías disponibles. El limoneno (componente mayoritario del aceite de la cáscara de naranja) tiene un alto valor agregado; utilizándolo como subproducto de la generación de biocombustibles se abarataría el proceso como un todo”, dice.
Ese abaratamiento, sostiene el especialista, es fundamental para que el proceso sea efectivamente competitivo. Actualmente la cáscara de naranja se utiliza como alimento para animales, por lo que cualquier uso alternativo del residuo debe resultar más rentable para los productores.
Si el proyecto fructifica, es probable que su vaso matutino de jugo de naranja (o el vodka naranja del happy hour) sirva además para alimentar su estanque de gasolina. Salud.