Mientras Chile expande geográficamente sus vinos, Argentina busca en nuevas (y olvidadas) variedades con la esperanza de superar a su vecino.
¿Escuchó alguna vez las palabras Arinaroa o de Caladoc? Tal vez pronto lo haga. O, mejor, las saboree. Integran la oleada de nuevos vinos con los cuales algunos productores de Argentina buscan forjarse una identidad y, de paso, sobrepasar a sus competido-res chilenos en los mercados de Europa y EE.UU.
Ambos países parecen haber elegido estrategias distintas. En su lado de la cordillera, Chile explora varietales clásicos en zonas geográficas extremas. Argentina, en cambio, apuesta a varietales más exóticos para repetir lo que logró con el Malbec: convertirlo en la versión mejorada y dominante a nivel mundial.
Los productores argentinos exportaron US$ 559 millones entre enero y agosto de este año (debajo de los US$ 982 millones de los chilenos). Sin embargo, han empatado la penetración chilena en EE.UU. por volumen (9%), y obteniendo mejores precios. Argen-tina es ahora el mayor proveedor de Canadá y Brasil. Pero tiene un problema. Jancis Robinson, la gurú inglesa de los vinos, lo advirtió desde su columna en el Financial Times: Argentina “es un país de vinos tintos… peligrosamente dependiente de una sola variedad de uva y una sola región vitivinícola gigante, Mendoza”. Si bien en esto último exagera –los vinos argentinos de Salta, San Juan, Río Negro y Neuquén se desarrollan velozmente–, tiene razón sobre la malbecmanía. De hecho, según Wines of Argentina, el Malbec representó el 46% de las exportaciones totales entre enero y agosto de 2010. El vino que le sigue en términos de crecimiento es la mezcla (o blend) de Syrah-Malbec.
Chile parece mejor posicionado. A sus ya más tradicionales Cabernets y Merlots, ha sumado Pinots Noir, Carménères y, gran sorpresa, Carignans de la zona del Maule, world class.
La ventaja de tener más cartas, sin embargo, se pierde un poco debido a dos elementos. En Argentina hay 370 bodegas exportadoras de vino embotellado; en cambio, el mercado chileno está dominado por de cinco o seis conglomerados muy fuertes en la exportación. En EE.UU. (no así en Europa) estas compañías, en promedio, sólo han logrado entrar en el segmento de vinos baratos. Y el consumidor local chileno no está muy interesado en nuevos varietales. Ambas condiciones ayudan al conservadurismo.
“Hoy día, más que nuevos varietales, lo que se hace en Chile es explorar las zonas geográficas más extremas: Huasco en una punta y Osorno en la otra”, dice Alejandro Jiménez, editor de la publicación especializada en vino Wain. “Hay viñateros indepen-dientes que propugnan ‘vinos de garaje’. De ahí también salen vinos extraños que no tienen que ver con los cepajes, sino con los estilos”.
En Buenos Aires, Miguel Brascó, el gran crítico enológico local, es duro con la estrategia de marketing chilena. “Prestaron oreja a la tontería del Carménère, cuando el Merlot chileno es buenísimo”, dice. Por la novedad se perdió la posibilidad de darle al Merlot una proyección mayor. Jiménez concuerda que no hacer una campaña global y dejar que cada marca hiciera la suya no fue la opción más correcta.
Chile tiene que organizar una industria mucho más orientada al mercado externo y se encuentra parcialmente atrapado en sus dos grandes variedades. “Es muy difícil que un país o región vinífera nueva puedan construir una industria global basada en Cabernet y Chardonnay”, dice Brascó.
AUDACIA TRANQUILA
La bodega argentina Familia Zuccardi posee 30 hás dedicadas a varietales nuevos. “Buscamos aprender el mejor sistema de vinificación de estas variedades”, dice Rubén Ruffo, enólogo de la compañía. Cuando éste tiene éxito durante uno o dos años, lo co-mercializan en su línea “Textual”, con volúmenes limitados de 1.000 a 3.000 botellas. Y de allí puede saltar a una producción masiva, como les ha ocurrido con el Viognier, una alternativa al Chardonnay, o el Arinaroa (variedad híbrida de Petit Verdot y Merlot).
Aun así es un camino complejo. “Es difícil incursionar al estilo de Francia o Italia en mercados de varietales muy nuevos”, dice Ercilia Nofal, una de las propietarias de Bodegas Nofal.
Aunque parezca raro, Nofal ha exportado Tempranillo a España, pero se trata de una excepción. “A nivel global muchas veces los consumidores no se fijan en las variedades sino en el origen de los vinos, tal es el caso de Francia o Italia”, dice Nofal. “Solamente cuando se avance en la difusión de las bondades de cada cepa y región se desarrollará un mercado más transparente”.
Curiosamente, una variedad tradicionalmente despreciada podría convertirse en la fuente de la próxima gran explosión productiva de los argentinos. Se trata de la tan humilde como extendida Bonarda. Ocupa el 18% de las 228.500 hás totales de viñedos, en segundo lugar atrás del Malbec. Ya en 1970, el experto francés Paul Truel advirtió que en realidad correspondía a la variedad francesa Corbeau (igualmente conocida como Charbonneau o douce noir). Un estudio genético con 17 muestras realizado por un equipo de la Universidad Nacional de Cuyo lo confirmó el año pasado. Desde entonces ha surgido la idea de cambiarle el nombre por otro más glamoroso.
“Es absurdo cambiarle el nombre por ser afrancesado y darles el gusto a unos pocos”, dice Brascó. “La Bonarda argentina es mejor que la italiana por la sencilla razón que ellos la usan para hacer frizantes y vinos de segunda calidad”.
En Francia la variedad está bastante desprestigiada, hay muy pocas hectáreas cultivadas, por lo que tampoco les convenía para el mercado internacional. Los expertos propu-sieron, en cambio, la denominación intermedia de “Bonarda Argentina”.
Bodegas como Sur de los Andes, que exporta el 90% de su producción, ya desarrollaron dos Bonardas de alto nivel. “La Bonarda tiene un potencial similar al Malbec”, dijo a la prensa su director, el economista Luis Banfi. En cinco a 10 años más tal vez veamos cuál de los dos príncipes viñateros del Cono Sur está más cerca de ceñirse la corona.