Rezagados históricamente, los viñateros mexicanos apuestan a un mejor porvenir. Su principal barrera es una cultura de bajo consumo y los impuestos.
“Cierra los ojos, siente el olor del roble ahumado, las fresas, los frutos rojos; baja la copa, que toque los labios, desliza el líquido con tonos rubí, que inunde tu boca”. Si usted cree que esta descripción corresponde a un vino del valle chileno de Colchagua o de la provincia argentina de Mendoza, está equivocado. Se trata de un vino mexicano.
¿Mexicano? Sí, luego de más de un siglo –en gran parte por una epidemia de filoxera que aniquiló las vides del país en 1900– un ramillete de viñedos en Baja California y Querétaro busca darse un lugar meritorio entre los vinos del Nuevo Mundo. No es tarea sencilla. Para lograrlo deben enfrentar tres obstáculos nada menores: el bajísimo consumo local, la escasez de tierras y aguas a niveles adecuados, además de la competencia de los vinos chilenos y argentinos.
Aun así, ya producen algunos “caldos” más que meritorios: “Originalmente ese vino se había planeado para convertirse en un rosado”, dice del brebaje que se menciona al comienzo de esta nota Ricardo Espíndola. Como sommelier de Freixenet México, su paladar es muy exigente. No obstante la intención original, el enólogo decidió que se transformara en uno de los pocos tintos que fabrica esta marca catalana, famosa por sus vinos espumosos. De hecho, comenta con orgullo, el Sala Vivé, producido en el estado de Querétaro, ha sido considerado el tercer mejor espumoso del mundo fuera de la región de Champagne.
No es el único triunfo que han logrado las vitivinícolas mexicanas en los últimos tiempos. “En competencias internacionales se han obtenido medallas de oro, plata y bronce, y reconocimientos por su calidad, que suman más de 500 en los últimos 10 años”, dice Rafael Almada, Director General del Consejo Mexicano Vitivinícola, A. C.
El sommelier argentino Edgardo Schiller está de acuerdo: la calidad del vino mexicano se está incrementando. Muestra de ello son las bodegas L.A. Cetto, Monte Xanic, que acumula desde 1990 alrededor de 200 premios en todos sus vinos, o Casa Madero, la autodenominada la vinícola más antigua de América, que ha obtenido unos 100 durante la última década.
Pese a estos galardones, el consumo de vino en México aún es marginal: los mexicanos ingieren apenas 550 mililitros anuales por habitante (unos dos vasos al año), mientras que en países como Italia, Francia o España el consumo per cápita anual alcanza un promedio de 50 litros, en tanto que en Argentina, por ejemplo, son 30.
Negocio de alto Riesgo. Por muchas razones de larga data el vino mexicano nunca ha despegado. En la década de los 80 incluso sufrió una crisis que prácticamente hizo que desaparecieran los viñedos de la zona de Querétaro. “Muchos agricultores arrancaron las vides para sembrar productos agrícolas más redituables”, dice el riojano Miguel de Santiago, enólogo de Viñedos La Redonda. “No había oferta local razonable e incluso la calidad de las pocas marcas de vinos que resistieron se veía afectada por estar fabricados con uva de mesa”.
El consumo se recuperó paulatinamente a partir de los 90, y en la última década aumentó en un 8%. De acuerdo con un estudio de mercado realizado en 2010 por la Oficina Económica y Comercial de la Embajada de España en México, “cada año aumenta tanto la producción de vino nacional e importaciones de vino extranjero”. Las asociaciones de productores esperan un crecimiento en el consumo de 12% en los próximos cuatro años. Sin embargo, las importaciones han crecido un 100% contra 49% de la producción local. Las razones son varias.
José Alberto Zuccardi, titular de la bodega argentina del mismo nombre, es testigo del boom de compras mexicanas. “Es el sexto mercado para los vinos argentinos. En 2010 el país vendió 500.000 cajas de 12 botellas y creció un 30%”. Sin duda el consumo está aumentando. “Allí cualquier incremento es importante: son más de 100 millones de habitantes”. Parte de la penetración, arguye, se debe a cadenas de parrillas estilo argentino creadas por ex futbolistas de esa nacionalidad. “Cadenas como El Rincón Argentino y Cambalache son muy importantes en la cultura gastronómica”, dice Zuccardi. Y crean gusto.
Aunque los mexicanos entienden que con la carne asada esos vinos andan bien, algunos creen que una oportunidad para los vinos locales es buscar una identidad diferente, asociándose a otros ritos culinarios. Los producidos acá “tienen una buena estructura y acidez, los taninos no son muy agresivos”, dice Schiller. “Por ejemplo, el director de Dom Perignon desde que lo probó con mole negro de Oaxaca cada vez que puede lo lleva a sus catas”.
Y eso que un mole negro tiene alrededor de 50 ingredientes, incluyendo chocolate, canela, pimienta y varios chiles secos y tostados. Todo un desafío para el maridaje y que los vinos chilenos y argentinos no pueden superar. El problema es convencer a los mexicanos de combinar sus propios vinos con su condimentada e intensa gastronomía.
Zuccardi, en Mendoza, discrepa con energía: “Es un mito totalmente inexacto que no lo puedan superar. La comida mexicana va bastante bien con vinos como un torrontés que puede ser maridado con comidas muy especiales”. Desde su mirada, el elemento central que dificulta un mayor consumo, de locales o importados, son los costos que impone el estado: “Los vinos en México son muy caros. La carga de impuestos es muy alta”. De hecho se le considera un producto suntuario, por lo que los productores deben pagar 25 % extra de impuesto especial sobre producción y servicios (IEPS). Para cumplir con este requisito se tienen que llevar inventarios, presentar informes a la Secretaría de Hacienda y solventar inspecciones trimestrales, lo que eleva considerablemente el costo administrativo.
Debido a ello el perfil del consumidor de vino en México sigue estando de manera predominante conformado por hombres de mediana edad y con un nivel socioeconómico medio-alto y alto. Algo que buscan cambiar todos los involucrados en la industria.
Para Miguel de Santiago, en el país faltan consejos reguladores para verificar la calidad de los vinos, o bien, crear denominaciones de origen que obliguen a los productores a mantener la calidad. México carece todavía de una uva insignia y los tintos avasallan al resto de las variedades. Aun así los viñedos de Querétaro y del norte del país intentan generar vinos de alta gama, cultivando para ello de entre tres y cuatro toneladas de uva por hectárea en condiciones muy cercanas a las orgánicas.
“Existen ganas de mejorar la situación”, dice Schiller. “Hay un compromiso de los vitivinicultores mexicanos que se nota en la relación precio/calidad, porque es necesario que todos en el país se enteren de que existen buenos vinos a precios accesibles”.
En la actualidad el Consejo Mexicano Vitivinícola, A. C. agrupa a 13 empresas vinícolas, que en conjunto representan el 85% de la producción vinícola nacional. En el estado de Baja California existe además una asociación local, con un número similar de asociados, aunque algunos están en ambas cámaras. Si bien el número de etiquetas que se producen varía “calculamos que a la fecha existen alrededor de 220 marcas de vinos mexicanos”, comenta Rafael Almada. ¿Podrán sobrevivir todas? Los recaudadores de impuestos, antes que los consumidores, lo definirán.