Era la crónica de una separación anunciada, pero no por eso tuvo menos impacto en el ámbito de la política brasileña: en la tercera semana de septiembre de 2013, el Partido Socialista Brasileño (PSB), liderado por el gobernador de Pernambuco, Eduardo Campos, se alejó de la base de apoyo del gobierno de Dilma Rousseff, rompiendo una vieja alianza que data de 1989i.
Para ningún seguidor atento de la actualidad de este país-continente fue una sorpresa. De hecho, en marzo del presente año publicamos una columnaii donde anunciábamos la inminente ruptura entre el Partido de los Trabajadores (PT), el domicilio político de Dilma, y los socialistas brasileños, que tienen gran fuerza en el Nordeste, donde están la mayoría de los seis estados que gobiernan.
El PSB acompañó a Lula en todas sus campañas, salvo en 2002 cuando presentó como carta presidencial al ex locutor evangélico carioca Anthony Garotinho, quien obtuvo un nada despreciable tercer lugar, con el 17,9% de los votos. Esa vez pasaron a segunda vuelta Lula y José Serra, del Partido Social-Demócrata Brasileño (PSDB), y el PSB le brindó su apoyo en el ballotage al ex dirigente metalúrgico, lo que fue decisivo para asegurar su triunfo.
Lo cierto es que Campos venía dando señales desde hace tiempo de que no toleraba más seguir ocupando roles secundarios dentro de la coalición gobiernista, donde el PT siempre ha distinguido como su principal aliado al PMDB (Partido Movimiento Democrático Brasileño), cuya principal característica es la de haber sido casi siempre oficialista, incluso en gobiernos de muy distinto signo ideológico.
Así es como desde el inicio del gobierno de Dilma Rousseff (enero de 2011), el telegénico gobernador pernambucano, que fue ministro de Ciencia y Tecnología durante la administración de Luiz Inácio Lula da Silva, reivindicó su derecho a postularse en la carrera presidencial de 2014, por lo que el hecho de separar aguas del petismo un año antes de la coyuntura electoral era un hecho relativamente previsible que estaba en los planes de todos los analistas.
El factor Marina Silva. Lo que no figuraba, sin embargo, en las proyecciones de nadie era que, una vez consumada el quiebre, lo que implicó la entrega de los cargos que el PSB mantenía en el gobierno -entre los cuales los más destacados eran el ministerio de Integración Nacional y la Secretaría de Puertos, además de presidencias de empresas estatales-, el partido de esta suerte de “ahijado” de Lula, a quien éste siempre protegió con una suerte de paternal condescendencia, se iba a convertir en un polo aglutinador de “lulistas arrepentidos”, con grandes perspectivas de crecimiento.
En efecto, un acontecimiento inesperado, la negativa de parte de la justicia electoral a reconocer como partido legalmente constituido a la Red Sustentabilidad, que intentaba crear otra ex ministra de Lula, Marina Silva -quien ejerció la cartera de Medio Ambiente, hasta que en 2008 abandonó el gobierno, y un año después dejó las filas del PT para formar el Partido Verde-, terminó arrastrando a Marina y a buena parte de sus seguidores (conocidos como los ”marineros”) al PSB, el cual se ha visto súbitamente fortalecido con una inyección de nuevos militantes que gozan de un no desdeñable poder de influencia en la sociedad.
Marina Silva, que creció en la más profunda pobreza en el estado de Acre, en una familia de recolectores de caucho, se alfabetizó recién a los 14 años, y es, al igual que Lula, una clara exponente de la resiliencia de algunos brasileños que son capaces de superar todas las dificultades que les plantea una sociedad que aun hoy mantiene grandes bolsones de desigualdad.
Gracias a su esfuerzo personal, y trabajando incluso como empleada doméstica para financiar sus estudios, Marina logra llegar a la Universidad Federal de Acre, donde se afilia, en primer lugar, a un partido clandestino marxista e inicia posteriormente su carrera política como concejal en el municipio de Rio Branco. Como activista ambientalista, le correspondió ser compañera de lucha de Chico Mendes, el legendario organizador del campesinado que fue asesinado por orden de latifundistas, y con él funda la filial de la CUT (Central Única de Trabajadores), en esa zona amazónica, en 1985, el mismo año en que ingresa al PT.
Desilusionada con la política medioambiental de Lula, que durante sus dos gobiernos privilegió el ethos desarrollista antes que uno de carácter conservacionista, Marina Silva crea, como apuntamos antes, el Partido Verde, en 2009. Y en las elecciones presidenciales de 2010, concurre como abanderada del ecologismo más militante, logrando 19,3% de los votos y superando los vaticinios de las encuestas que le asignaban, a lo sumo, 14% de los sufragios.
De este modo, una candidata mujer, con sangre indígena y africana mezclada en sus venas, y seguidora del culto pentecostal, se erigió en un fenómeno digno de atención en una elección cuya segunda ronda se decidió entre las candidaturas de Rousseff y el paulistano José Serra, dándole de nuevo la victoria al PT en su sempiterno enfrentamiento con el PSDB.
¿Y ahora qué? En el repechaje, Dilma barrió con el ex gobernador de San Pablo, imponiéndose con el 56,05% del total de votos válidos, lo que demostró que Lula, su gran gestor y patrocinador, no había estado errado al elegir a su ex ministra de la Casa Civil y virtual jefe de gabinete como su sucesora. Decisión que, en un primer momento, no fue muy bien comprendida por la militancia del PT, que veía a Dilma Rousseff (ex militante del PDT -Partido Democrático Laborista- hasta 2001), como una “recién llegada”, sin demasiada historia dentro del lulismo.
Pero la voluntad del indudable líder natural del PT pudo más y su discípula, con fama de gerente eficiente y decidida, llegó al Planalto tras ser ungida por su poderoso dedo índice.
La pregunta que surge ahora, no obstante, es si acaso el PT y principalmente Lula estarán dispuestos, ante este nuevo escenario que se ha configurado, con Campos y Marina Silva tirando de un mismo carro, a renovar la confianza que siempre han declarado en cuanto a que Dilma es la única opción presidencial del PT, con vistas a su reelección en 2014 (siguiendo el mismo camino que recorrió Lula, de dos mandatos de cuatro años ininterrumpidos).
En cuanto a esto, Lula ha sido majadero hasta el hartazgo, señalando que no existe ningún “Plan B”, que lo pueda hacer desistir de su decisión de que Dilma se repita el mismo plato que él ya probó.
Una anécdota es muy ilustrativa al respecto: Caio Junqueira, periodista del diario Valor Económico, contaba en junio de este añoiii que un grupo de sindicalistas se reunió con Lula y que alguno, más audaz que el resto, protestó por el estilo presidencial de Dilma, poco amiga de las bilaterales con los gremios (o con cualquier otro sector corporativo, a decir verdad), y le sugirió si acaso no quería repostularse. La respuesta de Lula fue un escueto palabrón.
Entonces, Paulo Okamotto, cercano asistente del ex líder obrero, entró a la sala y Lula le dijo (textual): “Esos hijos de puta están queriendo que yo vuelva”. Okamotto respondió: “No sería una mala idea, Presidente…”. Lula, entonces, retrucó con otro exabrupto: “Ah, ¡véte al carajo, tú también!”.
La opción del “Lula vuelve” parecía, sin duda, inimaginable, a comienzos de junio de 2013, pero después muchas piedras corrieron por el río de la vida política brasileña. Para empezar, la explosión de protestas sociales semi-espontáneas que se produjeron en el país ese mismo mes, al calor de la inauguración de los estadios remodelados para el Mundial de Fútbol del próximo año, y que perturbaron un panorama que, en la superficie, se mostraba idílico y tranquilo.
Es cierto que las protestas se calmaron, dada la habilidad política de la presidenta que prometió reformas políticas que aún no está claro cómo se vehiculizarán, pero que le dieron un innegable respiro que ya comienza a ser registrado en los sondeos de opinión.
La evaluación positiva del gobierno de Dilma subió seis puntos y alcanzó un 37%, según los resultados de una encuesta Ibope encomendada por la Confederación de la Industria, que se divulgó a fines de septiembre pasado. Un alza no menor, si se considera que a finales de julio el porcentaje de brasileños que consideraban al gobierno “óptimo” o “bueno” había sido de 31%.
La confianza en la presidenta también creció y registró ahora 52% ante los 45% que se contabilizaron en julio.
La “remontada”, a las luces de estas cifras, es evidente, pero ¿le alcanzarán al PT para asegurarse un triunfo en las elecciones de octubre de 2014, donde, según la Constitución brasileña, si un candidato no alcanza 50% de los votos deberá realizarse una segunda vuelta que lo enfrente a su más inmediato perseguidor?
Realineamiento problemático. La reconfiguración de fuerzas políticas que se acaba de dar en Brasil, de un modo ciertamente sorpresivo, pone un signo de incertidumbre sobre cualquier pronóstico.
Las últimas mediciones conocidas dan a Dilma Rousseff corriendo en punta en intención de voto (encuesta Carta Capital/VoxPopuli, divulgada a comienzos de septiembre). La petista suma, en ese sondeo, el 38% de las preferencias, seguida por Marina Silva (19%); Aécio Neves, el candidato presidencial del PSDB (13%) y Eduardo Campos, del PSB, con 4%. El margen de error es de 2,1 puntos porcentuales, lo que deja la posibilidad de un segundo turno abierto.
El 15% de los potenciales electores dijo que iba a votar en blanco y 11% se manifestó indeciso. Una encuesta similar, realizada poco antes de que las protestas de junio estallaran, le daba a Rousseff 51% de apoyo, seguida por Marina y Aécio, con 14% cada uno de ellos, y Campos, con 3%, aunque éste, hasta entonces, continuaba dentro del redil de la alianza oficialista.
El interrogante que aparece de inmediato es cómo afectará el big bang que se ha producido en estos días a las expectativas que suscita naturalmente todo reordenamiento de fichas sobre el tablero.
Por lo pronto, los signos que se conocen no sirven para alimentar precisamente el optimismo dentro del PT.
Tenemos, en primer lugar, a una Marina Silva, que en la reunión del sábado 5 de octubre donde anunció a sus aliados que iba a dar el paso de ingresar al PSB y de llegar inclusive a ser la candidata a vicepresidenta en una fórmula común con Eduardo Campos (aunque todavía no ha confirmado esta posibilidad oficialmente), acusó haber sido víctima del “chavismo” y la “hegemonía” del PT en el gobierno, al no tener la luz verde necesaria para formar la Red Sustentabilidad, tal como ella quería.
“Hay una tentativa en el país de intentar, de forma casuística, eliminar una fuerza política que legítimamente tiene el derecho de constituirse como un partido político. Veo un riesgo de envilecimiento de nuestra democracia”, aseguró en rueda de prensaiv.
Por otro lado, Eduardo Campos, pese a que mantiene un discurso formalmente de izquierda, que es propio de una colectividad que fue fundada en 1947 y luego disuelta por la dictadura militar desde 1964 hasta 1988, se viene recostando desde hace tiempo en sectores de derecha, con el fin de ampliar su arco de alianzas y proyectarse más allá del Nordeste, que es su zona principal de influencia (su abuelo, Miguel Arraes, figura patriarcal del PSB, fue también gobernador de Pernambuco).
Una muestra de ello: en septiembre, antes incluso de romper con el PT, acogió en su partido al diputado Paulo Bornhausen, ex militante del DEM (un partido de derecha ya virtualmente extinguido) y del PSD (su sucedáneo histórico), con objeto de arraigarse en Santa Catarina, un estado del Sur del país, donde el PSB era prácticamente inexistente. Y le dio el puesto de presidente del socialismo en dicho estado, en un tipo de acercamiento a los rivales tradicionales del petismo que se ha reproducido desde entonces hasta ahora en muchos estadosv.
De otra parte, junto a Aécio y Marina, Campos ha conformado un tridente particularmente crítico de la política económica de Dilma, en un esfuerzo por ganarse la confianza del empresariado ante la posibilidad de que una alternativa al PT llegase en algún momento al Planalto.
Reunidos en un foro organizado recientemente por la revista Examevi, los tres dijeron que Dilma fue incapaz de crear un ambiente de seguridad para las inversiones privadas, culpándola, en forma indirecta, de la desaceleración que vive la economía brasileña que está estacionada en una expansión anual del PIB de alrededor de 2%.
Frente a ello, algunos en el PT encienden señales de alarma, reflotando el estribillo del “Lula vuelve”, como garantía o “bala de plata” infalible ante cualquier escenario, incluido el peor de todos que supone a Campos y Aécio, unidos en una segunda vuelta, para propinarle lo que ellos esperan sea un golpe definitivo al ciclo de una década del lulismo en el poder.
Otros, en cambio, llaman a mantener la calma y a continuar con el plan original de la reelección de Dilma a todo evento, al menos por dos razones: a) porque cambiar de caballo a mitad del río sería una señal irrefutable de desconfianza de antemano en las posibilidades de la candidata; y b) porque una coalición opositora demasiado heterogénea, que es la que en los papeles se plantea, poniendo a socialistas, ecologistas y “tucanos” (el nombre con el que en Brasil se conoce a los militantes del PSDB), bajo un mismo paraguas programático, sería inviable a mediano y largo plazo.
Los que votaron por Marina en 2010, según esta línea de análisis, serían ciudadanos descontentos con un país polarizado en torno al clivaje clásico PT versus PSDB, y no aceptarían aparecer plegándose a uno de los actores de esa dinámica. Y, por otra parte, los sectores más ideológicos del PSB no estarían dispuestos a que su identidad histórica se diluyera dentro de un partido tan laxo y pragmático que es capaz de aceptar dentro de sus filas a personajes como Paulo Bornhausen, que descienden en línea directa de ARENA, el sustento político civil de la dictadura militar brasileña.