Angela Merkel inició su discurso como lo hubiera hecho cualquier presidente o jefe de gobierno: con aplomo y claridad de mensaje; pero lo que siguió en nada se parecía a los discursos presidenciales típicos. Era un congreso internacional en Berlín hace 10 años; el partido gobernante, el Democratacristiano, había prestado su sede para la realización del evento y la canciller fue la oradora una de las tardes del congreso. Concluido su discurso comenzaron las preguntas y la oradora no evadió una sola: con absoluta ecuanimidad iba de una a otra; cuando el tono o la complejidad de las preguntas se elevaba, ella respondía con intensidad. Los sistemas parlamentarios son muy distintos a los presidenciales, que protegen a los jefes de Estado. No así los parlamentos, donde los líderes políticos debaten a diario todos los temas, enfrentan cuestionamientos -igual razonables que viscerales- que los obligan a defender su causa y rebatir a sus contrarios. Para los líderes parlamentarios no hay cuartel.
Recordé aquella escena cuando vi al presidente Andrés Manuel López Obrador hablar de su “testamento político.” Pasmoso el contraste entre una canciller combativa, lista para responder -y escuchar- toda y cualquier refutación, frente a un presidente en un ambiente absolutamente controlado donde nada se deja al azar. Los sistemas parlamentarios y los presidenciales son muy distintos y cada uno tiene sus virtudes y defectos, pero en lo que los parlamentarios son excepcionales es en que le impiden al líder político controlar la escena. Ahí está Boris Johnson tratando de salvar su pellejo frente a una rebelión de su propio partido o la permanente debilidad de los gobiernos españoles más recientes porque cualquier movimiento puede llevar a la oposición al gobierno.
El control de la escena es precisamente lo que caracteriza al gobierno del presidente López Obrador y el secreto de su popularidad. Nada se deja al azar: la narrativa se cocina en casa, la sede de las mañaneras es del presidente y los asistentes, con excepciones eventuales, son casi todos paleros. Nada se deja al arbitrio. Si a eso se agrega la ausencia de una oposición unida con una narrativa que rivalice a la presidencial, el escenario explica no sólo el control del discurso público, sino en buena medida también la popularidad. Y el riesgo que el propio actor produce.
Cuando AMLO inventó las mañaneras, al inicio de su gestión como jefe del gobierno del DF, el contexto era muy distinto, reminiscente del contraste entre un primer ministro y un presidente. En aquel momento, AMLO era el pugilista que debatía todo y respondía a cuanto cuestionamiento se le presentaba, mientras que Fox era el presidente protegido, aislado, cansado y desinteresado en defender un proyecto político o la democracia en sí.
El AMLO de hoy, aunque obviamente muy distinto en personalidad y forma de actuar, es como el Fox de entonces: controlando su territorio para proteger su popularidad. La pregunta relevante es si el final de ambos protagonistas será muy distinto.
Fox llegó al gobierno habiendo logrado el hito histórico de derrotar al partido hegemónico. No había manera de superar ese logro como presidente. Si a eso se agrega que nunca entendió las fuerzas, esperanzas y cambios que su triunfo electoral había desatado, el entorno parecía garantizado a naufragar. La combinación de estos dos elementos resultó letal. Por un lado, su victoria llevó al “divorcio” entre el PRI y la presidencia, lo que alteró dramáticamente la estructura del sistema político tradicional. La presidencia todopoderosa dejó de serlo (además de ser disminuida por las propias limitaciones del personaje), en tanto que toda clase de poderes fácticos cobraron inusitada relevancia, comenzando por los narcotraficantes. Por otro lado, la derrota de un partido dedicado al control y a la sumisión de la ciudadanía había abierto ingentes expectativas de una transformación democrática. Fox demostró carecer de la capacidad para comprender ambas dinámicas y así le fue.
López Obrador llegó con la misión de transformar al país de cabo a rabo: imponer un nuevo sistema de gobierno (bueno, el viejo sistema) y controlar la economía, la población y todas las decisiones. Echó a andar proyectos costosos e históricamente rebasados y muy pronto acabó dedicado a lo único que le ha salido bien: su reconocimiento popular. En contraste con Fox, que al menos entendía que ningún presidente o gobierno puede controlarlo todo en esta era del mundo, López Obrador intentó echar hacia atrás el reloj de la historia y lo único que ha conseguido es paralizar la inversión, con ello reduciendo el crecimiento de la economía y las oportunidades de empleo e ingresos de la población. La pandemia, y Ucrania, le han resultado una buena excusa para una pésima gestión, pero la migración hacia Estados Unidos lo delata porque demuestra que sí había otra manera de conducir al gobierno y que el rezago mexicano es responsabilidad exclusivamente suya.
¿Terminará AMLO como Fox? La única certeza es que la popularidad es siempre fugaz, como lo ilustra el propio Fox y otros presidentes que le precedieron. Dedicarse a la popularidad en vez de al desarrollo sólo lleva a un posible final. La pregunta es qué tan malo.