La presencia y participación del presidente Castillo en la reciente Cumbre de las Américas, realizada en los Estados Unidos, revestía cierta importancia para el país anfitrión. La razón es que los presidentes de izquierda de la región (aunque no solo ellos), amenazaban con un boicot al evento por la exclusión de los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Por ello, que un presidente nominalmente de izquierda no se sumara al boicot era importante para el gobierno de los Estados Unidos. De otro lado, también era importante para el gobierno estadounidense que ese presidente de izquierda no empleara la ocasión para atacar sus políticas hacia la región.
A diferencia del presidente de México, López Obrador, Castillo no se sumó al boicot a la Cumbre. Y, a diferencia del presidente Fernández de la Argentina, no empleó el podio que le ofrecía la Cumbre para atacar las políticas de los Estados Unidos hacia la región (y, en particular, la decisión de excluir a los países antes mencionados). El gobierno peruano se pronunció sobre el hecho de que no se invitara a Cuba, Nicaragua y Venezuela, pero lo hizo a través de un escueto comunicado de nuestra cancillería anterior a la Cumbre. Y lo hizo sin mencionar por su nombre a ninguno de los países involucrados: el pronunciamiento se limitó a decir que nuestro gobierno “ha hecho saber oportunamente su aspiración de que en la Cumbre participen todos los países de la región”. Es decir, no dejó de expresar una opinión en torno a la controversia, pero lo hizo de modo virtualmente imperceptible, como para no generar una controversia con el gobierno anfitrión.
Castillo habría pasado de incógnito en la Cumbre de no ser por un solo hecho: terminar su discurso central invocando la máxima “América para los americanos”. La misma resume la denominada Doctrina Monroe. Esta en sus inicios tuvo como propósito enfrentar el riesgo de que la restauración monárquica tras las guerras napoleónicas, produjera un intento de las monarquías europeas por recuperar sus colonias en el continente americano.
Al proclamar su doctrina, Monroe tenía en mente lo dicho por Thomas Jefferson cuando sostuvo que “América tiene un hemisferio para sí misma”. El problema obvio con esa expresión era que, en su país, la palabra “América” se emplea aún hoy tanto para designar a los Estados Unidos de Norteamérica como al conjunto del continente americano. No en vano a inicios del siglo XX el presidente Theodore Roosevelt estableció su Corolario a la Doctrina Monroe. En sus propios términos, este asume que evitar el daño que pudieran causar potencias hostiles, tanto en el hemisferio americano como en otras regiones, “podría requerir la intervención de una nación civilizada”. Lo cual, a su vez, podría “forzar a los Estados Unidos, aunque sea de modo renuente, (…) a ejercer el poder de una policía internacional”. Desde entonces la Doctrina Monroe se convirtió en la justificación oficial de las invasiones militares de los Estados Unidos en el hemisferio occidental (amén de otras formas de intervención ilegal, como su participación en el derrocamiento de Salvador Allende en Chile).
Prueba de que esa controversia no es historia antigua, es el hecho de que en 2013 el Secretario de Estado de la Administración Obama, John Kerry, declaró ante la OEA que “La era de la Doctrina Monroe ha llegado a su fin”. En 2018, sin embargo, el Secretario de Estado de la Administración Trump, Rex Tillerson, declararía que dicha doctrina fue “claramente exitosa”, y que “es tan relevante hoy como lo era el día en que fue escrita”.
Uno supondría que, si alguien jamás olvidaría el ominoso legado de la Doctrina Monroe, sería un presidente latinoamericano presumiblemente de izquierda. Pedro Castillo, sin embargo, no parecía conocer el contexto antes descrito.