Esta crónica de Humberto de la Calle revive los hechos que tuvieron lugar hace dos décadas en el Hotel Tequendama, centro de operaciones de los delegatarios que le dieron vida.
Es muy poco conocida la intervención de Gabriel García Márquez en la elaboración de la propuesta constitucional del gobierno. Por petición suya, le enviábamos copias de los borradores del proyecto del gobierno. No solo se interesó en la redacción, sino que expuso sus juicios en notas manuscritas al pié del los documentos.
Al ver la propuesta de Preámbulo y enfrentar la discusión sobre la mención de Dios en el mismo, García Márquez propuso que se dijera que la Constitución se expedía “en nombre de todos los Dioses de Colombia”. Esta iniciativa fue recogida por los grupos indígenas.
Nuestra propuesta sobre el Derecho a la Vida rezaba así: “El derecho a la vida es inherente a la persona humana. En ningún caso se impondrá la pena de muerte. La ley que garantice el derecho a morir dignamente y a disponer de los órganos del propio cuerpo respetará la voluntad de la persona”.
El Maestro, por su parte, sugirió una fórmula maciza: “La vida es el derecho esencial del ser humano”. Sobre la naturaleza de ese derecho, hubo intensa discusión en la Comisión Primera, especialmente a instancias de Alberto Zalamea.
En cuanto al derecho a la información, ni nuestro proyecto, ni la Constitución, contienen una fórmula tan vigorosa como la que imaginó el Nobel: “El derecho a la información es inherente a la persona humana”. Y para justificar tales palabras, puso a mano esta expresión, en la cual pesa tanto el desafío como la ironía socarrona: “Si quieren democracia, hay que correr los riesgos”.
Cuando en el derecho de petición sugerimos mantener la redacción anteriormente vigente, que alude a la presentación de peticiones respetuosas a las autoridades, García Márquez recomendó eliminar la expresión “respetuosas”, con la admonición de que no es válido “desconfiar tanto de la gente”. Tenía razón.
Vino luego el derecho a la protección de la maternidad. Utilizamos la expresión plural para hacer referencia al derecho de “las madres” a gozar de una licencia remunerada. Y agregamos: “La ley podrá extenderla a los padres”, a lo cual el Maestro replicó sugiriendo la utilización del singular, para evitar el chiste inevitable relacionado con la concurrencia de diversos padres en una sola gestación. Agregó algo que, además, tiene validez universal: “Lo peor que le puede pasar a una Constitución es que la mamen gallo”. Sabia sentencia, no sólo en aquellos aspectos permisivos o favorables, sino también en las disposiciones dirigidas a afirmar la autoridad del Estado.
Fui yo el que propuso que se incorporara la noción de plusvalía en la redacción del Derecho a la Vivienda Digna, como figura destinada a evitar la aberración todavía existente que permite al dueño de un lote de “engorde” lucrarse inmerecidamente. Creo que es una idea que tiene un inmenso fondo de equidad y un gran potencial en el desarrollo urbano.
Pues bien, el Maestro descalificó, no la idea, sino el término plusvalía, porque era “marxista, técnico y feo”.
En el Derecho a la Cultura nos sugirió una primera frase concisa y densa: “La creación cultural y su difusión son libres”. Y la justificó así: “Hay que empezar con un mazazo en la cabeza como Kafka: Gregorio Samsa se despertó esta mañana convertido en un monstruoso insecto”.
En lo conceptual adelantó ideas de variada índole, tales como la prohibición absoluta de la reelección presidencial, el voto obligatorio y la edad de 16 años para el reconocimiento de la ciudadanía, pero estas dos últimas acompañadas de un visible signo de interrogación como si se tratara de una simple invitación a la meditación.
Donde fueron más feraces sus relaciones con el gobierno fue en el terreno de la paz. Por aquella época, era un tema que trataba casi a diario con César Gaviria. Se sabía, además, de intensas gestiones suyas con agrupaciones, personalidades y gobiernos extranjeros. Esa ferviente devoción por la paz fue objeto, también, de una propuesta de artículo. Nos sugirió este texto: “La paz es condición esencial de todo derecho y es deber irrenunciable de los colombianos alcanzarla y preservarla”.
Mucho mejor esta propuesta que el artículo finalmente aprobado, según el cual “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Recuerdo que me opuse a este artículo. Mi argumento se refería al temor de que ese tipo de formulaciones gaseosas, terminaban generando una especie de degradación retórica de los derechos, enfermedad que ya padecía la Constitución del 86.
Dije: ¿A qué tipo de derecho se alude? ¿Es un derecho de aplicación inmediata? ¿Puede un colombiano acudir, de manera directa, a un juez para que le garantice ese derecho a la paz? ¿Cómo sería la tutela para la protección de la paz como derecho?
Uno de los proponentes del artículo, Diego Uribe Vargas, saltó encolerizado y me dio una reprimenda de padre y señor mío. Su argumentación era facilista: el gobierno mira la paz con desdén. Pese a ello, sigo creyendo lo mismo que en ese momento. En la sesión del primero de abril repetí la idea con mayor precisión técnica: La paz no es un derecho “generador de un poder subjetivo de alguien, de tal manera que haya una obligación que se constituye en un correlato inseparable y esencial de la expresión....rodeado de unos elementos técnicos de protección, sin lo cual entramos nuevamente en el manejo que yo he calificado como retórica de los derechos”.
Más tarde, cuando la Constituyente había comenzado sus deliberaciones, se propuso insistentemente, con el beneplácito y el auspicio del gobierno, que García Márquez tomase a su cargo la revisión final del texto aprobado. Es también lastimoso que las marchas forzadas que se hicieron necesarias al final del período de deliberaciones, para evitar vicios que destruyeran la Constitución, dado el plazo perentorio e inamovible, hubiesen privado al país de esta ayuda.