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A Aristide debiera permitírsele regresar a Haití
Jue, 27/01/2011 - 09:30

Mark Weisbrot

Cuando los reporteros no dejan que los hechos impidan una buena historia
Mark Weisbrot

Mark Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR), en Washington, D.C. Obtuvo un doctorado en economía por la Universidad de Michigan. Es coautor, junto con Dean Baker, del libro Social Security: The Phony Crisis (University of Chicago Press, 2000), y ha escrito numerosos informes de investigación sobre política económica. Es también presidente de la organización Just Foreign Policy.

El infame dictador haitiano, “Baby Doc” Duvalier, regresó a su país, mientras que el primer presidente elegido democráticamente del país, Jean-Bertrand Aristide, aún no puede volver.  Estos dos hechos dicen todo lo que hay que saber sobre la política de Washington hacia Haití, y sobre el respeto a la democracia que tiene nuestro gobierno en ese país, tanto como en la región.

Al recibir preguntas sobre el regreso de Duvalier, quien bajo su dictadura torturó y asesinó a miles de personas, el portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos, P.J. Crowley, dijo “este es un asunto para el gobierno y pueblo de Haití.”

Pero al recibir preguntas sobre el posible regreso de Aristide, él dijo que “Haití no necesita, en este momento, más estorbos”.

Cables publicados por Wikileaks, la semana pasada, muestran que Washington presionó a Brasil, quien lidera la misión militar de las Naciones Unidas en Haití, para que se evitara el ingreso de Aristide al país y que se limite su influencia política desde el exilio.

¿Quién es este hombre tan peligroso que teme Washington? En 1996, el Washington Post describió su primer mandato de esta manera:

Elegido abrumadoramente, derrocado por un golpe de Estado y retornado al poder por tropas estadounidenses, el populista ex sacerdote abolió el represivo ejército, casi le puso fin a las violaciones a los derechos humanos, mayormente cumplió con su promesa de promover reconciliación, celebró elecciones desorganizadas pero justas y, aunque contaba con suficiente apoyo popular para ignorarla, honró su promesa de dejar el poder al final de su mandato. Un récord formidable.

Eso fue antes de que el consejo editorial del Washington Post se hiciera neo-conservador, y más importantemente, antes de que Washington lanzara su campaña para derrocarlo por segunda vez. Junto con sus aliados internacionales, congelaron virtualmente toda ayuda extranjera al país después de 2000. Al mismo tiempo, invirtieron millones de dólares para fomentar un movimiento opositor. Con el control de la mayoría de los medios de comunicación, y la ayuda de matones armados, asesinos convictos y ex líderes de caravanas de la muerte, el empobrecido y quebrantado gobierno fue derrocado en febrero de 2004.

La gran diferencia entre los golpes contra Aristide, de 2004 y de 1991, es que en 1991 el presidente George H.W. Bush no reconoció al gobierno golpista, aunque fue la misma CIA la que lo financió. Tuvieron que por lo menos disimular que no estaban involucrados.  Pero en 2004, bajo el segundo presidente Bush, ni siquiera se molestaron en esconderlo. Esto representa la degeneración de la política extranjera de Estados Unidos.

Tuve una conversación hace poco con un congresista veterano de Estados Unidos, en la que le comenté que Washington derrocó a Aristide la segunda vez, en 2004, porque él abolió al ejército. “Así es,” me respondió.

Washington es un lugar cínico. Las organizaciones de derechos humanos más importantes de esta ciudad no hicieron casi nada cuando miles de haitianos fueron asesinados después del golpe de 2004, y miembros del gobierno constitucional fueron encarcelados. Y a estos supuestos defensores de derechos humanos, y las otras organizaciones que trabajan a favor de la “democracia”, no parece molestarles que el distinguido ex presidente de Haití siga en exilio -en violación  de la constitución haitiana y derecho internacional. Ni les molesta que su partido, el más popular del país, esté prohibido de participar en elecciones. Los grandes medios de comunicación, en general, le siguen la corriente.

Ahora hay elecciones en Haití en que la Organización de Estados Americanos, al pedido de Washington, quiere elegir por Haití quién debería participar en la segunda ronda de sus elecciones presidenciales. Esa es la imagen que tiene Washington sobre la democracia.

Sin embargo, Aristide sigue vivo, en exilio forzado en Sudáfrica. Continúa siendo el líder político más popular en Haití, y siete años no son suficientes para borrar su memoria de la conciencia haitiana. Aristide volverá tarde o temprano.

*Esta columna fue publicada con anterioridad en Center for Economic and Policy Research.

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