No basta con negociaciones bilaterales entre Cuba y EE.UU. para salir del impasse. Brasil y otros países de la región necesitan estar más comprometidos. Deberían alentar a las autoridades cubanas a que moderen sus persistentes violaciones a los DD.HH.
Concuerdo con los dichos del canciller brasileño Celso Amorim, quien el año pasado dijo que Cuba era una prueba crucial del compromiso del presidente Obama con América Latina. Pero no es sólo una prueba para Washington. Estados Unidos necesita la ayuda de Brasil y otros países de la región para formular una nueva política hacia Cuba.
Cuba no es una preocupación urgente para América Latina o EE.UU. Pero no hay otro asunto donde Washington esté tan fuera de sintonía con el resto de la región. Mientras EE.UU. continúa con su estrategia de aislar y castigar a Cuba, todas las demás naciones del hemisferio han establecido relaciones normales con la isla.
Todos se oponen vehementemente al embargo comercial. Aparte de desafiar a la Casa Blanca, son pocos los países que rescatan algo admirable o respetable del régimen cubano. Casi todos consideran que, política y económicamente, Cuba es antediluviana. Pero también rechazan la hipocresía de Washington, donde pocos funcionarios creen en la propia retórica de que EE.UU. promueve la democracia en Cuba, mientras que al mismo tiempo favorece el comercio y la diplomacia con otros gobiernos represivos.
Para el gobierno de Obama debería ser menos desafiante políticamente restaurar las relaciones con Cuba, que enfrentar otros obstáculos que impiden mejorar los lazos entre América Latina y EE.UU., como la tan necesitada reforma migratoria, las erráticas políticas comerciales de Washington y sus aún inflexibles estrategias anti droga.
Desde luego, el hábil y bien financiado lobby anticastrista se opone férreamente a cualquier ablandamiento hacia Cuba. La fuerza de este lobby en Florida, un estado clave en las elecciones presidenciales de EE.UU., es intimidante para cualquier político. Pero cada vez más estadounidenses están a favor de normalizar las relaciones con Cuba y de permitir un mayor comercio y más viajes a la isla.
El gobierno ya ha tomado algunas medidas para reducir las restricciones de la era de Bush, como reducir los obstáculos para los viajes de familiares y para el envío de remesas a Cuba, permitir inversión estadounidense en las telecomunicaciones y facilitar la venta de alimentos, entre otros. Es más, hace poco EE.UU. se unió a los demás países latinoamericanos para poner fin a la exclusión de Cuba en la OEA. En un reciente reunión en la ONU, el ministro de Relaciones Exteriores cubano se entrevistó con la jefa de gabinete de Hillary Clinton. Ha sido el encuentro de más alto nivel en más de 20 años.
Más que el lobby en Miami, lo que ha evitado cambios más significativos es la intransigencia del gobierno cubano, que se niega a cualquier concesión por modesta que sea y al más mínimo gesto de buena voluntad. Exigir plena reciprocidad de La Habana sería un error, porque ello le daría al gobierno cubano el control sobre el ritmo y los contenidos de las iniciativas de EE.UU. Pero ningún presidente estadounidense puede avanzar mucho o muy rápido con un régimen que es abiertamente hostil hacia EE.UU. y que abusa los derechos de sus propios ciudadanos. Obama, que ya está bajo el intenso fuego de legisladores y comentaristas conservadores, no puede simplemente abrir sus brazos a Cuba cuando sus líderes -como dijo el propio presidente- mantienen los puños cerrados.
Probablemente no baste con negociaciones bilaterales entre Cuba y EE.UU. para salir del impasse. Brasil y otros países de la región necesitan estar más comprometidos. Al menos deberían alentar a las autoridades cubanas a que moderen sus persistentes violaciones a los derechos humanos y a que atenúen su agresiva retórica anti estadounidense. Pero incluso los líderes latinoamericanos más comprometidos con la democracia y los derechos humanos se han mostrado hasta ahora reacios a involucrarse.
Esto se explica en parte porque muchos de los líderes de la región recibieron ayuda cubana cuando fueron perseguidos por las dictaduras militares (muchas de las cuales tenían buenas relaciones con EE.UU.). Aun así, los líderes democráticos tienen la obligación de no hacer la vista gorda cuando Cuba trata a sus ciudadanos con la misma brutalidad e injusticia con la que los trataron sus propios regímenes militares. Dada su historia, es difícil entender cómo el presidente Lula se muestra indiferente a los huelguistas de hambre cubanos y los compare con delincuentes comunes.
Si Amorim quiere que EE.UU. cambie su política hacia Cuba, debería aconsejar a su propio y otros gobiernos de América Latina de variar su enfoque hacia Cuba. Tienen toda la razón en buscar la plena incorporación de Cuba a los asuntos hemisféricos, pero eso no quiere decir que pasen por alto sus políticas represivas.