A pesar de los elogios que despertó el acuerdo con las FARC, incluido el Premio Nobel que ganó Juan Manuel Santos, la paz sigue siendo esquiva en este país de 50 millones de habitantes, que aún es el mayor productor mundial de cocaína.
Tumaco, Colombia. Cuando el presidente Juan Manuel Santos y el líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Rodrigo Londoño firmaron el acuerdo de paz y se estrecharon la mano para poner fin a una guerra de medio siglo, se esperaba que los habitantes de ciudades como Tumaco vivieran más tranquilos.
Diecinueve meses después, para la gente de este puerto del Pacífico en el sur colombiano resultó todo lo contrario.
Es cierto que, como estableció el acuerdo, la mayoría de los militantes de las FARC se desmovilizaron aquí y en el resto Colombia, un país del tamaño de Francia y España juntas, donde un terreno accidentado y un gobierno ausente en muchas zonas permitieron a la guerrilla convertirse en la autoridad de facto.
Pero Santos, que enfrenta una desaceleración económica al final de su segundo mandato, lucha por hacer valer la ley en diferentes regiones del país en donde los rebeldes impusieron por años su voluntad en comunidades de civiles indefensos.
A pesar de los elogios que despertó el acuerdo con las FARC, incluido el Premio Nobel que ganó Santos, la paz sigue siendo esquiva en este país de 50 millones de habitantes, que aún es el mayor productor mundial de cocaína.
Con las FARC fuera del mapa, grupos ilegales armados como la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y bandas criminales formadas por exparamilitares de ultraderecha y disidentes de las FARC luchan por los espacios dejados por la otrora agrupación rebelde: izan banderas, alistan combatientes, cobran impuestos y exigen lealtad en tierras remotas.
Y están aprovechando los medios más lucrativos que habían financiado a las FARC, desde el narcotráfico hasta la extorsión, pasando por la extracción ilegal de oro.
"Es como una caldera del diablo en donde está en ebullición, una sopa en la que se cocina todo tipo de ingredientes criminales", dijo Juan Camilo Restrepo, hasta hace poco el jefe negociador del gobierno en las conversaciones de paz con el ELN.
"Es una puja para apoderarse de los despojos que deja en negocios y en territorios la salida de las FARC", explicó.
En los últimos nueve meses, Reuters viajó a Tumaco y muchos otros lugares en Colombia para comprender el avance de grupos armados que aprovecharon el pacto de paz para reposicionarse.
A sangre y plomo. Considerado uno de los rincones más violentos del sudoeste de Colombia, Tumaco se ubica en una zona selvática con varios ríos que le brindan a la cocaína, producida en las grandes plantaciones de hoja de coca cercanas, una salida al Pacífico.
Aquí, las nuevas fuerzas guerrilleras compiten con las bandas criminales por las lucrativas rutas de la droga.
A comienzos de este mes, un pequeño grupo de exguerrilleros de las FARC mató a balazos a un periodista, un fotógrafo y al conductor de un diario ecuatoriano, luego que el gobierno del vecino país rechazó sus demandas de liberar a sus camaradas encarcelados al otro lado de la frontera.
Al este de la ciudad portuaria, el ELN se apoderó del territorio donde las FARC dejaron abandonada una mina ilegal de oro. En el noroccidental departamento del Chocó, sus guerrilleros están reclutando nuevos miembros y se apoderan lentamente de la selva que alguna vez estuvo también bajo dominio de las FARC.
Disidentes de las FARC se enfrentan con el ELN en el departamento del Cauca por el control del narcotráfico, mientras que en Antioquia combates entre bandas criminales que se disputan una zona estratégica para el narcotráfico y la minería ilegal provocan desplazamientos masivos de campesinos.
Cerca de la frontera con Venezuela, en el departamento de Norte de Santander, una banda llamada Los Pelusos lucha con el ELN, lo que también obligó a cientos de campesinos a dejar sus casas.
Para ganar apoyo al acuerdo de paz, Santos prometió inundar los antiguos baluartes de las FARC con tropas e inversiones sociales y de infraestructura.
El plan contempla una inversión anual de unos US$3.000 millones en los próximos 15 años para impulsar el desarrollo en regiones devastadas por la guerra y mejorar los servicios de salud, la educación, la infraestructura y la agricultura.
Una piedra angular del plan es la sustitución de cultivos para los campesinos que dependen de los ingresos ilícitos de la coca. Pero la debilitada economía dificulta el financiamiento.
Además de los presupuestos gubernamentales más austeros, la burocracia retrasa la construcción de carreteras, acueductos, escuelas, redes eléctricas y hospitales que incluye el programa para millones de personas con poco acceso a infraestructura.
El plan de sustitución de cultivos del gobierno alcanzó en 2017 apenas un poco más del 30% de su objetivo de 50.000 hectáreas y ha provocado malestar entre los campesinos que temen quedar arruinados cuando arranquen sus matas de coca.
La ira estalló cerca de Tumaco en octubre pasado, cuando siete campesinos murieron en un confuso tiroteo con policías y soldados mientras trataban de impedir la erradicación de sus plantas de coca.
En lugar de ser un activo, a semanas de la elección presidencial para elegir al sucesor de Santos, la vacilante paz desconcierta a un electorado ya frustrado por el desacelerado crecimiento económico, los deficientes servicios de educación y salud, y la abismal brecha entre ricos y pobres.
El gobierno dice que está haciendo todo lo que puede.
Ya desplegó 80.000 policías y soldados a los antiguos bastiones de las FARC. Y en enero lanzó su mayor maniobra militar en años al enviar 9.000 efectivos al conflictivo Tumaco y a otras poblaciones a lo largo de la costa del Pacífico, en el departamento de Nariño, cerca de la frontera con Ecuador.
Pero el plan no es suficiente.
Grupos como las Guerrillas Unidas del Pacífico (GUP) están estableciendo bastiones. "Esto está sucediendo en toda Colombia", dijo Joan, líder de un escuadrón de ocho combatientes cuando patrullaba el año pasado la selva al sur de Tumaco.
Liderado por exguerrilleros de las FARC que rechazaron el acuerdo de paz, el grupo está presionando a familias locales para que lo apoyen aunque no está asociado a los rebeldes que mataron a los ecuatorianos, según funcionarios del gobierno.
El joven rebelde Joan dijo que la lucha continuará porque "existe la misma pobreza y la misma droga" que históricamente han alimentado el conflicto de Colombia.
Problemas "más visibles". El ministro de Defensa de Colombia, Luis Carlos Villegas, dijo a Reuters que los problemas con otros grupos armados no son nuevos ni están empeorando. Más bien, explicó, se destacan por el vacío dejado por las FARC.
"¿Hay problemas de microtráfico? ¿Hay problemas de crimen organizado? ¿Hay problemas de bandas que están tratando de estar en los territorios de las FARC? Todas esas respuestas son sí", afirmó Villegas. "¿Pero están creciendo? La respuesta es no. Son más visibles porque ya no está el conflicto con las FARC".
Hasta 70 grupos armados y criminales operan en Colombia, según Ariel Ávila, experto en el conflicto de la Fundación Paz y Reconciliación, una entidad privada de investigación. Entre guerrilleros, paramilitares, pandilleros y otros criminales, suman unos 5.000 miembros, incluyendo a disidentes de las FARC.
El comandante de las Fuerzas Militares, general Alberto José Mejía, reconoció en marzo que unos 1.200 disidentes de las FARC siguen activos, una quinta parte del tamaño que tenía la fuerza rebelde cuando se logró al acuerdo.
Aunque la cifra está muy lejos de los 17.000 combatientes activos en el auge de las FARC, a finales de la década de 1990, el número es cuatro veces lo que había admitido previamente el gobierno.
Algunos disidentes, como las GUP, comenzaron a cobrar impuestos a los compradores de base de cocaína y extorsionan a las tiendas de alimentos y otras pequeñas empresas. La policía estima que la extorsión aporta hasta un 20 por ciento de los ingresos de algunos grupos ilegales.
Otros disidentes se unieron a pandillas sin ninguna ideología más allá que la de cometer delitos.
Las FARC surgieron en la década de 1960 como una guerrilla izquierdista que se oponía al gobierno y a una élite arraigada que aún controla la mayoría de los recursos del país. Inspiradas inicialmente en el comunismo, las FARC fueron diversificando sus ingresos con delitos como secuestros, extorsiones y narcotráfico mientras se desvanecía su ideología y su necesidad crecía.
Para los que buscan suplantarlos, ahora hay muchas oportunidades para hacerse de dinero mal habido. Las resultantes guerras territoriales y la violencia siguen alimentando el problema persistente del desplazamiento de civiles, que tan solo el año pasado alcanzó 67.000 personas.
Cualquiera está en la mira. Alrededor de Tumaco, donde chozas de madera con techos de láminas oxidadas se levantan sobre pilotes para evitar las inundaciones por la marea alta, la lucha por el control ha provocado un derramamiento de sangre. Muchos de sus 200.000 habitantes, la mayoría de ascendencia africana e indígena, extrañan los días cuando no había acuerdo de paz.
Entonces, las FARC controlaban las rutas de la droga y pese a los choques frecuentes con tropas del gobierno, los rebeldes se aseguraban de que los residentes más pobres que no combatían quedaran excluidos. Hoy cualquiera es vulnerable por muchas razones, desde tener las amistades incorrectas o rechazar a los extorsionistas hasta apoyar la erradicación de la coca.
A nivel nacional, las tasas de homicidios han disminuido en los últimos años. Pero en Tumaco y otras áreas controladas anteriormente por las FARC están aumentando.
Al menos 211 personas fueron asesinadas en Tumaco el año pasado, según cifras de la policía, en comparación con 147 en 2016. Eso le da a la ciudad una tasa de homicidios superior a 100 homicidios por cada 100.000 habitantes, aproximadamente cuatro veces la tasa nacional.
En octubre, José Jair Cortés, un activista de la comunidad, fue asesinado a tiros cerca de Tumaco. Nadie ha sido acusado de su muerte, pero los investigadores dijeron que había recibido amenazas tras denunciar delitos de grupos criminales locales.
Cortés hace parte de los 121 activistas de derechos humanos y comunitarios asesinados en Colombia el año pasado, frente a 59 en 2016, de acuerdo con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En lo que va de este año más de dos docenas han sido asesinados.
Entre otros grupos, los cárteles mexicanos están cada vez más presentes en Tumaco y otros lugares que las FARC dejaron.
El fiscal general de Colombia, Néstor Humberto Martínez, denunció recientemente que el cartel Jalisco Nueva Generación, además de los de Sinaloa y los Zetas tienen presencia en al menos 10 regiones del país, para asegurar su suministro de cocaína a través de asociaciones con bandas locales.
"Están en toda la cadena de producción", del narcotráfico dijo el defensor del pueblo, Carlos Alfonso Negret.
Este mes, las autoridades colombianas arrestaron a Jesús Santrich, un excomandante de las FARC y exnegociador en los diálogos de paz, por presuntamente organizar el envío de un cargamento de 10 toneladas de cocaína para el Cártel de Sinaloa.
Para la gente de Tumaco, la extrema pobreza puede hacer que la vida fuera de la ley sea atractiva. La alcaldía calcula el desempleo en un 70 por ciento. La región tiene pocos trabajos legítimos más allá de la pesca, el cultivo de cacao, arroz y aceite de palma, y la ocasional labor en barcos camaroneros.
El dinero fácil lo encarna la cocaína, ya sea el cultivo de coca o cualquiera de las tareas químicas o logísticas para exportarla. En toda Colombia, estas actividades generan unos 13.000 millones de dólares anuales, equivalentes al 4 por ciento de la economía del país, calculan el gobierno y académicos.
En los barrios marginales de Tumaco, grupos de jóvenes desocupados pasan el tiempo en las esquinas de las calles, bebiendo cerveza y escuchando a todo volumen reguetón. Algunos esperan ser reclutados por pandilla locales para una actividad peligrosa pero lucrativa: llevar cocaína en lanchas de alta velocidad hasta América Central.
Las pandillas poseen o rentan embarcaciones con motores fuera de borda, suficientemente potentes para llevar hasta tres toneladas de cocaína a puntos en Panamá, Costa Rica o más allá. Por cada viaje pagan 100 millones de pesos o unos 35.000 dólares a cada miembro de una tripulación de tres o cuatro personas.
A veces, los viajes son emprendimientos conjuntos que incluyen a pequeños comerciantes que invierten en el cargamento de cocaína. En ocasiones, civiles o militares a cargo de los puestos de control naval reciben millonarios sobornos a cambio de hacerse de la vista gorda o avisar de rutas sin vigilancia, según dijeron funcionarios del gobierno local.
Los sobornos son un desafío constante, sobre todo porque las ganancias de las drogas les permiten a los criminales ofrecer más de lo que les paga el Estado a sus empleados.
"La capacidad de corrupción del narcotráfico ha llegado a todas las instancias de la sociedad colombiana e internacional", dijo el almirante Orlando Romero, comandante naval del Pacífico, cuya fuerza capturó 12 militares y cinco civiles en los últimos tres años por colaborar con narcotraficantes.
Los viajes desde Tumaco no son nuevos, pero el afán por participar está aumentando. "Vienen a la iglesia en busca de una bendición antes de irse", dijo Daniel Zarantonello, un sacerdote italiano que trabaja en Tumaco. "Está fuera de control".
Difícil de sustituir. Los campesinos también siguen sembrando grandes extensiones de hoja de coca.
La región alrededor de Tumaco es ahora la principal fuente de hoja de coca de Colombia: unas 23.000 hectáreas, más de tres veces el área de Manhattan, están sembradas aquí, de acuerdo con cifras de las Naciones Unidas.
El cultivo en el país llegó a 188.000 hectáreas al cierre de 2016, más del doble que tres años antes, según la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos (DEA).
El aumento obedece a varias razones, incluida la decisión de Colombia de suspender en 2015 las fumigaciones aéreas de los plantíos de hoja de coca con herbicidas por temas ambientales y de salud. Además, las FARC buscaron maximizar sus ingresos relacionados a la cocaína antes de la desmovilización.
¿El resultado? La capacidad de producción de cocaína alcanzó 910 toneladas métricas en 2016, la mayor en más de una década, según cifras de la DEA.
En Peña de los Santos, un humilde caserío a cuatro horas al sur de Tumaco en lancha por el río Rosario, los campesinos cultivan coca y la convierten en pasta.
Durante un tiempo después del acuerdo de paz, los compradores de coca no llegaron y muchos de la comunidad afrocolombiana tuvieron que buscar frutas, pescado y cualquier otra cosa que ofreciera la naturaleza para sobrevivir.
"No teníamos dinero para vivir", dijo Giovanni Narváez, de 36 años y padre de tres hijos, pisando hojas de coca con sus botas de caucho como parte del proceso para producir la pasta. Ahora que los compradores regresaron, otra vez gana suficiente para mantener a su familia.
Muchos campesinos confiesan que hay pocos incentivos para plantar las cosechas que el gobierno espera que florezcan con su programa de sustitución.
Una hectárea de coca puede producir una ganancia de 44 millones de pesos al año, unos 15.000 dólares, según Carlos Leonardo Estacio, un campesino de 50 años. Una de cacao produce apenas 1.600 dólares anuales, poco más de la décima parte.
"Necesitamos alternativas viables para reemplazar la coca", dijo Estacio advirtiendo que no van a permitir erradicar sus cultivos a la fuerza porque significaría morir de hambre. "La presencia estatal no ha llegado de ninguna manera. Es tanto así que acá la guerrilla hacia una especie de justicia, y al irse la guerrilla estamos a merced de nadie".
Y en esa mezcla de pobreza, abandono e ilegalidad es donde nacientes grupos como las GUP florecen. Su bandera roja y verde aparece izada en una de las orillas del río Rosario, en las fueras de Peña de los Santos, donde Reuters encontró una patrulla de esa organización.
El grupo, según algunos de sus integrantes, está reclutando combatientes para sumar a los 400 que dice tener en una zona que va desde el departamento de Cauca hasta la frontera con Ecuador.
Mientras tanto, Joan, el líder de la patrulla, dijo que las GUP se preparan para incursiones de rivales en el territorio. "Están surgiendo muchos grupos paramilitares y no vamos a permitir que lleguen aquí", sostuvo.
Los paramilitares de derecha surgieron en la década de 1980 financiados por terratenientes, ganaderos y narcotraficantes para combatir a las guerrillas. Tanto o más despiadados que los rebeldes, los paramilitares se transformaron en escuadrones de la muerte conocidos por matanzas con motosierras y machetes.
"La lucha es por el pueblo y para cuidar al pueblo", afirmó Joan, quien portaba una pistola semiautomática en la cintura, por debajo de su pantalón y de una camiseta. "El gobierno no nos protegerá a nosotros ni a la comunidad, nosotros lo haremos".
En los meses posteriores al primer encuentro con los rebeldes, Reuters volvió a encontrarse con otro comandante de las GUP conocido con el alias de Arbey, quien contó que el líder es Víctor David Segura, o simplemente David.
Después del enfrentamiento entre campesinos y las fuerzas de seguridad en octubre, Santos acusó a David de instigar el levantamiento y puso sobre su cabeza una recompensa de 150 millones de pesos (52.000 dólares) por datos que lleven a su captura o muerte.
Incluso si las GUP desaparecieran, otros grupos están en condiciones de instalarse, independientemente de si son guerrilleros, disidentes de las FARC o bandas criminales que quieren ganar territorios.
Varias de esas bandas surgieron en la última década después de que el expresidente Álvaro Uribe, antecesor de Santos, llegó a un acuerdo con los grupos paramilitares para que se desmovilizaran. Aunque el proceso terminó en 2006, muchos reaparecieron después en grupos criminales vinculados directamente con el narcotráfico.
La banda más prominente es el Clan del Golfo, que nació para combatir a las FARC en algunas regiones y hoy tiene unos 1.500 combatientes, según informes de inteligencia militar. Luego del acuerdo de paz con el grupo rebelde, la organización ofreció rendirse. Pero en vez de eso, aprovechó para apoderarse de territorios de las FARC y ampliar su presencia.
En un reciente reporte sobre los esfuerzos de paz, la Organización de Estados Americanos (OEA) recomendó a Colombia "emplear al máximo toda la capacidad del Estado para lograr controlar la expansión que se identifica por parte del Clan del Golfo".
El gobierno, por su parte, advirtió que no negociará con esa organización criminal como lo hizo con las FARC, aunque abrió la posibilidad de que se someta a la justicia a cambio de beneficios jurídicos como reducción de penas.
Este tipo de negociaciones pueden ser un éxito o un fracaso por igual.
Las conversaciones con las FARC avanzaron vacilantes durante cuatro años antes de llegar a un acuerdo. Santos revivió hace poco las conversaciones con el ELN después de haberlas suspendido cuando ese grupo lanzó en enero una serie de ataques con bombas que mataron a ocho policías.
El ELN, que reivindica una superioridad ideológica frente a las FARC, durante décadas ha bombardeado oleoductos y otras instalaciones que considera infraestructura capitalista de multinacionales. A pesar de las conversaciones, los rebeldes admiten que continuarán expandiéndose ahora que se han liberado, después de décadas, de la sombra de las FARC.
A unos 70 kilómetros al este de Tumaco, el ELN controla una mina ilegal de oro en una zona que alguna vez fue territorio de las FARC. La minería ilegal es un lucrativo negocio: un gramo de oro cuesta en Colombia unos 40 dólares, tres veces más que uno de cocaína, según la Policía Nacional.
En una operación presenciada por Reuters en diciembre pasado, la policía intentó ocupar la mina que dice arroja mercurio a un río provocando graves daños ambientales y genera otros delitos en la zona como prostitución y trabajo infantil.
Pero los locales los esperaban listos.
Decenas de policías protegidos con armaduras y con fusiles de asalto aterrizaron en helicóptero en medio de la selva cerca a la mina para encontrarse con más de 200 mineros armados con garrotes y piedras.
La policía lanzó gases lacrimógenos, pero algunos operarios tenían máscaras antigás. La misión fracasó y los policías se retiraron. "Estas misiones están en las manos de Dios", dijo el coronel de la policía Álvaro Cardozo, quien participó en la operación.
A unos 1.000 kilómetros al norte, en el noroccidental departamento de Chocó, los combatientes del ELN aseguraron que continuarán sus actividades, pese a la negociación de paz.
"Llegamos hasta donde podamos llegar y a donde no hayamos podido llegar aspiramos a llegar en algún momento", dijo Yerson, un comandante del ELN en esa región a lo largo del río San Juan, en medio de una de las selvas húmedas más lluviosas del planeta.
El líder rebelde admitió que con frecuencia combaten con las bandas criminales en un territorio que era de las FARC por el cual el ELN mueve cocaína, madera ilegal y oro. "Cuando salen las FARC, ellos (los paramilitares) pensaban retomar el territorio porque creían que de pronto no íbamos a tener la capacidad de contenerlos militarmente", relató.
Ahora se calcula que cuentan con unos 1.500 combatientes, menos de los casi 5.000 que alcanzó el grupo a finales de la década de 1990, pero el ELN dijo que está creciendo de nuevo.
No faltan los niños y jóvenes pobres en zonas rurales que han formado históricamente las filas de la guerrilla, sin contar a muchos exmiembros de las FARC que reniegan del acuerdo de paz.
"Algunos compañeros de las FARC se han venido sumando al ELN porque no se siente recogidos con el proceso o no se les ha cumplido", concluyó Yerson.