Las protestas comenzadas hace algunas semanas en Túnez han seguido generando movimientos sociales en Medio Oriente a una velocidad e intensidad que ha logrado definir un proceso de incertidumbre en el gran Egipto, donde lo único que pareciera tener visos de esperanza es la solicitud de la comunidad internacional para la implementación de una “transición pacífica”. Con ello, pareciera existir cierto consenso respecto a la necesidad de que el régimen de Hossni Mubarak llegue a su fin y se proceda hacia la generación de uno nuevo que, para occidente, debiera ser sobre bases democráticas.
Quizás lo primero a entender es que la oleada iniciada en Túnez termina siendo una movilización social que logra ser transversal a fanatismos religiosos, ideológicos y culturales. Túnez, un pequeño país con una evidente influencia europea, ha logrado ser un detonante que preocupa a todos los países de Medio Oriente, como también a parte del continente africano. Las implicancias, en lo inmediato, están relacionadas con la estabilidad política de la región, para cada uno de los gobiernos, como también para Israel.
Egipto ha gozado de una posición en cierta forma envidiable a través del tiempo, en virtud de su relación privilegiada -no siempre cercana- con Occidente, especialmente con Estados Unidos como con la Unión Europea, quienes hoy manifiestan su preocupación evitando tomar partido hasta no tener claridad respecto al desarrollo de los acontecimientos.
Con más de 80 millones de habitantes, Egipto ha tenido un régimen que ostenta el control absoluto de la sociedad, siguiendo una tradición faraónica donde la variable temporal se relaciona más con milenios que con años. También existe una fuerte influencia islamista de tipo radical, avalada por la Hermandad Musulmana. Con todo, Egipto goza de una mutipluralidad expresada en distintas vertientes religiosas, culturales, tribales, raciales y, por cierto, sociales. Es un país que ha cambiado en los últimos 35 años, desde un acercamiento notable con Occidente, hasta un Egipto que pareciera volver a sus raíces históricas dejando atrás su opción de modernización.
La movilización social que hoy ocupa la atención de la prensa mundial constituye un foco, una expresión distinta de una protesta que –al igual que en Occidente y América Latina- no posee un liderazgo claro ni objetivos definidos. Cada líder intenta capitalizar el apoyo y la protesta en virtud de cambios estimados como profundos, pero que aún no logran avanzar hacia la renuncia o exilio de su presidente.
La respuesta pareciera estar en las fuerzas armadas, y su decisión de intervenir y provocar el cambio de gobierno. A los ojos de las potencias, constituye un proceso complejo e incierto donde la gobernabilidad es un requisito que no tiene aplicación en regímenes dotados de todos los recursos para imponer el control total si así lo desean. Podrá haber caos, pero ello no implica necesariamente el quiebre del régimen.
El presidente Mubarak intenta dar señales de conducción, asumiendo la protesta como un hecho inevitable que puede ser controlado. No obstante, la concentración de poder y los espacios de corrupción y de privilegios para los gobernantes suelen mostrar que la única forma es que se produzca un levantamiento con apoyo militar, que finalmente termine por romper todas las redes de poder que se han construido en los últimos 30 años. Egipto, y hay que tenerlo claro, no es comparable a los sucedido en Túnez.
El hecho de que las potencias hagan declaraciones pidiendo una salida pacífica al proceso tiene como argumento el reconocimiento de un país mayoritariamente musulmán, donde los equilibrios son frágiles y se transforman en inmanejables frente a un intento, por leve que fuese, de intervención occidental. En este sentido, la “bisagra” de Medio oriente, debe completar su proceso cuando aún los instigadores de las movilizaciones intentan aumentar la protesta en las calles y sumar cientos de miles, quizás la única forma de provocar el cambio de régimen esperado por ellos, anunciado por algunos líderes y observado por las potencias.
A ninguna potencia le es ajeno el problema complejo que está detrás de la revuelta en Egipto. No solo está el precio de petróleo que comienza a moverse por la inestabilidad y el impacto mundial. La especulación pasa a ser una herramienta de la política internacional que obligará a los demás países árabes a jugarse por buscar una salida aceptable y razonable, antes que esta ola de movilizaciones comience a replicarse en las principales ciudades de otros países. En cierta forma, todos esperan el resultado para volver a definir el problema que quedará con o sin Mubarak.
En este escenario, el viaje del presidente chileno Sebastián Piñera a Medio Oriente se puede transformar en parte del problema, máxime cuando entre los elementos del problema está la relación entre palestinos e israelíes. Chile cuenta con la mayor cantidad de descendientes palestinos y hace poco nuestro país ha reconocido su condición de Estado.
En el caso de Egipto, la democracia puede ser una camino largo a recorrer, pero que puede tener la capacidad de pacificar y abrir espacios de diálogo y convergencia. Sin embargo, está lejos de ser una solución integral al problema. Si la huelga convocada supera el millón de personas protestando, la situación se transformará en una real crisis política donde el compromiso de las fuerzas armadas, de no disparar y reconocer el derecho a expresar su descontento, puede revertirse dramáticamente en favor de Mubarak o del pueblo.