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Egipto: la otra cara de la frustración
Mar, 15/02/2011 - 10:13

Carlos Alberto Montaner

Cuba: Quo vadis, Raúl
Carlos Alberto Montaner

Periodista y escritor cubano.

Muchos egipcios quieren democracia. No sabemos cuántos ni a qué aluden cuando piden democracia, pero presumimos que se refieren, aunque sea vagamente, a elecciones y prensa libre, parlamento plural, multipartidismo y separación de poderes. Esos son los atributos clásicos y básicos de la democracia liberal. Muchos egipcios están cansados del gobierno monocolor instalado en El Cairo desde que el coronel Nasser dio un golpe militar en 1954.

¿Por qué quieren los egipcios democracia y libertades? Algunos, probablemente no demasiados, porque desean tomar sus propias decisiones. Les gusta construir sus vidas con actos voluntariamente escogidos. Pero otro porcentaje, seguramente mayoritario, está inconforme con los resultados materiales del mundo en el que viven. Son gentes hartas de la miseria, la pobreza y la falta de oportunidades.

En Egipto, cuando hay trabajo, está muy mal remunerado. El sistema público de salud y el de educación son pésimos. Muchas personas pasan hambre. La verdadera función de la policía no es proteger a los ciudadanos, sino extorsionarlos o amedrentarlos. El poder judicial es la cueva de Alí Babá, al servicio de los poderosos. El Estado es un desastre patrullado por incompetentes y ladrones. Así, dicen, no se puede seguir viviendo.

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, escribió Cervantes, probablemente cuando la había perdido y estaba preso. El problema es que la democracia y el disfrute de las libertades, aunque son bienes apreciables en sí mismos, no necesariamente resuelven el problema de la improductividad, la pobreza y la falta de oportunidades en países del Tercer Mund. (Si los egipcios quieren ver países democráticos y pobres, pesimamente gobernados, pueden darse una vuelta por media América Latina).

Por la otra punta del ejemplo, en una nación como Singapur, en la que la democracia es una broma, y en la que la falta de libertades es casi total, sin embargo, la sociedad parece estar conforme con su gobierno, porque hay oportunidades económicas, la prosperidad general es notabilísima, las instituciones públicas son eficientes y los funcionarios se comportan honradamente.

En menos de medio siglo, el pequeño país, que comenzó siendo un desastre sin esperanzas, ha pasado a ser uno de los más ricos, cultos, sanos, desarrollados y modernos del planeta. No hay libertad, lamentablemente, pero sí la certeza de que el esfuerzo individual legítimo genera resultados materiales positivos.

En Egipto tienen lo peor de ambos mundos. No hay libertades ni esperanzas de mejorar. La “revolución egipcia” fue un engendro político que surgió en 1954 dentro de las coordenadas ideológicas del nacionalismo autoritario, panarabista, militarista y colectivista, aunque afortunadamente secular.

Desde su inicio, el nasserismo, como entonces lo llamaron, fue muy ineficiente y corrupto, pero tenía un eficaz discurso populista, originalmente prosoviético y antiisraelí, que con el tiempo y las derrotas militares, en época de Sadat, y más acentuadamente con Mubarak, evolucionó hasta convertirse en una dictablanda pro-EE.UU., anticomunista, prudentemente en paz con Israel, cuyo gran aparato productivo estaba en manos de quienes detentaban el poder político, los cortesanos a su servicio y los jefes militares que custodiaban el negocio y se quedaban con parte de la renta.

Estamos, pues, ante algo más que un régimen desgastado. Estamos ante una perversa cultura política, ante una forma de conducir los asuntos públicos y privados, ante una injusta manera de dotar a la sociedad de estabilidad, muy extendida en el mundo árabe, basada en la colusión entre la élite política, la económica y los militares que controlan las armas y (por ahora) tienen el monopolio de la violencia.

Es un clásico ejemplo de lo que el Premio Nobel de Economía Douglass North llama “sociedades de acceso limitado”. En ellas no existe la meritocracia, no se alcanzan la cúpula y el éxito por medio del talento y el trabajo, ni se llega a la riqueza por el esfuerzo, el mercado y la subordinación a reglas justas. Nada de eso: el triunfo se logra trenzando una sinuosa cadena de relaciones personales y compaginando incesantemente intereses complementarios en detrimento de los sectores más débiles y peor relacionados.

Los egipcios, si finalmente alcanzan la democracia, lo que está por verse, comprobarán cuán difícil es crear una sociedad justa y próspera. Es probable que pronto descubran una nueva cara de la frustración.

*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.

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