La misión diaria del boyacense Carlos Barrera, de 61 años, es restaurar los libros antiguos en la entidad que en 2016 cumple 238 años de fundada salvaguardando la memoria del país.
Carlos Barrera ya perdió la cuenta de los “compañeros” que ha visto salir avante de delicadas cirugías y de prolongados períodos en la unidad de cuidados intensivos. Durante días, semanas y hasta meses ha curado sus fracturas, ha fortalecido sus lomos, ha rejuvenecido sus cubiertas y ha logrado disimular muy bien sus rasgaduras.
Con la paciencia que lo caracteriza, este boyacense de 61 años, nacido en Santa Rosa de Viterbo, pareciera tener en sus recias manos la fórmula secreta para detener el proceso de envejecimiento, tan natural, en aquellos objetos orgánicos que lo han acompañado en las últimas cuatro décadas de su vida: los libros.
Aficionado desde pequeño a las manualidades, Carlos descubrió su pasión por la conservación de libros y documentos al llegar a Bogotá a mediados de la década de los setenta. Sin nada más que una maleta, en la que guardaba uno de sus más grandes legados: una edición de bolsillo de Carlomagno, de 1882, obsequiada por su padre, Carlos fue aprendiendo los secretos de una técnica que le ha permitido prolongar la vida de centenares de libros que hoy reposan en los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Colombia.
“Comencé como encuadernador exactamente el 13 de septiembre de 1976. En ese entonces, la biblioteca contaba con unos talleres que funcionaban en unos antiguos sótanos que eran compartidos con Inravisión. Tenía algunas nociones de encuadernación, pero lógicamente no era un experto”, comenta.
Con serrucho y segueta en mano, el conservador de libros, como prefiere que lo llamen, empezó a dar sus primeros pasos en una profesión que por aquel tiempo le era ajena.
“Se realizaba una labor muy mecánica. Las portadas y cubiertas originales de los libros no se respetaban. Si se hallaban en mal estado se quitaban y se reemplazaban con tapas de cubierta rígida y uniforme para todas las publicaciones. Era lo que había en ese momento y así se hacían las cosas”, nos cuenta con una leve sonrisa, como de quien ha cometido pequeños errores y luego, con el paso del tiempo, ha aprendido a subsanarlos.
En las primeras encuadernaciones se le hacían dos perforaciones a cada libro o volumen de periódicos, que se unían con un cordel a través de una costura llamada diente de perro, señala. Un día, decidió experimentar con la edición de bolsillo de Carlomagno que recibió como regalo a sus doce años. “Lo traje al taller y en mis ratos libres me dedicaba a intervenirlo. Le cambié la encuadernación y me fui muy orgulloso con el libro nuevo”, recuerda mientras su expresión alcanza a reflejar algún sentimiento de culpa.
Afortunadamente para él, y “sobre todo para el patrimonio de la Nación”, recalca, obtuvo una beca a comienzos de los noventa en la Biblioteca Nacional de Caracas. Un año que le bastó para revaluar todo el aprendizaje adquirido en los sótanos y que le permitió descubrir la conservación de los libros y guardar un profundo respeto por las costuras y los materiales originales.
“La conservación bibliográfica y documental es multidisciplinaria; hay que saber algo de química, antropología, arqueología, física. Conocer la composición de la obra, analizar su estructura, la calidad del papel, su encuadernación, y valorar las técnicas utilizadas que hacen de un libro un testimonio fiel de determinada época”.
Aprendió, por ejemplo, que los mejores papeles son los que tienen buena calidad de celulosa y que normalmente se extraen de las coníferas, como pinos, abetos o la morera, con alta dosis de fibra y bajos en lignina, sustancia que con el paso del tiempo hace que el papel se torne amarillento. Aprendió, además, que a toda obra hay que hacerle su propia “historia clínica”, en la que se consignan los deterioros que “afectan al paciente”, tanto en su cubierta como en el cuerpo del texto.
Con materiales como cueros, acrílicos, telas, cartulinas, agujas y papeles de buen gramaje, como el japonés, el Kimberly o el Canson, este veterano de la encuadernación ha recuperado auténticas joyas, como el Atlas de Abraham Ortelius, que data del siglo XVII, documento que salvó respetando cada uno de los mapas, con el fin de que fueran digitalizados, sin interferencias ni hilos en el doblez de cada pieza.
El Ortelius, como lo llama, producido en Amberes y considerado el primer atlas moderno y todo un éxito editorial entre los nobles y los ricos mercaderes de Europa, ávidos de exploraciones, descubrimientos y conquistas alrededor del mundo, le tomó seis meses de trabajo. “Tocó desencuadernarlo completamente para cambiarle las cartivanas (tiras de papel que se ponen en las hojas sueltas para encuadernarlas), las cuales estaban rasgadas”. Así logró ponerle los refuerzos, prensar, coser y recuperar su cubierta.
Su especialidad hoy son los libros antiguos, como los de Rufino José Cuervo y Anselmo Pineda, que hacen parte de las bibliotecas particulares de grandes escritores y personalidades de la vida del país que conforman actualmente las colecciones de la Biblioteca Nacional.
Publicaciones que, por lo general, presentan el normal desgaste de los libros. Afectaciones en lomos y cubiertas que requieren de un proceso de limpieza y desinfección, además de la corrección del abarquillamiento, efecto producido por la humedad. “Esto se refiere a las famosas orejas de perro, que se producen cuando se doblan las puntas de las hojas de los textos. Así como sucedía con las cartillas de la escuela”, agrega, evocando sus años de primaria en la Concentración Santa Teresa, en Tibasosa (Boyacá).
Por el tiempo que dedica a su labor, se podría pensar que Carlos alcanza a leer casi todo lo que pasa por sus manos. Sin embargo, aclara que desafortunadamente no es así. “Ya quisiera yo poder leer buena parte de los libros que se encuentran en este taller”, señala mientras se consagra con extrema precaución a recuperar uno de los 700 volúmenes que conforman el archivo histórico de José Manuel Restrepo, labor exclusiva para la que fue llamado de nuevo a la Biblioteca en 2013, luego de haber recibido su pensión tres años antes.
En estos últimos meses, dedicados a la recuperación de este archivo que da cuenta del proceso de la Independencia de Colombia, Carlos ha fijado su atención principalmente en los manuscritos que allí se conservan. Sin saber mucho de paleografía, ha logrado descifrar en algunos momentos libres que le quedan cartas de Simón Bolívar y Santander, en las que se informa sobre el estado de los ejércitos, la cantidad de cargamento, las raciones disponibles y hasta los pagos o las bonificaciones especiales, como minas para su explotación, que debían recibir algunos militares por sus ascensos.
Con la experiencia acumulada, este “médico” de los libros no cree en complejos trasplantes para recuperar partes del documento, que por una u otra razón desaparecen. “Cuando la información se ha perdido, ya sea por el uso, hurto de los usuarios o ‘accidentes’ en la encuadernación, ya es imposible de recuperar. Se podría conseguir el documento en otra parte y aplicar un injerto, pero el documento pierde su validez y originalidad”, indica.
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Tesis que comparte Sandra Angulo, coordinadora del Grupo de Conservación de la Biblioteca. “En nuestro trabajo no pretendemos tapar la huella del tiempo. La mano del restaurador debe contribuir sólo a evitar el normal deterioro de las publicaciones, los microorganismos o los efectos del medio ambiente, pero sin ocultar totalmente los rastros del paso de la historia, que son los que le dan un valor único a cada libro como objeto de uso”. Una titánica labor en una entidad que es considerada el disco duro de la Nación y donde se conservan más de 2’600.000 volúmenes, según su más reciente inventario.
En esta área donde diariamente se busca frenar el proceso de deterioro de las publicaciones, las obras son sometidas a un largo proceso en el que es frecuente oír hablar de consejos médicos, en los que expertos toman decisiones prácticas en aras de la conservación de los libros y documentos. Juntas en las que se tienen en cuenta los detalles que hacen de un libro un testimonio vivo y reflejo de la estética de una época.
“Muchos de los libros antiguos, por ejemplo, se hacían con tapas de madera o con pieles. Se usaban técnicas para la iluminación de las cubiertas y se utilizaban hierros o decoraciones de momento, como sucedía en los siglos XV, XVI y XVII. Todo eso hay que respetarlo en el proceso completo de la restauración e ir reemplazando los elementos que comienzan a degradarse”, dice Angulo.
Por este “hospital de libros” han pasado pacientes que han dejado huella, como las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes Saavedra, escritas entre 1590 y 1612, en cuyo proceso de conservación se innovó en tecnología, al incorporar tela en lugar de piel, para recuperar grandes porciones ya desgastadas en sus cubiertas por el paso del tiempo. También fue sometida a intervención la Biblia del Oso, impresa en 1622, la cual hacía parte del índice de libros prohibidos por la Inquisición y presentaba manchas y desgarros, y sus tapas habían sido convertidas en manuscritos.
Para Carlos Barrera, no hay mejor satisfacción que recuperar un libro y que este conocimiento perdure y se transmita a las nuevas generaciones. “Muy seguramente vendrán otros conservadores, que podrán analizar si se hizo bien la labor o se cometieron errores. La conservación es como la medicina. Todo es cambiante, y lo que hoy estamos utilizando, de pronto mañana ya no se usará. Es una ciencia que está evolucionado y que exige investigación”, comenta.
Tesis que Sandra Angulo comparte, pues afirma que uno de los principios de la conservación es la reversibilidad. “Hoy y siempre nos vamos a replantear lo que estamos haciendo. Las técnicas y materiales pueden tener, por ejemplo, reacción a los cambios climáticos, por lo que se debe actuar rápidamente frente a un procedimiento”.
Es el caso del libro de bolsillo de Carlomagno, que tiempo después de su primera intervención fue sometido a una drástica cirugía. Con el conocimiento adquirido y la práctica que sólo dan los años, Carlos modificó la encuadernación, le puso unas guardas de protección y cambió la cubierta por una más acorde con las de finales del siglo XIX. Poco a poco fue enmendando todos los daños que le había causado en la primera operación, hasta el punto de que hace algunos meses el “paciente” finalmente pudo ser dado de alta.