La enorme cantidad de anuncios del presidente de Chile, Sebastián Piñera, supone el reconocimiento a la solidez del país del bicentenario, un legado de la Concertación. Por ello resulta contradictoria su tesis del “tiempo perdido” en materia económica desde 1998.
Para juzgar el primer mensaje de un gobierno nuevo, es conveniente apreciar dos ejes principales. Primero, su dimensión estratégica. Segundo, sus políticas específicas.
La dimensión estratégica se refiere al concepto de sociedad, valores y principios que animan al mandatario, a la opción de futuro y a su diferenciación con el pasado que inspiran a su gobierno. Hay casos relevantes de discursos fundacionales en la historia de Chile. Salavador Allende desplegó su visión de la transición al socialismo en democracia; Frei Montalva, de la revolución en libertad; Aylwin diseñó la transición a la democracia con respeto a los derechos humanos y crecimiento con equidad, línea que los demás presidentes de la Concertación profundizaron y ampliaron.
Piñera es el primer presidente de derecha elegido con mayoría absoluta desde la promulgación de la Constitución de 1925, donde se instauró la elección presidencial por voto universal. Alessandri sólo logró un poco más del tercio de los votos. Además, Piñera preside el país en el año del bicentenario, cuando aconteció el terremoto que más daños materiales ha provocado en la historia de Chile. Por tanto, era lógico esperar un planteamiento estratégico más contundente e ilustrativo del relato de sociedad a la que aspira la derecha en Chile. No lo hubo.
Tal vez este es un hecho esencial. El nuevo presidente, allende su retórica inicial, expresó los principios de unidad nacional, mejoramiento de la democracia, políticas sociales reforzadas y voluntad de acuerdo, incluso definió su propia idea de progresismo, el crecimiento rápido.
En su mensaje trazó, en suma, un rumbo de continuidad, al menos en el plano declarativo, con los gobiernos democráticos.
Su definición estratégica debe deducirse entonces del segundo eje: las políticas que propone. Es difícil estar en desacuerdo cuando anuncia medidas complementarias a las señaladas por la Concertación y respalda ahora proyectos ya enviados por la presidenta Bachelet al Congreso. Su sello no es marcar un nuevo rumbo, sino comprometer la ejecución de una lista enorme de propuestas, que recoge las ofertas de campaña, y busca, mediante su apuesta a la eficiencia, satisfacerlas todas. Es la nueva formulación de una derecha empresarial pragmática.
Su debilidad radica en la imprecisión y vaguedad sobre cómo materializar las políticas anunciadas, en plazos, fórmulas y financiamiento. Lo anunciado por el presidente Piñera no cuadra con las proyecciones de ingresos fiscales. No tiene sostén financiero sin acrecentar los tributos.
Podemos ya advertir su escasa viabilidad, si observamos la reticencia de la derecha, incluso a la reforma tributaria temporal para enfrentar el terremoto. En consecuencia, su aplicación generaría un déficit muy grande, o bien no se implementarán, y entonces, estaríamos en el ámbito del populismo, y con la consiguiente frustración.
La oposición tiene entonces la irreemplazable tarea de supervisar la veracidad de las propuestas, apoyando las serias y evitando las falsas. Un caso que ilustra esta segunda categoría es la reforma tributaria, en discusión en el Congreso. La enviada por el Ejecutivo, con aumentos temporales y rebajas permanentes, generaría un déficit al fisco de US$400 millones anuales a partir de 2013. El balance de la década, en lugar de ser positivo sería negativo. Igual ocurre con el voto de los chilenos en el exterior, proyecto que apoyamos, sin embargo, el gobierno dice que es sólo para algunos. ¿Cómo se elige a aquellos que están vinculados con Chile?
La enorme cantidad de anuncios supone el reconocimiento a la solidez del país del bicentenario, un legado de la Concertación. Así lo declara el propio presidente. Por ello resulta contradictoria su tesis del “tiempo perdido” en materia económica desde 1998.
El volumen de inversión de la economía chilena en los años de gobierno de la presidenta Bachelet, hasta la crisis del 2008, se acercó al 30% del PIB, uno de los más altos de la historia.
La tasa de crecimiento, estimada sobre 4,5% para 2010, y más de 6 % en 2011, luego de una crisis que aún se extiende por Europa, es producto de las políticas heredadas. Hasta la crisis, la generación de empleo bordeaba más de 150.000 puestos de trabajo al año y no 100.000 como señaló el presidente. La situación fiscal es una de las más sólidas del mundo. Chile tiene una deuda pública bajísima, del orden del 6% del PGB, cuando en los países desarrollados supera el 50%, y en algunos más del 100%. El nuevo gobierno recibió un país con activos financieros de US$15 mil millones, US$12 mil millones en el fondo económico social y US$3 mil millones en el fondo para financiar la previsión, lejos el mayor de la historia. El buen manejo de la economía y de las finanzas públicas cuenta con el reconocimiento internacional.
A las debilidades mencionadas se suman varias omisiones. Una es la falta de referencia a la participación ciudadana. Esta es más grave en el ámbito de la reconstrucción. La primera responsabilidad del gobierno es orientar la reconstrucción más allá de la emergencia. Ello significa proceder al diseño de pueblos y ciudades modernas, para el siglo XXI, que cuenten con planes maestros y consultas a la gente. Falta un plan de reconstrucción serio. Esa es una prioridad.
En la forma de hacer las cosas se mide la calidad de un gobierno. La forma de gobernar moderna no radica sólo en los anuncios, sino en el relato que otorga sentido a la obra y en los cómo se materializan. Allí está la debilidad de este mensaje, y allí debe concentrarse la oposición para asegurar un progreso de verdad a los chilenos.
Esta columna fue publicada con anterioridad en Elquintopoder.cl.