El presidente ecuatoriano cambió el mapa regulatorio de la minería, esperando atraer inversión extranjera. Algo impensado en un bolivariano, y que lo enfrenta a las comunidades indígenas.
En abril de 2008 los ejecutivos de ocho empresas mineras de origen canadiense se reunieron con el presidente ecuatoriano, Rafael Correa. Pocos días antes la Asamblea Constituyente de ese país había aprobado un mandato que extinguió alrededor del 80% de los títulos de concesión minera. La Cámara de Comercio Ecuatoriano-Canadiense advirtió en uno de sus boletines que las compañías estaban perdiendo unos US$ 1.570 millones en el mercado de valores.
Dominic Channer, vicepresidente de Asuntos Externos y Responsabilidad Corporativa de la minera Kinross, recuerda cómo Correa los tranquilizó. “Nos dijo que necesitaban un tiempo para armar lo que sería una minería responsable en el país, nos pidió paciencia, dijo: ustedes van a poder avanzar con sus proyectos”.
Declaraciones impensadas en un mandatario del eje bolivariano, quien ha dado una pelea frontal contra multinacionales como Chevron o la brasileña Odebrecht. Pero este apoyo a la gran minería ha despertado la ira de organizaciones ambientales y de líderes indígenas, como el combativo Salvador Quishpe, prefecto de la provincia de Zamora Chinchipe, en el extremo Suroriental de la Amazonía ecuatoriana. Quishpe, ex diputado del partido Pachakutik y una suerte de Evo Morales local, se ha opuesto siempre a la minería de gran escala y denunciado la existencia de “minería sin planificación, desordenada, inconstitucional, gracias a las decisiones que toman en Quito”. Es un ácido detractor de las licencias ambientales ya concedidas y ha propiciado asambleas y consultas populares expulsar a las mineras extranjeras de la cordillera del Cóndor.
Cuestión de números. Tres años después de la reunión entre Correa y los canadienses, Ecuador tiene una nueva institucionalidad minera que será puesta a prueba una vez que se firmen los contratos y los proyectos emblemáticos comiencen efectivamente a funcionar, situando al país en el mapa de la minería regional. Se trata de los proyectos Mirador (cobre), Fruta del Norte (oro) y Río Blanco (oro y plata).
“Se lanzará hacia afuera una señal de que estamos dispuestos a trabajar junto con inversionistas privados”, dice el analista César Espinosa, analista y experto legal.
En Ecuador la minería está en pañales. Para acortar la brecha con sus vecinos, el gobierno tiene previsto, según el viceministro de minería, Federico Auquilla, impulsar una ‘segunda ola’ minera. Luego de dar luz verde a los proyectos ‘emblemáticos’ se prevé abrir el camino para que un grupo de al menos ocho compañías concluyan los trabajos de exploración, estudios de factibilidad y se sienten a negociar con el Estado. En el grupo están Odin Mining con el proyecto Cangrejos (El Oro); Cornerstone Ecuador y su proyecto Shyri (Azuay); Ecometals con el yacimiento Río Zarza (Zamora); Elipe y su proyecto Dynasty (El Oro); Cóndor Mining con el proyecto Cóndor (Zamora), y Monterra con el yacimiento Oro Tierra (Azuay). Las seis exploran reservas de oro y plata.
Sin embargo, las empresas aún miran con preocupación ciertos aspectos. “El Código de la Producción sólo estabiliza los incentivos tributarios (incluida la rebaja paulatina del Impuesto a la Renta hasta el 22%), pero no la tributación en sí”, dice el analista César Espinosa.
Para Ian Harris, vicepresidente sénior de EcuaCorriente, la clave es la claridad del contrato: “Gran parte de la protección a la inversión depende del contrato”.
El artículo 408 de la Constitución determina que el Estado participará en los beneficios de explotar recursos naturales en un monto no inferior a los de la firma, es decir, en al menos el 50%. Y el cálculo no es un tema menor. Según el artículo 93 de la Ley de Minería, se suman el Impuesto a la Renta, el Impuesto al Valor Agregado (no sujeto a devolución), el impuesto a las ganancias extraordinarias (equivalente al 70% de los ingresos adicionales cuando el mineral se vende por encima de un precio base), el 12% de las utilidades y un royalty de al menos el 5% sobre las ventas.
“Creo que es comprensible y razonable; como ecuatorianos queremos sentir que la riqueza nos es devuelta en términos de desarrollo”, dice Laura Zurita, presidenta de la Cámara de Minería del Ecuador.
El resto del ‘coctel tributario’ se compone de tasas fijas, salvo el royalty y el precio base del mineral. En ambos se concentra el ‘tira y afloja’ de la negociación. “No hay una divergencia mayor”, dice el viceministro Auquilla. “Las compañías que están aquí tienen trabajos en otros países y se han acoplado a esas políticas, tienen que hacerlo en el caso ecuatoriano”.
Las compañías esperan que el gobierno reconozca las particularidades de la actividad minera y de cada proyecto. Por ejemplo, dice Zurita, es muy distinto hablar de oro que de cobre. Un kilo de cobre vale US$ 9,7 contra US$ 52.910 de un kilo de oro. Los gastos operativos también varían: para el procesamiento del cobre se requiere una fuerte inversión en molienda y en procesos más físicos, mientras para obtener oro se siguen procedimientos más químicos. “La fijación de la regalía se tiene que hacer pensando en cada proyecto porque cada yacimiento comporta una realidad distinta”, dice Zurita.
El viceministro Auquilla sostiene que el Estado sí ha tomado en cuenta la particular dinámica de la minería, en particular, la volatilidad de los precios y la necesidad de hacer un análisis de largo plazo para calcular el precio base. Incluso reconoce que la participación del Estado en al menos el 50% de los beneficios no se podrá aplicar anualmente debido a la naturaleza de la actividad –una inversión inicial bastante elevada y ganancias que no llegan sino después de al menos dos años. “En el sector petrolero, saco petróleo y vendo petróleo; aquí no saco cobre y vendo cobre; tampoco exportamos oro; aquí saco concentrados o aleaciones con los que negociaré en el mercado”, dice.
Cuestión de tierra. Todo lleva a pensar que el marco entre las empresas y el Estado se encuentra consensuado, salvo detalles. En cambio, la realidad de los territorios y sus organizaciones podría resultar más compleja. En Chile y Perú, los grandes líderes mineros de la región, la industria ejerce una enorme presión sobre el agua, recurso básico para las comunidades y fuente de un creciente número de conflictos. Y quita además espacio a mineros artesanales que ejercen la actividad en condiciones precarias. Es el grito de guerra de Quishpe en Zamora Chinchipe.
El gobierno, por su parte, dice estar combatiendo a la minería ilegal. “A aquellas personas que poniéndose el sombrero de ‘soy minero artesanal’ tienen una máquina de US$ 200.000, explotan el recurso sin sujetarse a ninguna norma y se rehúsan a sentarse con el Estado para regularizar su situación”, dice el viceministro Auquilla, citando como ejemplo los decomisos de maquinaria de faenas ilegales, efectuados por el ejército en la provincia Noroccidental de Esmeraldas.
Para Correa los que se oponen a la extracción de los recursos naturales tienen una posición ‘infantilista’, rótulo en el que incluye tanto a Quishpe como a Alberto Acosta, ex-presidente de la Asamblea Constituyente y uno de sus ex colaboradores.
Y no es tan sorprendente en un gobernante de izquierda: necesita caja fiscal y, por el momento, le sobran votos.