En el marco de Naciones Unidas, el gobierno se la ha jugado por el cambio en la política global de drogas, pero las ambiciones de su agenda son más grandes que sus capacidades.
El lunes pasado, el ministro de Justicia, Yesid Reyes, pronunció ante la Comisión de Estupefacientes de Naciones Unidas, en Viena (Asutria), un discurso en el que pidió al mundo girar hacia una política de drogas que esté centrada en los derechos de los consumidores y la prevención y la reducción de los riesgos y daños, que vea la solución penal como una excepción y no como la regla para consumidores y pequeños expendedores; que respete la autonomía de los países para hacer políticas y que deje de medir sus resultados en drogas incautadas y control de producción.
Se trata del discurso más reformista que se le haya escuchado en ese escenario a un gobierno colombiano y que, en el fondo, hace parte de una estrategia para corregir el rumbo de la guerra contra las drogas y dejar de pensar en el ideal utópico de un mundo “libre de drogas”, como pregona la comunidad internacional desde hace décadas. Pero ese propósito, que se da después de que el país se inscribiera durante los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe en la visión internacional de las drogas como una amenaza a la seguridad transnacional, puede tener más ambiciones que resultados prácticos.
Desde 2012, México, Guatemala y Colombia han sostenido una estrategia en las Naciones Unidas para impulsar el debate sobre un giro en la política contra las drogas de ese organismo multilateral. Los gobiernos de los tres países sostuvieron en septiembre de ese año, en la Asamblea General del organismo, el debate en ese sentido y enviaron una carta conjunta a la Secretaría General pidiendo una sesión especial de la Asamblea enfocada específicamente en drogas que, finalmente, fue programada para el próximo año. Será la Ungass de abril de 2016, en Nueva York (EE.UU.).
Poco a poco, países de la región se han venido acercando a la propuesta de los tres países y han cimentado un acuerdo informal sobre la base de que la guerra contra las drogas fracasó. Los dos pilares: abandonar el enfoque cimentado en la represión policial y penal, y reivindicar el lugar que tienen los pactos sobre derechos humanos en las políticas de droga. Una parte de esa propuesta ha encontrado eco en los países de la Unión Europea, donde ha surgido la opción mayoritaria de trabajar por la prohibición de la pena de muerte y la cadena perpetua para delitos relacionados con el tráfico de sustancias prohibidas.
El cambio de visión sobre las drogas hacia una enfocada en la salud pública, que propone Colombia, ya ha arrojado frutos en escenarios como la Organización de estados Americanos, en la Comisión Interamericana para el Control de Abuso de Drogas (Cicad). No obstante, la percepción del gobierno de Juan Manuel Santos es que, internacionalmente, un cambio de enfoque en la ONU le permitiría a Colombia asumir con autonomía y creatividad jurídica retos como, por ejemplo, la regulación del uso terapéutico del cannabis o una política pública que se desprenda de los diálogos de paz con las FARC, que deje de lado la solución penal como la primera para resolver los fenómenos de criminalidad asociados con la droga.
Es por eso que el gobierno ve el escenario ideal para la discusión en la sesión de la Comisión de Estupefacientes de la ONU que se celebra por estos días en Viena y espera la Asamblea General de 2016 culmine con un giro trascendental en la política global de drogas que ha imperado. Dicen los expertos que lo más probable es que la política enfocada en el prohibicionismo, que se revalidó en 2009, no sufra alteraciones considerables más allá de revisiones sobre el lenguaje. Eventuales cambios de forma y no de fondo.
La agenda de drogas que tiene mayores apoyos en la Comisión de Estupefacientes aboga por una revisión del lenguaje y mantendría el foco de los resultados en la interdicción de drogas y en los controles a su producción, más no en indicadores de salud pública asociados a la prevención y a la reducción de riesgos y daños por consumo. Esta última, una perspectiva a la que apunta el discurso de Colombia que, como lo dijo el mismo ministro Reyes en su intervención del lunes, ya asumió una doble perspectiva. Así como es país productor, tiene un aumento acelerado en el consumo.
En ese contexto, en el periodo de sesiones de la Comisión, Colombia tiene una pelea que, seguramente, perderá. Por un lado, más de 40 países quieren que la política sea elaborada entre las 53 naciones que hacen parte de la Comisión. De tal manera que los cambios que se tracen allí sean simplemente ejecutoriados en las sesiones especiales de la Asamblea General de 2016. Una visión que implica, de tajo, que los cambios sustanciales se aplacen. El diálogo político se limitaría a validar pequeños esfuerzos técnicos conseguidos en la Comisión.
Los otros, la minoría, entre los que está Colombia, han dado la pelea para que el Presidente de la Asamblea General sea invitado y, así, los 193 países miembros de Naciones Unidas tengan voz y voto, lejos de la rigidez normativa y técnica de quienes componen la Comisión de Drogas y de la visión de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. A pesar de que la derrota está prácticamente consumada, los tres países aliados han enviado cartas para solicitar una especie de veeduría sobre la Comisión, de parte de la Asamblea, y así mantener su agenda en el radar de la comunidad internacional en pleno.
Los socios de Colombia en esta empresa no son muchos. En la región, además de México y Guatemala, Ecuador, Uruguay y Costa Rica han adherido. En sintonía, están Argentina y Jamaica; Brasil y Paraguay se declaran neutros; mientras que Perú, Chile, Cuba, El Salvador y Venezuela, están en contra del cambio de enfoque que quedó claro en el discurso de Reyes. En otras latitudes, en Europa, hay cercanías con Holanda, Noruega, Alemania y Suiza. España, Francia y los países de Europa del Este se han mostrado reacios pero no sordos para trabajar con Colombia. Mientras que Rusia y la enorme mayoría de países asiáticos tienen una agenda férrea, anclada en visiones morales, enfocada en las medidas punitivas y de seguridad en contra de las drogas.
Pero en el seno del gobierno colombiano el cambio de paradigma tampoco está muy claro. Mientras el Ministerio de Justicia avanza en una visión de derechos, quienes conocen el tema en el Ministerio de Salud advierten que el enfoque clínico, el que ve a los usuarios de drogas como enfermos, es el que prevalece. Entre tanto, en la Cancillería, si bien se ha avanzado en el dialogo regional, el tema en las Naciones Unidas no parece ser prioritario en la agenda y se ha dejado, sobretodo, en las manos del Minjusticia, dicen quienes conocen los intríngulis de la Comisión de Drogas.
Los analistas, la mayoría tímidamente optimistas sobre un cambio de visión, apuntan a que habrá una revisión del lenguaje y que, probablemente, se reduzca el énfasis que se ha hecho en la relación entre drogas y seguridad. La posibilidad de autonomía para diseñar políticas alrededor del narcotráfico se ve aún lejana, así como el enfoque en los derechos de los consumidores y en medidas de reducción del riesgo y daño. Aunque Colombia, en el pasado, durante las décadas de 1980 y 1990, logró que la comunidad internacional aceptara el concepto de corresponsabilidad entre países productores y consumidores, no está claro que en el corto plazo logre una flexibilización del prohibicionismo que lo ayude a atajar ya no uno, sino los dos problemas: la producción y el consumo; y a que humanice una guerra que le ha costado miles de presos y muertos, sin que parezca tener final.