Mejorar los niveles de educación es un desafío clave para México. Pero la reforma educativa que impulsa el Gobierno se topa con resistencia, que ha derivado en incidentes violentos.
Después de semanas de protestas del magisterio contra la reforma educativa en México, las barricadas comenzaron a arder el domingo. La situación ya estaba tensa por el arresto de dos líderes del movimiento magisterial bajo cargos de corrupción y lavado de dinero la semana pasada. Los manifestantes tenían bloqueadas varias carreteras estratégicas del Sur de México, entre ellas las de acceso a la refinería de Salina Cruz en el estado de Oaxaca, el epicentro de las protestas. Los empresarios del estado y el gobernador Gabino Cué de una alianza opositora entre varios partidos, habían pedido apoyo de la Policía Federal para liberar las vías.
Luego de una orden de desalojo, cuya autoría todavía se debe de determinar, y la férrea resistencia de los manifestantes, entre los cuales había grupos izquierdistas contestatarios, la situación se salió de control. Hubo disparos, ocho muertos civiles y un centenar de heridos entre manifestantes y policías.
Los errores de las autoridades se acumulaban: la Policía bloqueaba la entrada a los hospitales para que solamente atendieran allí a los policías heridos, sus voceros negaban que sus efectivos estuvieran armados cuando las imágenes probaban lo contrario, el gobierno guardaba silencio. Una de las más ambiciosas reformas del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, parecía ahogarse en sangre y fuego.
Educación a la zaga. El conflicto empezó en diciembre del 2012 cuando, 20 días después de asumir la presidencia Peña Nieto del Partido de la Revolución Institucional (PRI), el Congreso aprobó su proyecto de reforma educativa casi por unanimidad. Hubo consenso que México, que sale regularmente reprobado en los exámenes internacionales que miden la calidad educativa como PISA, tiene que aumentar el nivel de su educación si aspira ser una potencia económica mundial.
Por eso, la reforma, que tiene el apoyo de un 50% de la población según diferentes encuestas, establece el concurso obligatorio para el magisterio, la evaluación periódica de los maestros y acaba con prácticas como la compra-venta y heredad de plazas docentes.
Sin embargo, la reforma se topaba con los intereses del poderoso sindicato de la educación que el PRI había creado hace medio siglo como su brazo social, pero que había cobrado vida propia. Una de las más famosas líderes magisteriales, Elba Esther Gordillo, convirtió en sus 24 años de reino el sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) con 1,5 millones de miembros, en una empresa familiar, que se prestaba al mejor postor político.
Confrontación con el sindicalismo. Mientras que el sindicato manejaba el presupuesto de la educación y los maestros hacían campaña, la educación languidecía: 93% del presupuesto educativo se iba a salarios, entre los cuales había muchas “plazas fantasma”, solo un 36% de los alumnos terminaba la educación media superior, 60% de las escuelas no tenían internet y 10% ni siquiera un pizarrón. El 55% de los alumnos no alcanzaba el nivel de competencia básico en matemáticas, el 41% en lectura y el 47% en ciencias, según PISA.
Hasta que en febrero del 2013, una orden de aprehensión por lavado de dinero llevó a Gordillo a la cárcel. Su sucesor no opuso mayor resistencia a la reforma. Peña parecía haberle ganado el pulso al sindicalismo corrupto que durante muchas décadas fue el sostén del régimen corporativo del PRI, pero que en el siglo XXI representaba un obstáculo al afán modernizador del gobierno de turno.