Aún restan 15 días para que concluya el 2010 y ya la Cepal calcula en US$49.500 millones el costo por los daños ocasionados por desastres naturales en América Latina. El 60% de esa suma correspondería al terremoto de Chile -cerca de US$30.000 millones-, mientras que al de Haití se le atribuyen daños por un valor de US$7.754 millones.
En esa contabilidad de países afectados por desastres les seguirían México, con un impacto de US$5.300 millones; Guatemala con US$1.553 millones, y Brasil con US$1.030. Colombia figura en el sexto lugar, con pérdidas por US$342 millones, lo cual haría ver que el país salió bien de un año que parece bisiesto, pero no es así.
El tema es complejo y, para hacerlo más digerible, hay que dejar a un lado la luctuosa contabilidad de víctimas y la discusión sobre el cambio climático. El hecho es que Colombia está viviendo el peor invierno de los últimos 40 años y que este ya constituye la peor tragedia de nuestra historia, si no en número de víctimas -poco más de 200-, por lo menos en las cifras de damnificados, unos dos millones, con el agravante de que los 45 millones de habitantes del país podríamos terminar sufriendo, de una u otra forma, las consecuencias de este desastre.
Veamos las cifras: hay inundaciones, damnificados y víctimas en 28 de los 32 departamentos del país. Casi el 25% de los municipios tienen algún grado de inundación; 680.000 hectáreas dedicadas a la agricultura están anegadas y se han perdido 400.000 toneladas de alimentos; un millón de hectáreas donde pastaban animales se perdieron y tres más tienen algún grado de inundación; 40.000 cabezas de ganado han muerto. Cerca de dos millones de personas (unas 300.000 familias) han perdido su casa, sus bienes o su forma de sustento. Hay 3.000 casas totalmente destruidas y 300.000 averiadas o bajo las aguas. Las endebles carreteras que desafían una geografía agreste se desmoronan paralizando el comercio: casi medio millar de vías, a lo largo y ancho del país, han sufrido algún impacto y medio centenar están cerradas.
Lo peor de todo es que si el panorama descrito parece sombrío, puede tornarse peor porque la temporada invernal podría prolongarse hasta mediados del 2011. Por eso las pérdidas se incrementan a diario. A finales de noviembre, los costos de atención y recuperación de esta calamidad se estimaban en US$2.000 millones. Ahora se habla de US$5.000 millones, muchísimo más de lo estimado por la Cepal.
Ante cuadro tan dantesco solo cabe preguntarse ¿qué va a hacer el joven gobierno de Juan Manuel Santos para solucionar este drama y evitar que semejante contratiempo le impida cumplir con las metas que prometió? Colombia es un país de gente optimista por naturaleza, por lo que ya se oyen voces que argumentan que esta es una oportunidad de oro para dinamizar la economía y crear empleo, no solo reconstruyendo todo lo que ha sido arrasado por las aguas sino levantando una infraestructura de primera clase que resista las temporadas invernales venideras.
Sin embargo, ese optimismo podría estar encubriendo la falta de compromiso de buena parte de la clase política y la ciudadanía, entre quienes no se advierte todavía una gran preocupación ni por la tragedia en sí ni por su impacto en la economía. Se cree que con un poco de solidaridad se salda el asunto y aunque muchos han sido generosos en dinero y en especie, la magnitud de la tragedia rebasa las muestras de buena voluntad. Basta ver que ‘Colombia Humanitaria’, iniciativa liderada por el presidente Santos y su esposa, apenas ha recaudado US$2 millones en casi dos semanas, si bien las donaciones en especie son difíciles de cuantificar.
Ni siquiera los hombres más ricos del país han estado a tono con el desprendimiento que han exhibido potentados como Bill Gates, Warren Buffet y hasta Mark Zuckerberg para causas filantrópicas. El industrial Julio Mario Santo Domingo ofreció una donación de US$5 millones; el banquero Luis Carlos Sarmiento entregó US$8 millones, y el industrial Carlos Ardila Lulle donó otros US$8 millones para no quedarse atrás. Por supuesto, estas sumas son exorbitantes, pero si Santo Domingo tiene una fortuna de US$6 billones -según Forbes–, su aporte es de menos del 0,1% de la misma, en tanto que el donativo de los tres magnates en conjunto no llega ni al 0,5% de los US$5.000 millones que costaría la reconstrucción.
Por lo visto, entonces, les debería quedar claro a gobierno y contribuyentes que esto no se va a solucionar con pañitos de agua tibia, ni esperando que lleguen las donaciones que el Santo Padre nos prometió a través de la red Caritas, que recauda monedas en templos de países tercermundistas. Es una lástima que, haciendo honor a la tradición colombiana de debatirlo todo eternamente, apenas se esté abriendo la discusión acerca de si esto se va a enfrentar vendiendo activos, contratando deuda, aumentando impuestos, o de las tres formas.
Es bueno tomarse las cosas con optimismo, y creer que esta especie de ‘Katrina’ que está sufriendo Colombia se puede convertir en una suerte de Plan Marshall que sirva para poner a andar la economía a un ritmo sustancialmente mayor al usual, y no solo para volver al mismo nivel de pobreza que teníamos antes de que se desatara el diluvio. Pero se necesita hacer a un lado la indecisión y actuar pronto. Como diría Keynes, “a largo plazo todos estaremos muertos”; es decir, en caso de tragedia todas las tareas son urgentes, y lo urgente también es lo importante.
Aquí se ha debatido por 60 años si debe construirse un metro en Bogotá y a menos que Santos use ese cheque que constituye su 90% de popularidad para romper esos malos hábitos, pasarán años antes de que el país se recupere de esta tragedia si es que la naturaleza nos da tiempo antes de la próxima.