Son consecuencias de un fenómeno social que viene incrementándose desde la década del 90 y alcanzó entre el 2007 y el 2012 su nivel más alto: 111 nacimientos provienen de adolescentes por cada mil mujeres en edad fértil.
Unas interrumpen sus estudios junto con su pareja, en algunos casos también adolescentes, para mantener a sus bebés. Algunas, apoyadas por sus padres, los retoman luego de alumbrar, y otras enfrentan solas una maternidad prematura. Son consecuencias de un fenómeno social que viene incrementándose desde la década del 90 y alcanzó entre el 2007 y el 2012 su nivel más alto: 111 nacimientos provienen de adolescentes por cada mil mujeres en edad fértil.
El gobierno plantea reducir en 15% la tasa de fecundidad entre 15 y 19 años para el 2030, según el Plan del Buen Vivir y desde el 2012 ejecuta la Estrategia Nacional Intersectorial de Planificación Familiar, a fin de disminuir los embarazos en este grupo. Del total de nacimientos en el 2013, más del 20% correspondieron a menores de 19 años, según el INEC. En el 2007 el porcentaje era del 18,9%.
Expertos reconocen avances en el acceso a métodos de planificación familiar gratuitos, pero ven deficiencias en educación, clave para enfrentar la problemática.
Madres a una edad cada vez más temprana. Mientras Ilda, de 42 años, vende bolones en la Isla Trinitaria, al suroeste de Guayaquil, Nancy (nombre protegido), una de sus seis hijos, está en la angosta casa de cemento cuidando al suyo. Nació hace 6 meses. Ella aún tenía 14. Nancy habla poco y en frases cortas. Su madre dice que es “dificilísimo” lograr que exprese algo, tanto que ocultó su embarazo hasta que su cuerpo se lo permitió.
Dirige la mirada a las manos de su bebé y juega con su cabello mientras lo sostiene. Así, cuenta que conoció al padre, de 16 años, en el sector conocido como Nigeria. “Tenía problemas con mi papi, comienza a insultar si uno no le quiere hacer caso, por todas las cosas que a uno le pasan se pone bravo”. Esta, la primera frase que suelta con espontaneidad y fluidez, es la que responde cuando se le pregunta por qué quedó embarazada.
La relación no duró y el joven ni ayuda económicamente al niño, ni lo visita. Lo ve a veces, cuando sus familiares van a recogerlo para llevarlo a su casa.
Dice que tanto en el colegio como en su hogar le advirtieron de las consecuencias de tener sexo sin protección. Pero, cohibida, reconoce que no se cuidó y ocultó su estado por miedo, sobre todo, a la reacción de su padre. “Es muy grosero y muy duro”, dice Ilda. Y esa actitud, considera, hizo que otra de sus hijas (hijastra de su actual marido) se fuera de la casa a los 16. Ahora, con 17, ya espera unas gemelas.
Ilda es del campo y recuerda que su mamá era “muy estricta”. “No nos dejaba salir mucho, bailar, (ni) salir con nadie”. Ella ahora cuida de su nieto cuando Nancy va al colegio en las noches. Agrega que si no se estudia, “no se es nadie”. Y aunque con lágrimas afirma haber aconsejado a sus dos hijas, cree que los jóvenes se dejan influenciar: “... Si la palabra de los amigos vale más que la de la mamá, tenga las consecuencias”.
Cinthya: desde que es madre, Cinthya (nombre protegido) divide su tiempo entre las clases, los deberes, el cuidado de su bebé de dos meses y ver su programa favorito: Bob Esponja. La adolescente, que cumplió 15 años en octubre pasado, repite esta rutina cuando llega a casa de su madre en Socio Vivienda 2, en Guayaquil.
El martes pasado le daba de lactar al bebé que concibió hace un año, en noviembre del 2013, cuando recién había cumplido 14 años. Cuenta que ocurrió en su primer contacto sexual. La coartada para salir de casa fue decirle a su madre Gala, de 36 años, que iba donde una amiga por un cuaderno. Pero en realidad fue a la vivienda del chico de 16 años con el que “vacilaba”.
Dos semanas después se enteró de que estaba embarazada. Se trasladó a Coca, en Orellana, donde su conviviente, quien dejó sus estudios al igual que ella, trabajaba como albañil. Allá nació la pequeña y confirmó lo que hablaban en el barrio, el padre de su niña era consumidor de drogas: “Llegaba a las tres, cinco (de la mañana)”, afirma.
Gala: A Gala, la historia de Cinthya, la tercera de seis hijos que tiene con tres compromisos distintos, le suena conocida. Es como si su pasado se replicara, en tiempos y circunstancias distintas.
Gala procreó a su primera hija cuando tenía 15 años: “Me hice de marido... (Mi madre) no me dejaba salir, si me arrimaba a la puerta allí me pegaba. Yo le decía (a mi hija) mira mi espejo”.
Cinthya da las mismas razones, que no la dejaban salir, que no se cuidó porque el chico le dijo que daba igual, ya que en algún momento iban a tener un hijo, cuenta la adolescente que ha retomado sus estudios en décimo año de educación básica.
La bebé se queda al cuidado de Gala, quien cuenta que Cinthya la recrimina. “Me dijo cuando le pegué (por el embarazo): Ya pues, si tú te hiciste a los 15, por qué yo no lo puedo hacer”.
Su barriga se esconde bajo una chompa oscura, con la que alivia en algo el frío. Está decaída producto de su embarazo. Su madre la abraza mientras ella espera sentada su turno para el chequeo del sexto mes, en la sala de consulta externa para adolescentes de la maternidad Enrique C. Sotomayor de Guayaquil.
Valeria: estudiante de bachillerato de un colegio fiscal del norte de la ciudad, tiene 16 años y espera un varón, fruto de una relación con un joven de 22 del que ya está separada. Aclara que sí mantienen contacto pero cada quien vive en su casa.
Venían teniendo relaciones sexuales y ella, dice, se cuidaba con el método del ritmo, pero no consideró algo: su periodo era irregular. Y, un buen día, dejó de venir. “Lloró todo el día (cuando se enteró). No se lo imaginó”, dice Brenda, su madre, que a sus 32 años tampoco pensó que se convertiría en abuela.
Con su marido se conocieron en Vinces, en el campo, se enamoraron y a los 14 “se la llevó”. Al año tuvo a Valeria y al siguiente a su primer varón. A los 17 años ya tenía dos hijos. Hoy tiene cinco: Valeria, tres varones de 15, 10, 7, y otra niña de 3.
“Yo le decía que mire mi espejo, que me llené de hijos y nunca estudié. A ella la vamos a apoyar. Tiene que salir adelante porque no es la primera ni la última”, dice. Valeria sonríe, tímida. Quiere seguir estudiando y anhela cursar administración de empresas en la universidad.
Eso también la motivó a volver a su casa. Su pareja, que trabaja en una fábrica de bloques, la llevó a vivir con sus padres, sus hermanos, cuñada y sobrino; le prohibió estudiar y le encomendó cocinar, lavar y limpiar para todos. “No era lo que esperaba y ella no estaba enseñada a hacer oficios”, dice Brenda, que asumirá la crianza y manutención del bebé con lo que su marido gana en su taller de refrigeración en Mapasingue Este.
Llora a un costado de la cama, envuelto en una frazada color verde agua y con parte del gorro tapándole los ojos. Es un varón. Tiene dos días de nacido y sus padres no han decidido aún cómo lo llamarán. Su llanto empieza débil, pero sube de tono hasta convertirse casi en un grito.
En la sala Santa Luisa de la maternidad Enrique C. Sotomayor de Guayaquil, su madre lo mira con angustia. Lo carga sin sostenerle la cabeza y lo recuesta junto al hombro intentando aliviarle los gases que, en realidad, no tiene, porque diez minutos antes no consiguió amamantarlo bien. Lo acuesta conteniendo el dolor de la cesárea que le practicaron porque su pelvis “era muy estrecha”, pero el bebé vuelve a llorar. No sabe qué hacer hasta que lo pone cerca del pecho y él lo busca con desesperación, aunque sin éxito.
Susana: tiene 13 años y en realidad lleva el nombre de una novela venezolana que fue furor en los años 80 con una polémica historia de amor en las aulas. Cursa el segundo año de colegio y salió embarazada de su pareja de 18, con la que tiene un año de novia y nunca se cuidó cuando empezaron a mantener relaciones sexuales. Dice –corta de palabras– que no pensó que pasaría.
Ese día, el pasado martes en la mañana, nadie la acompaña en la sala. Lo más cercano que tiene es una adolescente de 17 años a quien mira amamantar con facilidad a su hija en la cama de al lado. Cuenta que vino derivada de Galápagos, donde vive con su mamá y su hermana de 10 años, porque allá no había los equipos necesarios para la operación. Su papá está en Quito y tiene poco contacto con él. Y el papá de su hijo estudia para marinero y está en entrenamiento en una de las islas del Archipiélago.
Una enfermera se acerca a ayudarla. Le presiona los pechos y la leche fluye a chorros. Le acerca lo suficiente al bebé y él succiona y se calma. Susana lo mantiene entre los brazos, frunce el ceño de dolor y cierra los ojos tan fuerte que se le marcan las líneas de expresión. No tiene claro qué hará cuando salga.