En Cundinamarca hay un pueblito solitario llamado Sopó, que está creciendo aceleradamente, que en silencio se está expandiendo a una velocidad cinco veces mayor que la del resto del país.
Hay un pueblito llamado Sopó con una plaza central desértica, en el que unos meses atrás nadie podía responder con exactitud cuántos habitantes eran -ni siquiera el alcalde-.
Se resistían a creer en las cifras oficiales (las del Departamento Administrativo Nacional de Estadítica, DANE), esas que aseguraban que en su municipio el número de personas estaba creciendo a una velocidad inimaginable, esas que señalaban que eran exactamente 23.937 personas -ni una más-, mientras ellos calculaban que eran menos, unas cinco mil menos, porque eso era lo que decía el Sistema de Selección de Beneficiarios Para Programas Sociales (Sisbén).
Hay que decir que el asunto se volvió prioritario para la alcaldía -encontrar ese número exacto-, pero a la gente del pueblo le tenía sin cuidado. Es muy probable que a Alicia Morales, de 28 años, dos pequeñas hijas y siete meses de embarazo, estas cuentas no le interesaran; tiene suficiente con hacer los cálculos para que la plata que gana su esposo le alcance para la comida de las niñas y la construcción de una nueva casa que no sea de madera, ni tan estrecha ni tan vulnerable como en la que vive hoy. Y mucho menos le interesará a la señora Marta Mercedes Robayo, de 38 años y ocho hijos (7, 9, 10, 11, 13, 14, 15 y 17 años), a quien le basta con evaluar cuánto le costará la educación de los niños.
Se hizo la investigación, se hicieron los cálculos (teniendo como referencia las cuentas de los servicios públicos) y se concluyó que el DANE tenía la razón: que sí son tantos (23.937) y que sí se están multiplicando tan rápida y tan inexplicablemente. Es difícil creer que este pueblo de calles desoladas, de restaurantes vacíos a la hora del almuerzo, de poquitos niños jugando en el parque, y de apenas uno que otro anciano aguardando en su silla de ruedas el paso del día, esté entre los cinco municipios del país que crecen a mayor velocidad.
Pero es así y la respuesta de por qué no está ni en las calles del parque principal, ni en el hospital, ni en la alcaldía: está dentro de las casas y de las fincas, donde mujeres como Alicia y Marta siguen teniendo tres y ocho niños; y está en las afueras del pueblo, donde se están construyendo auténticas mansiones campestres para que habiten los bogotanos: casonas inmensas con caballerizas, campos de golf, lagos, vías propias, que pueden costar hasta $3.000 millones. ¿O más? Omayra Cortez, secretaria para la gestión integral de la Alcaldía, calcula que son miles de millones, calcula que son inaccesibles para los habitantes de Sopó, calcula que si las construcciones se siguen expandiendo, se perderá el bosque y el verde que rodea al pueblo.
“Hoy es más rentable la actividad inmobiliaria que la agricultura o la ganadería, y si le digo la verdad eso nos preocupa, por la seguridad alimentaria, porque la gente está prefiriendo vender para que construyan en sus tierras, que cultivar”, dice Cortez desde una camioneta blanca y pesada que está subiendo con dificultad la loma en la que se está construyendo Yerba Bonita.
También a la salida de Sopó (en la vereda Hato Grande), no en una mansión sino en una casa en construcción de dos pisos, vive Marta Mercedes con sus ocho niños. Ella es otra de las respuestas al crecimiento del pueblo. Ella y su deseo de tener tantos hijos como su madre; ella y su vecina Elsy, que también tiene ocho hijos (todas niñas). Ella y su hija Magdi de once años que a la pregunta “cuántos hijos quieres tener” responde “una familia chiquita, de unos tres niños”. Ella y el 43,4% de los hogares que tienen entre tres y cuatro hijos.
Otra hipótesis: Sopó es un municipio de gente joven, tanto que las enfermeras del Hospital Divino Salvador se atreven a calcular que en todo el pueblo no hay más de 400 adultos mayores de 60 años. También hay que decir que al año se producen 355 nacimientos y 49 muertes (cifra de 2010): un argumento más.