Beatriz Revuelta, del Departamento de Sociología en la Universidad Alberto Hurtado.
En los últimos meses, la palabra “inclusión” ha sido particularmente relevante en el debate público chileno, debido a los primeros balances de la ley de inclusión laboral y a las discusiones sobre inclusión escolar. Aunque muchos hemos hecho nuestra la lucha por la inclusión, promoviendo el respeto y el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales, en Chile se reflexiona poco sobre lo que el concepto implica.
Es usual encontrar en el discurso político un maltrato de la palabra, que la vacía de su carácter transformador. Pareciera que usar los términos “políticamente correctos” asegurara de antemano los derechos que se reclaman, y a su vez, hablara de la buena voluntad de quienes deciden políticas para generar un cambio real en las vidas de las personas que exigen un trabajo digno y de calidad y una educación que no segregue, ni discrimine. Pero la incorporación del concepto no se condice con lo logrado en estas materias.
En el ámbito escolar, poner sobre la mesa las barreras discursivas y prácticas que tienen las personas en situación de discapacidad para acceder y permanecer, es una urgencia. En este sector, se evidencia que el concepto “inclusión” protege más al que lo nombra que a quién es nombrado, porque encubre un aparente consenso respecto de procesos mucho más complejos, relativos a una historia de maltrato y exclusión, que no es tan fácilmente reparable. Inclusión implica cambiar significados y sentidos, pensar las construcciones históricas de la discapacidad, pero también procesos y prácticas cotidianas que, en el caso de la educación, pasan por cuestionar las dimensiones tradicionales en las que se sustenta la noción de éxito escolar, por ejemplo, que han permitido al sistema clasificar al estudiante y sentirse en el derecho de excluir.
En la mayoría de las instituciones educativas, se habla del estudiante exitoso o del estudiante promedio, lo que de antemano excluye y avizora el fracaso de cualquier “variación” no considerada. Lo vemos en los requisitos para la admisión, en el tratamiento y seguimiento del estudiante que es “distinto” y en la resistencia que muestra el sector para el tránsito hacia una educación inclusiva. Lo que se pide al sistema educativo no es un cambio menor. Las familias piden una inclusión escolar real y no una “integración segregada”, lo que cuestiona la estructura medular del sistema, los fundamentos que han estado por años a la base de la calidad, el prestigio y el éxito. Y está muy bien que lo cuestione.
El reclamo por la inclusión escolar pasa por romper -al menos- con las concepciones más tradicionales sobre qué es la educación y cuál es su fin último. Para una educación de este tipo se requiere una gestión diferente en términos curriculares, de infraestructura, metodológicos y organizativos. Es necesario posibilitar un espacio educativo donde todos y todas puedan participar abiertamente; y donde se generen procesos constantes de innovación que permitan incluir. Sin embargo, estos cambios solo pueden ser posibles si se promueve una concepción distinta de las personas en situación de discapacidad, donde prime el respeto y el reconocimiento de un derecho que ha sido vulnerado desde su propia invisibilización.
En Chile, además, los avances hacia una educación inclusiva serán más o menos importantes según la ubicación de los sujetos en el complejo entramado de la desigualdad social. Ante esta realidad, urgen decisiones en política pública, que aseguren cambios reales, más allá de hacer política incorporando al discurso la palabra “inclusión”.