No tengo una respuesta clara y definitiva a esa pregunta, pero sí una hipótesis: la del COVID-19 habría sido la peor pandemia en un siglo no por la naturaleza del virus, sino por las deficiencias en nuestra respuesta al mismo. El virus causante de la pandemia del COVID-19 (el SARS-CoV2), no es del todo nuevo: pertenece a la familia de los coronavirus, de la cual provinieron tanto el virus causante de la primera pandemia del siglo XXI (la del SARS en 2003), como de la epidemia regional del MERS en 2012. De hecho, una razón por las cual la creación de vacunas contra el COVID-19 avanzó con celeridad, es que se basó en el conocimiento ya adquirido tanto sobre esa familia de virus (descubierta en la década de 1960), como sobre el de sus antecesores inmediatos.
Sabemos además que la respuesta global ante la pandemia del COVID-19 fue sensiblemente inferior a la que dimos a la segunda pandemia del siglo XXI: la de H1N1 en 2009. Ante esa pandemia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) coordinó la respuesta de entidades gubernamentales, intergubernamentales y no gubernamentales, nacionales e internacionales, en aplicación del Reglamento Sanitario Internacional de 2005. Reglamento que fue suscrito por 194 países precisamente como producto del aprendizaje a partir de las deficiencias en la respuesta global ante la pandemia del SARS en 2003. Ese reglamento encarga a la OMS coordinar las tareas de prevención, monitoreo y respuesta ante pandemias internacionales (la OMS es, por ejemplo, quien declara el inicio de una pandemia).
Ese fue un ejemplo de lo que en relaciones internacionales se denomina “gobernanza internacional”. Es decir, una situación en la cual, ante problemas que trascienden las fronteras de los Estados (como una pandemia o el cambio climático), la solución requiere de una autoridad intermedia entre un nivel de gobierno inadecuado (el nacional) y otro inexistente (un gobierno mundial). Se habla de gobernanza sin gobierno porque, a diferencia de los Estados, la OMS no es una entidad soberana capaz de imponer coercitivamente sus decisiones. Es decir, una gobernanza internacional efectiva dependía de la voluntad de los Estados de aceptar su liderazgo.
Y esa voluntad estuvo ausente en las dos principales potencias del sistema internacional: China y Estados Unidos, dos países que representan alrededor de un 40% de la economía mundial. En el caso del gobierno chino, este no divulgó a tiempo información que podría haber sido útil en la etapa inicial de la pandemia (como que el primer caso registrado ocurrió en noviembre de 2019, pero el gobierno chino tardó más de un mes en dar la alarma). Incluso hoy, el gobierno de Xi Jinping aplica sanciones a gobiernos que, como el australiano, piden una investigación independiente sobre el origen de la pandemia. En cuanto al gobierno de Donald Trump, este se retiró de la OMS y, con ello, privó a esa entidad de su principal fuente de financiamiento en plena pandemia.
Aunque la conducta de esas potencias es vital para explicar la deficiencia de la respuesta en la primera etapa de la pandemia, el resto de potencias del sistema internacional tampoco tuvo una conducta encomiable en sus etapas posteriores. Desde prohibir la exportación de equipos médicos hasta el acaparamiento de vacunas, la Unión Europea, Canadá o el Reino Unido contribuyeron a crear una atmósfera de sálvese quien pueda, allí donde la naturaleza transnacional del problema sugería que la salvación debía ser colectiva. No en vano uno de los propósitos de las vacunas es alcanzar la denominada “inmunidad de rebaño”: es decir, que una amplia mayoría de la población relevante adquiera inmunidad frente al virus, cortando así la cadena de contagios. Y, dado que el prefijo “pan” en “pandemia” significa “todos”, la inmunidad de rebaño relevante sería aquella que abarca al conjunto de la humanidad.