Analizar los datos de celdas de cobertura de telefonía móvil para combatir el coronavirus sería un ataque a la privacidad, y además completamente inútil.
En la desesperación, la agente se aferra a cualquier cosa que parezca una tabla de salvación. En la lucha contra el invisible coronavirus, esa actitud resulta muy comprensible, por lo menos desde el punto de vista emocional. Pero solo racionalmente se puede determinar si una medida es útil o no. Con frecuencia basta reflexionar brevemente para darse cuenta de que una ocurrencia que sonaba tentadora carece de sentido. En esta categoría se inscribe el rastreo general de celulares (tracking) que demandó el ministro alemán de Salud, Jens Spahn, a comienzos de la crisis del coronavirus.
La iniciativa del ministro cristianodemócrata no logró apoyo mayoritario en el Parlamento, por buenas razones. Ya por motivos técnicos resulta inútil el análisis de las celdas de cobertura de las redes móviles. Por esta vía se puede localizar todos los celulares encendidos, pero con muy poca precisión. Dependiendo de las condiciones topográficas, una celda puede abarcar varios kilómetros cuadrados. Y ahí comenzan los problemas, a veces irresolubles.
La estrategia equivocada
Incluso en estos tiempos de grandes restricciones de desplazamiento, muchas personas pueden encontrarse en un área. Por ejemplo, un lugar donde haya varios negocios de venta de alimentos, farmacias y consultas médicas. Ciertamente, hay menos movimiento que antes de la crisis del coronavirus, pero suficiente como para impedir el rastreo y localización precisa de todos los teléfonos móviles. Porque no se puede determinar ni remotamente la distancia física exacta entre todos los aparatos rastreados en una celda y, por lo tanto, entre sus portadores.
Esta constatación podría haberla hecho también el ministro de Salud, que por lo demás ha actuado sensatamente. Por lo menos, habría sido la tarea de sus expertos informarle de la inutilidad de su propuesta. Ha quedado la impresión de una fingida actitud decidida, lo que perjudica la credibilidad. Y ella es una premisa importante para lograr la aceptación de más restricciones de libertades y derechos que en otras circunstancias son obvios.
Una medicina técnica: Bluetooth
En vista de la amenaza sin parangón del coronavirus, incluso los medios más críticos están dispuestos a aceptar restricciones masivas, al menos en forma transitoria.
Esto vale también para la protección de la esfera privada, es decir, la protección de datos. Debería ser evidente que el equilibrio entre libertad y seguridad requiere siempre una evaluación caso por caso. La protección de datos no es un fin en sí mismo. Por eso, tampoco la utilización de la técnica moderna puede ser un tabú, siempre que sea proporcionada y prometa eficacia.
Y volvemos así a los celulares. Gracias a la tecnología Bluetooth, con una aplicación que use pocos datos se podría limitar sensatamente el círculo de los potencialmente infectados. Porque, con este sistema, los aparatos se pueden detectar recíprocamente con gran precisión. Sobre todo a cortas distancias, como los 1,5 metros que se recomienda mantener entre la persona A y la perona B.
El celular no es un arma milagrosa
Si una de ambas tuviera el coronavirus, sería fácil definir con una apliacción de bluetooth el círculo de las personas que han tenido contacto con ella. Para encontrar a los potencialmente afectados sin excepción, sería eso sí necesario que todos los implicados llevaran consigo un aparato con la programación correspondiente. Y Alemania está lejos de eso, estadísticamente. A fines de 2018, solo un 57 por ciento utilizaba un teléfono inteligente. Sería pues ingenuo creer que la tecnología móvil es un arma todopoderosa para luchar contra el coronavirus.
No obstante, y resguardando ampliamente la protección de datos, podría ser útil para frenar la propagación del virus. También el Instituto Robert Koch trabaja, junto con otras instituciones, en una aplicación de Bluetooth como la que se está usando con éxito en Singapur, según se informa. Se estima que esta aplicación cumpliría las reglas europeas de protección de datos, más estrictas en comparación con las existentes a nivel internacional.
Eso implicaría almacenar y transmitir la menor cantidad posible de datos, y borrarlos cuando ya no se necesiten. Es decir, a más tardar cuando se haya superado la crisis del coronavirus. Todo eso parece posible. Sin embargo, queda un factor difícil de manejar: el carácter voluntario. Nadie deber ser obligado a instalar esa aplicación de Bluetooth. Pero, cuanto mejor y más fidedignamente fundamenten los políticos y científicos esa necesidad transitoria, mayores serán las posibilidades de éxito.