Por Maribel Ramírez Coronel, Periodista en temas de economía y salud para El Economista.
En este 2018 el 92% de nuestro planeta estará cubierto con señal de telefonía móvil. La banda ancha móvil se convierte en la tecnología que más velozmente ha crecido en la historia según la Comisión de Banda Ancha para el Desarrollo Sostenible de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Además, el uso extendido de la banda ancha ha disminuido su costo y facilitado la conexión entre las personas en todos los segmentos.
En el ámbito de la salud estos elementos hablan del elevado potencial que los dispositivos móviles tienen como herramienta estratégica generalizada para gestionar y proveer servicios de salud, así como acceder a ellos en cualquier rincón del mundo. Máxime si su uso se conjunta con el internet de las cosas y la inteligencia artificial, igualmente cada vez más extendidos.
Hablamos del concepto ya conocido como #SaludDigital que claramente puede ser una excelente opción para reducir costos en el acceso a la salud y alcanzar a poblaciones lejanas con atención médica de calidad. Esto es, la tecnología en la salud puede facilitar el progreso hacia la cobertura universal, y ello particularmente hablando de enfermedades no transmisibles.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), organismo que ha extendido su objeto financiero con un brazo social y es cada vez más participativo y propositivo en este ámbito, está buscando debate en torno al tema.
Las herramientas digitales tienen el potencial de mejorar la comunicación e interacción entre los equipos clínicos y los pacientes pero, sobre todo, mejorar la calidad de la atención de la salud. Pero esto sólo se logrará en la medida en que se pueda cerrar la brecha entre los servicios digitales y quienes reciben la atención y beneficios médicos que ellos proveen.
Veamos sólo 3 ejemplos donde habría un impacto directo de la salud digital: a una joven con diabetes tipo 2 le llega un mensaje en su teléfono notificándole: “Se ha detectado aumento de azúcar en la sangre. Inyéctese inmediatamente 6 unidades de insulina de acción rápida”. Un adolescente que vive en área rural y padece depresión inicia una sesión para conversar en línea con un terapeuta autorizado quien vive a miles de kilómetros. Un médico de una sala de emergencias está a punto de prescribir un medicamento a un paciente cuando una alerta aparece en la interfaz del registro electrónico de salud del hospital: “No lo administre, el paciente tiene reacción alérgica”.
Patricia Jara, una de las especialistas del BID en la División de Protección Social y Salud, habla que ya están muy cercanas todas esas posibilidades. Pero hay un riesgo latente: que las nuevas tecnologías repitan viejas desigualdades que afectan a los más vulnerables en distintas condiciones.
Si las estimaciones son correctas, hacia fines de 2019 la mitad de la población -unos 3.800 millones de personas- aún no tendrá conexión a internet. La mayor capacidad de banda ancha en el mundo, no necesariamente deriva en automático en acceso; nos topamos con el reto de la desigualdad que la tecnología puede ayudar a derribar pero se necesitan estrategias y planes bien aterrizados y definidos hacia ese objetivo. De lo contrario, la tecnología puede ser factor para eternizarla.
Aparte, es necesario fortalecer las habilidades tecnológicas entre los pacientes, por ejemplo los adultos mayores, y así puedan aprovechar al máximo las tecnologías para mejorar su salud. En este sentido el rol del médico es vital, pues serán los profesionales de la salud los encargados de apoyar a los pacientes en el uso de estas herramientas y de asegurar su acceso en los lugares más remotos. Habrá ingenieros en sistemas y tecnológos en diferentes rubros de la salud, pero no habrá tecnología que reemplace la interacción médico-paciente.