La enfermedad de Cristina Fernández me ha hecho recordar su “recambio” del mes pasado. Eran las 10 de la mañana y había decenas de buses que se habían instalado en Entre Ríos, la continuación de la avenida Callao. Muchos eran buses “escolares”, pero los que descendían eran más bien mayorcitos. “Olé, olé, olé, olá, yo voy por Chávez, por Evo y por Fidel”, cantaba un puñado de militantes de las Juventudes Comunistas que avanzaba con un inmenso lienzo rojo. Otros los miraban con desdén. Eran de La Cámpora, el grupo fundado por Máximo Kirchner, el hijo de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. No olvidan estos jóvenes peronistas que el PC apoyó “críticamente” el golpe de Estado de 1976. Y están a otro nivel: la Cámpora obtuvo varios diputados en la última elección, todos muy jóvenes y muy leales con la presidenta. En esto precisamente radica uno de los éxitos del gobierno de Cristina: haber convocado a los jóvenes.
Ese día asistí, por así decirlo, a un recambio de mando con la misma protagonista. Quizá por eso algunos han acusado a la Presidenta de personalismo o de haber inaugurado una nueva corriente, el cristinismo. Pese a ello, Cristina se ha ganado su popularidad con medidas que, por lo general, han beneficiado a los más pobres: la estatización de los fondos de pensiones y los distintos subsidios (al transporte, a los servicios, a los impuestos de las propiedades). Eso y el juicio y castigo de los violadores de los derechos humanos son los ingredientes de su éxito.
Después de comprar un agua mineral y de eludir un escuálido control policial, ya estaba en la Plaza del Congreso. No era la misma plaza de siempre; ese día estaba llena de gente, en su mayoría jóvenes, con sus “remeras” de apoyo a Cristina, cantando, tocando tambores, lanzando petardos. No daba la sensación de que a 200 metros estaba por ocurrir un acto político de importancia, sino más bien un festival, una especie de Lollapalooza con Cristina como plato fuerte.
Di vueltas por la plaza y contemplé diversos puestos de venta de banderas, imanes conmemorativos, panchos, bombones helados, hamburguesas, gaseosas, incluso contemplo unos envases de cerveza tirados al lado de un árbol. Lo que no había eran policías, tampoco se veían vándalos ni lumpen. Todo estaba tan relajado que la música de los altoparlantes, The Doors, me hizo viajar a otras épocas. Pensé en un cuento del gran escritor argentino Roberto Fogwill, que trata el velorio de Perón aquí mismo, y las vueltas que da el protagonista para hallar el final de la fila.
Pero el calor me obligó a asilarme bajo una sombra, y por un rato me quedé ahí, justo al lado de la columna de La Cámpora que estaba sobre la avenida que da al ala norte del Congreso. Bebí otra agua mineral. De pronto alguien de esa columna me saludó. Era Damián, un chico de Caballito. Llevaba un sombrero de papel que lo hacía lucir como Napoleón. “¿Dónde está el baño, León?”, preguntó con un brazo metido en la camisa. Al señalarle el lugar me di cuenta de que su rostro estaba rojo. Pobre Damián, pensé, y enseguida, al mirar lo atractivas que son las mujeres de La Cámpora, dejé de compadecerlo. Pobre de mí, me dije.
Justo al mediodía los altoparlantes anunciaron el juramento de la presidenta, que será tomado por su hija Florencia o, como dijo el columnista Daniel Link, Lady Gaga. En ese momento los fans avanzaron hacia el Congreso, donde había una pantalla mediana trasmitiendo lo que sucedía adentro. Intenté acercarme, pero fue imposible. Hice como la mayoría del público: escuché a Cristina. Los tambores batían con fuerza, como aplaudiendo a cada final de anuncio o mensaje. La presidenta juró “por Dios, por la patria y por los santos evangelios” y agregó, en caso de no cumplir con su mandato, “que la patria y Él (en alusión a Néstor) me lo demanden”. La gente aplaudía, lanzaba petardos y se puso a gritar, como si estuviera en un estadio de fútbol.
Hoy los muchachos de la Cámpora están en plan de batalla contra el cáncer.
* Por Gonzalo León, en Buenos Aires.